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Le Corbusier emerge como el creador de la ciudad fascista
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50 años de la muerte de un arquitecto icónico

Le Corbusier emerge como el creador de la ciudad fascista

Francia conmemora con polémica a su arquitecto estrella: nuevos libros destacan su admiración por Mussolini, su antisemitismo y su colaboracionismo

Foto: Le Corbusier en una fotografía de Rogi André, 1937 © Centre Pompidou, G. Meguerditchian.tif
Le Corbusier en una fotografía de Rogi André, 1937 © Centre Pompidou, G. Meguerditchian.tif

Creía en el hombre regenerado, sano, limpio y útil a una sociedad maquinista. Concebía la vivienda como máquina de habitar y la estandarización como un valor moral, “el animal humano como una abeja, un constructor de células geométricas”. Fue seducido por las posibilidades que ofrecían los totalitarismos de la Europa de los años 30 para llevar a cabo una planificación autoritaria, para “clasificar las poblaciones urbanas, seleccionar, rechazar aquellos que no son útiles en la ciudad”. Una fría visión del mundo de un artista total que, sin embargo, concebía al hombre como el corazón del edificio, el cuerpo humano como medida de la arquitectura y la ciudad. ¿Fue Le Corbusier fascista?

Cincuenta años después de su muerte, Francia conmemora, con polémica incluida, la obra del más célebre de sus arquitectos quien, con su visión total del hombre y su idea de la perspectiva interna, ayudó a forjar la modernidad y el concepto actual de ciudad.

Mientras que el Centro Pompidou de París le consagra una espléndida retrospectiva con el foco puesto en La medida del hombre(del 29 de abril al 3 de agosto), tres libros de reciente publicación -Le Corbusier, un fascisme français (“Le Corbusier, un fascismo francés”) de Xavier de Jarcy, Un Corbusier de François Chaslin, y Le Corbusier, une froide vision du monde (“Le Corbusier, una fría visión del mundo”), de Marc Perelman- destapan la faceta más oscura del arquitecto, como su admiración por Mussolini o su antisemitismo.

'Hitler podría coronar su vida con una obra grandiosa: el ordenamiento de Europa'

Que el paso de Charles Édouard Jeanneret-Gris, más conocido como Le Corbusier, por la Segunda Guerra Mundial no pasa por el filtro de la pureza de ideas no es nuevo. Oportunista, ingenuo o simpatizante, el arquitecto franco-suizo puso su genio al servicio del régimen colaboracionista de Vichy a finales de 1940, donde pasó más de un año y medio. Su amistad con personajes como George Valois, fundador de Le Faisceau, el primer partido fascista francés, que desapareció en 1928, el doctor Pierre Winter o el ingeniero François de Pierrefeu, eugenistas y todos ellos miembros de la derecha más reaccionaria de Francia, ya había sido documentada.

Lo mismo que su fondo antisemita, que él mismo revela en su correspondencia, publicada por la Fundación Le Corbusier, como la que mantiene con su madre en 1940, en la que le confía que su “sed ciega de dinero (de los judíos) habría podrido el país”. O peor aún: “Estamos en las manos de un vencedor y su actitud podría ser aplastante. Si el trato es sincero, Hitler podría coronar su vida con una obra grandiosa: el ordenamiento de Europa”.

La biografía del genio visionario no es nueva, pero los últimos libros dedicados al arquitecto de la Villa Saboya van más allá y exploran cómo estas convicciones políticas se manifiestan en sus concepciones urbanísticas.

Un ensayista ve sus formas como un vehículo para las ideas totalitarias

Minuciosamente documentado a través de la propia correspondencia de Le Corbusier, Xavier de Jarcy observa en las formas un vehículo de las ideas, con el hormigón, la estandarización, el orden racional, la regularidad geométrica, la pureza y la intervención en las ciudades como maquinaria para producir “el hombre nuevo”. Visión que se materializa en las “unidades de habitación”, como la Cité radieuse (ciudad radiante) de Marsella, o la de Rezé, a las afueras de Nantes, enormes bloques de viviendas concebidos como ciudades verticales con apartamentos prácticos e higiénicos, y dotados de servicios como guardería, instalaciones deportivas o jardines.

