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Doctorow se queda corto
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primera edición mundial de sus cuentos completos

Doctorow se queda corto

Tiene un problema con lo breve, que le cuesta disfrutar de una buena historia: el cuento se escribe sabiendo que va a ser un polvo de una noche, no esperando amor eterno

Foto: Imagen de la película 'Billy Bathgate', una adaptación protagonizada por Dustin Hoffman y Nicole Kidman, de la novela de E.L.Doctorow.
Imagen de la película 'Billy Bathgate', una adaptación protagonizada por Dustin Hoffman y Nicole Kidman, de la novela de E.L.Doctorow.

E. L. Doctorow, fallecido el pasado 21 de julio, solía recordar una anécdota familiar para describir la dificultad de reducir el relato de una vida más de lo que lo comprime una novela. Un día, antes de coger el autobús del colegio, su hija Caroline le pidió que redactara un justificante por ausencia para su profesor. Como se habrán imaginado, afuera el conductor machacaba la bocina mientras uno de los novelistas estadounidenses más grandes de las últimas cuatro décadas arrugaba nota tras nota de papel porque nada de lo que escribía le convencía. Su mujer: “No me lo puedo creer”, lo hizo ella.

Para el autor de Ragtime (1975) y La larga marcha (2005) el relato corto no es la medida natural de la narración. La edición de todos sus Cuentos completos, que en una semana va a publicar la editorial Malpaso por primera vez en cualquier lengua, es una buena muestra de las dificultades por las que tuvo que pasar. Para empezar, tienen una extensión mucho más amplia de lo propio del género. Son más novelas cortas que cuentos largos. Un hecho irrelevante de tratarse de un autor que domina el tiempo breve. No es el caso. Porque a Doctorow, siempre ilustre, la talla del cuento le aprieta más de lo normal. La recopilación de sus tres volúmenes de relatos, con 18 títulos, no refleja la altura de uno de los más grandes.

Nunca despiadado, siempre piadoso. No puede evitar su socialdemocracia medular

Parecen bocetos para algo mayor. Apenas asoma en estas casi 500 páginas el escritor de riesgo que pelea contra las previsiones del lector. Es en Willi, de una intensidad atronadora en la Europa previa a la Primera Guerra Mundial, donde domina las reglas del juego breve para tumbar con una imagen cualquier suposición de la lectura. El problema de Doctorow con lo corto es que le cuesta disfrutar de una buena historia: el cuento se escribe sabiendo que va a ser un polvo de una noche, no con la esperanza de montar una relación para toda la vida.

placeholder Una foto de archivo de E.L. Doctorow. (EFE)
Una foto de archivo de E.L. Doctorow. (EFE)

El ejemplo más claro de esto es Jolene: una vida, amarguísimo retrato de esa dulce realidad norteamericana, dibujada también en Bebé Wilson (el más sarcástico), Una casa en la llanura, Walter John Harmon (el más decepcionante y ambicioso) o Niño muerto, en la rosaleda. Doctorow crea a Jolene, una figura maltratada por la miserable vida que le ha tocado. La intención del escritor es aprovecharla como desecho de algo mucho más grande, mucho peor que su exclusión social, lo que no está escrito: la sociedad.

Trama o trauma

No le interesa hurgar tanto en la intimidad de Jolene como en lo que le impide levantar la cabeza, es decir, hipocresía, injusticia y desigualdad en el país de las oportunidades. Pero retuerce tanto los renglones de sus personajes como para hundirlos o como para que exploten, siempre hay un resquicio por el que se escapan y conforman, siempre al borde de la redención. Nunca despiadado, siempre piadoso. No puede evitar su socialdemocracia medular.

Doctorow es real pero no es sucio. No quiere provocar, ni perturbar, si entras en conflicto debe ser después de haber bebido de su licor deliciosamente servido. Te rodea pidiendo permiso. Es un escrupuloso trabajador sin efectos, como ese implacable paisajista que no deja escapar un detalle y procura no mancharlo con sus tormentos. En un símil pictórico: no es Turner, sino Gainsborough.

placeholder Fotograma de 'Ragtime' (1981), película de MIlos Forman basada en la novela de E. L. Doctorow.

Uno de los personajes más oscuros a los que se atreve a dibujar es el agente federal de Niño, muerto, en la rosaleda, un antihéroe de libro: “Fueran cuales fueran sus motivos, el hecho era que se había pasado la vida luchando contra la conducta desviada y sólo en muy escasas ocasiones se había planteado que pudiera ser justificable”.

Doctorow es real pero no es sucio. No quiere provocar, ni perturbar. Te rodea pidiendo permiso

En su búsqueda de verosimilitud los relatos más modernos crecen en oralidad, como en Wakefield y en Edgemont Drive, en los que parece componer los diálogos a golpe de grabadora: “Independientemente de cuál sea nuestro estado de ánimo, la vida parece una actividad intensa durante la mayor parte de nuestra vida: mantenerse ocupado, competir intelectual, física y emocionalmente, buscar justicia, exigir amor, perfeccionar nuestras instituciones. Todas las formas de supervivencia. Todo aquello a lo que nos dedicamos para hacer historia, el archivo de nuestra inventiva. Como si no hubiera contexto”. El contexto, por supuesto, es la enorme indiferencia que, con el paso de la edad, termina por laminar ese ánimo.

Estos cuentos completos son lectura obligada para los muy fieles, que encontrarán trazas que derivaron en novelas, como Glosas a las canciones de Billy Bathgate. Además, es lo más cercano del Doctorow en proceso que se puede estar: se le intuye descubriendo en acto, los hallazgos sobre la marcha. Un escritor confiado en aprender a ser escritor que confía en el acto de escribir. La única pega que se le puede poner a la edición es que hayan desaparecido las fechas en que fueron escritos, ya que el propio autor estableció el orden de los mismos.

E. L. Doctorow, fallecido el pasado 21 de julio, solía recordar una anécdota familiar para describir la dificultad de reducir el relato de una vida más de lo que lo comprime una novela. Un día, antes de coger el autobús del colegio, su hija Caroline le pidió que redactara un justificante por ausencia para su profesor. Como se habrán imaginado, afuera el conductor machacaba la bocina mientras uno de los novelistas estadounidenses más grandes de las últimas cuatro décadas arrugaba nota tras nota de papel porque nada de lo que escribía le convencía. Su mujer: “No me lo puedo creer”, lo hizo ella.

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