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Cantos Cautivos: la banda sonora que luchó contra las torturas de Pinochet sale a la luz
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Chile continúa recuperando la memoria

Cantos Cautivos: la banda sonora que luchó contra las torturas de Pinochet sale a la luz

Chile inaugurará mañana el archivo documental de los sonidos de los centros de tortura de la dictadura militar

Foto: El artista Francisco Pacheco "acribilla" a Augusto Pinochet en pleno centro de Santiago de Chile. (EFE)
El artista Francisco Pacheco "acribilla" a Augusto Pinochet en pleno centro de Santiago de Chile. (EFE)

“Faltando cinco minutos para el 1 de enero de 1976, y en medio del silencio y la oscuridad, nos subimos a las bancas y a las mesas, calladitas, pero sonriendo. La directora contó hasta cuatro y rompimos de golpe el aire esa noche cálida cuando todas, al unísono, las casi 120 voces de las mujeres presas políticas en el campo de concentración de Tres Álamos, empezamos a cantar el "Himno de la Alegría" a todo pulmón hacia el cielo, más allá de los muros que nos encerraban. Nosotras cantábamos una canción y los hombres, nuestros compañeros de presidio, al otro lado de los muros que nos separaban, nos respondían. Así, esa noche, cerca de la una de la madrugada, nos fuimos a acostar agotadas, roncas, pero felices. Habíamos roto las cadenas, aún era posible pensar en la libertad”.

Así recuerda Amalia Negrón lo que sucedió la última noche de 1975, en el campamento de prisioneros políticos de Tres Álamos, uno de los cientos instaurados en Chile por la dictadura de Augusto Pinochet para ejecutar el horror desde finales de 1973.

El testimonio de Negrón está incluido en Cantos Cautivos, un archivo documental de los sonidos de los centros de tortura de la dictadura militar chilena que mañana se presentará en el auditorio del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, en Santiago de Chile, en un acto en el que varios supervivientes interpretarán algunas de las canciones que les ayudaron a resistir la atrocidad.

El objetivo de Cantos Cautivos, explican desde el museo, es “conservar y promover el repertorio de temas que se escribieron, cantaron y escucharon en recintos de detención política y tortura en Chile entre 1973 y 1990, así como las memorias sobre experiencias individuales y colectivas asociadas a dichas obras”, un ejercicio ejemplar de memoria histórica. Para ello, el archivo recoge las vivencias y canciones que han recordado y compartido varias personas que sufrieron la brutalidad militar y que encontraron en la música un refugio, una comunidad, un alimento y una esperanza en los momentos más duros de su vida.

Crecer en experiencia

El proyecto es abierto y ahora da el pistoletazo de salida con la intención de recibir más testimonios, como confirma a El Confidencial la doctora Katia Chornik, académica en la Universidad de Manchester y coordinadora general de Cantos Cautivos. “Esperamos que elnúmero de experiencias compartidascrezca cada semana. De las quince regiones del país, hasta ahora tenemos materialescorrespondientes a cinco. Todos los que estuvieron en centros de detención política y tortura tienen vivencias que contar”.

Algunos meses después de esa Nochevieja rememorada por Amalia Negrón, en Tres Álamos se liberó a un centenar de mujeres. Sara de Witt no fue una de ellas. En su memoria se mezclan la alegría por las compañeras y el sabor amargo por continuar presa. Al ordenar las cosas que las excarceladas dejaron en las celdas, encontró un cuaderno con las letras de las canciones que cantaban, que hoy todavía conserva en su casa en Londres. Como el indeleble recuerdo de lo que supuso para ella cantar en aquella reclusión.

“Trataba de elevar mi voz al espacio infinito, más allá del límite del techo de la barraca que me recordaba mis limitaciones. Estábamos tan juntas, el sentimiento de hermandad nos envolvía. Yo no estaba sola, estaba con aquellas mujeres que eran mis hermanas… Habíamos sobrevivido a tanta brutalidad y dolor”.

Cantar para no morir

La música sirvió de asidero vital a muchas víctimas de la crueldad sin límites y la represión extrema que el régimen militar ejerció, especialmente en los primeros años de la dictadura, a través de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), policía secreta que persiguió, secuestró, torturó y asesinó a miles de chilenos.

“La música les ayudaba a mantener un sentido de normalidad, era un medio para preservar la dignidad y esperanza, distraerse y comunicarse con otros reclusos y el mundo exterior. El sistema represor también utilizó la música en conexión con la tortura y otros tipos de trato cruel, inhumano y degradante, como forma de dominación y adoctrinamiento”, se apunta desde Cantos Cautivos.