Le Corbusier jamás estudió arquitectura. Fue un artista total, que desarrolló la pintura y la escultura, las artes decorativas y el mobiliario, que teorizó sobre la estética, que estuvo fascinado con las matemáticas. De esa obsesión surge el Modulor, un modelo que sirve de escala a sus proyectos, que parte del algoritmo de Fibonacci y del número áureo, que da proporción y belleza a la obra y, sobre todo, le otorga una proporcionalidad humana, ya que representa a un hombre de 1,83 metros de alto y de 2,26 con el brazo levantado y la mano abierta, una mano “símbolo de paz y reconciliación, que está abierta para dar y para recibir”, escribió el propio artista.

Francia vivie obsesionada con la mancha de su pasado colaboracionista

Es posible que Le Corbusier diseñara utopías. ¿Fue la “unidad de habitación” -que él modeló a partir del barco de crucero, esa proeza tecnológica que permite pasar del aislamiento del camarote o la “célula” a disfrutar del sol, de la vida común en la cubierta- el producto de una imaginación totalitaria? ¿La ciudad moderna está concebida para subyugar al hombre, convertirlo en una muesca del engranaje, o para servir sus intereses y necesidades? Según el presidente de la Fundación Le Corbusier, Antoine Picon, los habitantes de las “cités radieuses” “no se reconocen de ninguna forma en las páginas (de estos libros) en los que les describen como habitantes de conejeras”, explica en una entrevista con Le Point.

Pero en una Francia aún obsesionada y constantemente autoflagelada con esta mancha de su pasado, ese agujero negro del colaboracionismo del régimen de Vichy, que permitió la deportación de cientos de miles de judíos y gitanos a los campos de exterminio nazis, la polémica está servida y la figura del padre del Movimiento Moderno ha sido puesta en cuarentena.

Sus defensores, sin embargo, también son legión. “Entre sus amigos se contaban comunistas como (el pintor) Fernand Léger. (El escritor y político) André Malraux pronunció el discurso de su funeral,¿creen que Malraux no conocía esa correspondencia, que estaba todo escondido?”, defiende Frédéric Migayrou, comisario de la retrospectiva del Pompidou junto a Olivier Cinqualbre.

'Frecuentó a personalidades fascistas. Pero de ahí a decir que era un arquitecto de esa ideología es ir demasiado lejos'

“Uno de estos libros no solo arremete contra Le Corbusier sino contra el Movimiento Moderno en general, dice cosas absurdas como que todas las vanguardias son modernistas y por lo tanto totalitarias”, ataca Migayrou. “Cuando La Bauhaus y Mies van der Rohe se tienen que mudar a EEUU (por las presiones de los nazis), ¿significa eso que son totalitarios? ¿Todos esos arquitectos y artistas que tienen que emigrar en masa son totalitarios?”, reflexiona el comisario, quien asegura, no obstante que “no somos los abogados de Le Corbusier ni pretendemos justificar al personaje con esta exposición”.

Le Corbusier, efectivamente, no inventó la ciudad nueva ni la planificación, que ya se venía desarrollando décadas antes de su irrupción en el panorama arquitectónico. Los regímenes fascistas no adoptaron su visión de la arquitectura, ni el anciano mariscal Pétain -de 84 años cuando se hizo con el poder y al que probablemente los diseños revolucionarios de Le Corbusier parecieron demasiado modernos-, ni los totalitarismos socialistas, que optaron por el realismo y el neoclasicismo.

“Se le puede hacer un proceso moral, pero confundir su visón global con un proceso totalitario no tiene sentido. Él busca un concepto, una visión total del hombre a partir de esa idea de percepción interna”, señala Migayrou, quien adelanta que el año que viene el Centro Pompidou busca celebrar un gran coloquio sobre el urbanismo de los años 30 a Vichy (1940-44). “Le Corbusier no va a ser exculpado. Frecuentó a personalidades fascistas. Pero de ahí a decir que era un arquitecto de esa ideología es ir demasiado lejos. Hay que situarlo en su contexto histórico”, zanja el comisario.

Creía en el hombre regenerado, sano, limpio y útil a una sociedad maquinista. Concebía la vivienda como máquina de habitar y la estandarización como un valor moral, “el animal humano como una abeja, un constructor de células geométricas”. Fue seducido por las posibilidades que ofrecían los totalitarismos de la Europa de los años 30 para llevar a cabo una planificación autoritaria, para “clasificar las poblaciones urbanas, seleccionar, rechazar aquellos que no son útiles en la ciudad”. Una fría visión del mundo de un artista total que, sin embargo, concebía al hombre como el corazón del edificio, el cuerpo humano como medida de la arquitectura y la ciudad. ¿Fue Le Corbusier fascista?

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