Alfonso Padilla, prisionero en Concepción desde finales de 1973, primero en el Estadio regional y posteriormente en la cárcel, comparte esa visión: “La experiencia de los presos de numerosos campos de concentración y cárceles a lo largo del país indica que el ejercicio de alguna actividad cultural y artística, sea creación de obras teatrales y su presentación, la escritura de poemas y relatos (también de ensayos), la artesanía o la música, tuvo una importancia capital para fortalecer la moral individual y colectiva, la actitud de resistencia y el sentido de cuerpo de los presos políticos. Cada vez que se hacía arte, con todas las dificultades y limitaciones que imponían las difíciles condiciones, era un acto de afirmación de humanidad y de vida. Cada logro era un pequeño tramo que se le ganaba a la dictadura”.

Padilla participó en la celebración de la Nochebuena de 1973 en el Estadio regional, donde había unas setecientas personas detenidas. Allí interpretó "El cigarrito", de Víctor Jara. “Aunque no se tratara de una canción con contenido social ni político en sentido estrecho, cantar una canción suya constituía un homenaje a su figura y ejemplo, pero también a todos los caídos”, recuerda. Otro de los presos interpretó "El soldado", con texto de Rafael Alberti.

En febrero de 1974 fue trasladado a la cárcel de Concepción, una de cuyas alas fue transformada en campo de concentración para prisioneros políticos. Allí impartióclases de guitarra, a las que asistieron hasta sesenta presos. A finales de ese año formó un grupo con nueve de los más aplicados, con quienes llegó a dar cuatro conciertos en la cárcel.

El hijo de Violeta Parra

Una de las experiencias más singulares de cuantas recoge Cantos Cautivos es la del grupoLos de Chacabuco, un conjunto musical de once miembros formado en el campo de prisioneros de Chacabuco en noviembre de 1973 porÁngel Parra, hijo deVioleta Parra.

Allí grabaron clandestinamente, en la parte inferior de un escenario de madera creado por los propios reclusos, dos cuecas, "El puntúo" y "El suertúo", cuyas letras resultan algo enigmáticas, dado que emplearon el folclore de la cotidianeidad del campo de concentración para reírse de los militares con la sutileza necesaria para que estos no se percataran.

De la canción creada por Patricio Humire Laredo no hay registro fonográfico alguno. Sólo está en su memoria, la misma de la que brotó una tonada nostálgica que le acompañó durante su cautiverio. “Echaba de menos mi infancia y adolescencia en el norte, al lado de mi madre, soñaba y recordaba los lugares en que me crie y los platos indígenas que ella cocinaba. Mi último deseo era trasladarme a esos parajes del norte. De esa forma fue naciendo esta canción que no pude escribir; no hay ningún manuscrito porque éramos allanados y revisados completamente dos veces al día. No se podía escribir; sólo recordarla”.

Golpes y detenciones

Había sido detenido el 11 de septiembre de 1973, cuando corregía exámenes de música en la escuela de la población de San Gregorio. Pasó cuatro días retenido, golpeado y sin comer en la comisaría. De allí al Estadio Nacional, donde estuvo confinado dos meses.

Mario Patricio Cordero añoraba en la cárcel de Valparaíso, durante el invierno de 1975, la posibilidad de formar una familia. Llevaba dos años preso, tenía 19 cuando le capturaron, y en el horizonte no contemplaba una pronta liberación. Envejecer solo y encerrado le aterraba.De ahí alumbró su canción, "Sueños de mi encierro".

“Esta inquietud se transforma en pesadilla y nacen estos versos, que se transforman en canción y ocupan la última hoja de mi cancionero de la cárcel, donderecopilé una serie de canciones que cantaban otros prisioneros. Vivió un tiempo en mi celda unmúsicoque era de Valparaíso y del cual aprendí los primeros acordes. Cuando se marchó al exilio me dejó su guitarra, que fue mi compañera por otro largo año en cautiverio”.

Julio Laks Feller revive el momento en que un himno alcanzó una potencia sobrecogedora, en unas circunstancias durísimas y sin necesidad de un volumen ensordecedor.

A finales de septiembre de 1974, en el centro José Domingo Cañas, un recinto en el que la DINA torturó con especial saña, su amigo Sergio Pérez Molina sufría un calvario. “Lo habíamos visto ya desfigurado por los golpes y le aplicaban electricidad incluso en una herida de bala recibida en el momento de su arresto. Empezaron a llevarlo a rastras y, cuando pasabandelante de nuestra pieza, Rosalía empezó a cantar suavemente: por llanuras y montañas…” Esas palabras son el comienzo de un himno guerrillero anónimo aunque atribuido a Néstor Majnó, revolucionario anarquista ucraniano, que se convirtió en himno de los partisanos rusos y que en España también cantaron los combatientes antifranquistas.

“Éramos tal vez una docena, y tomados de las manos, con los ojos vendados, seguimos todos el canto, susurrando. El joven guardia que nos vigilaba parecía tan paralizado por la fuerza colectiva que se desprendía de nuestras voces, que ni siquiera intentó acallar”.

Y la música como enemiga

Pero la música también fue empleada por el régimen militar como instrumento de castigo y sumisión en los centros de detención de prisioneros políticos. “El canto fue una obligación y también un mecanismo para evitar golpes y maltratos colectivos”, evoca Patricio Polanco acerca de esa práctica musical en el campamento de prisioneros de Pisagua, que entre 1973 y 1974 se caracterizó por su dureza y crueldad.

“Alrededor de 35 himnos militares de todas las ramas de las Fuerzas Armadas conformaban el repertorio. Se agregaron algunas canciones o himnos que constituyeron, sin hacerlo explícito, una forma de resistencia o de dignidad, como un himno futurista de origen desconocido al que los presos cambiaron la letra y que fue el que más cantaron”.

La experiencia de Ana María Jiménez en Villa Grimaldi una noche de abril de 1975 también muestra esa dualidad. Ella recuerda cómo esa noche en la que llovía intensamente sacaron a las prisioneras al patio y una de las guardias le exigió que cantara, ya que tenía conocimientos musicales, para entretener al resto. Se negó, como “pequeño acto de rebeldía”, pero ante el chantaje que le plantearon (o cantaba o sus compañeras pasarían toda la noche bajo la lluvia), accedió a cantar Zamba para no morir, de Mercedes Sosa, lo que le granjeó una reprimenda por el carácter político de la letra.

“Durante la marcha teníamos que cantar al unísono canciones militares, como Lili Marleen(sí, efectivamente, la misma que cantaban los ejércitos nazis, pero con el texto traducido al español). Finalmente nos reuníamos ordenadamente alrededor del mástil y el comandante daba la orden de partida a un soldado, para que comenzara a izar la bandera con lentitud, mientras nosotros, los presos, cantábamos el himno nacional, que incluía una estrofa poco conocida sobre los valientes soldados”, explica Boris Chornik.

Precisamente en el campo de Melinka sucedió una de las historias más conmovedoras de las que documenta Cantos Cautivos. Una noche de invierno de 1975, una mujer del vecino poblado de Rungue, que no era prisionera, dio a luz a una niña allí. Dos presos políticos, ambos estudiantes de medicina, asistieron a la madre durante el parto mientras el resto de los 208 prisioneros dormía en sus celdas, sin percatarse de lo que estaba ocurriendo.

Por la mañana, una larga fila de presos se formó ante la puerta del policlínico para entrar a ver a la madre y la recién nacida. “Muchos portaban consigo pequeños y valiosos regalos. Yo escribí unos versos en una hoja de papel y se los doné a la madre”, cuenta Sergio Vesely, quien añade que “una semana más tarde decidimos hacer un acto cultural en los comedores para celebrar el feliz acontecimiento. Ese día terminé de componer mi canción Rey Negro y la canté por primera vez ante un público compuesto por presos políticos y soldados”.

“Faltando cinco minutos para el 1 de enero de 1976, y en medio del silencio y la oscuridad, nos subimos a las bancas y a las mesas, calladitas, pero sonriendo. La directora contó hasta cuatro y rompimos de golpe el aire esa noche cálida cuando todas, al unísono, las casi 120 voces de las mujeres presas políticas en el campo de concentración de Tres Álamos, empezamos a cantar el "Himno de la Alegría" a todo pulmón hacia el cielo, más allá de los muros que nos encerraban. Nosotras cantábamos una canción y los hombres, nuestros compañeros de presidio, al otro lado de los muros que nos separaban, nos respondían. Así, esa noche, cerca de la una de la madrugada, nos fuimos a acostar agotadas, roncas, pero felices. Habíamos roto las cadenas, aún era posible pensar en la libertad”.

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