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De 'monguis' con Alfredo Sanzol
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ESTRENA ‘LA CALMA MÁGICA’

De 'monguis' con Alfredo Sanzol

El director y dramaturgo utiliza el mundo de las alucinaciones para hablar de la búsqueda del sentido de la vida y de la dignidad en esta obra dedicada a su padre

Foto: Una escena de 'La calma mágica', de Alfredo Sanzol (marcosGpunto)
Una escena de 'La calma mágica', de Alfredo Sanzol (marcosGpunto)

Había curiosidad por ver lo nuevo de Alfredo Sanzol. Y más tras el reconocimiento de En la luna, premios Max al Mejor Espectáculo y Mejor Autor 2013 y Ceres al Mejor Autor 2012, y Aventura! Sanzol se ha convertido en los últimos tiempos en uno de los dramaturgos y directores más llamativos de la escena nacional y en La calma mágica, una coproducción del Centro Dramático Nacional y Tanttaka Teatroa que se puede ver hasta el 9 de noviembre el Teatro Valle-Inclán de Madrid, vuelve a hacer fácil lo difícil.

En esta ocasión Sanzol nos propone un viaje, entiéndase tanto en el sentido de la alucinación de las drogas como en la búsqueda de uno mismo, en el que se funden realidad, visiones y sueño. Lo hace a través de escenas aparentemente inconexas que van tomando forma a medida que avanza la función gracias a un humor que sirve de bálsamo para la estocada que delicadamente se nos va presentando en toda la obra. Poco a poco. Como si fuéramos niños de la mano de nuestros padres o, más bien, como si fuera la primera vez que comemos monguis, unos hongos alucinógenos que valen de pretexto a Sanzol para agitar la conciencia de sus personajes.

El argumento de La calma mágica resulta a priori muy loco. Oliver (un gran Iñaki Rikarte) va a hacer una entrevista de trabajo y Olga, su futura jefa (Mireia Gabilondo), le da estas setas alucinógenas. Tal cual, y de golpe. A partir de aquí la comedia, hilvanada de forma muy efectiva apoyada ensketches -aunque aquí tienen mucho menos peso que en los anteriores montajes de Sanzol-que sin llegar al desmadre aligeranla profundidad de las reflexiones que se hace Sanzol –ha explicado que es una obra “regalo” dedicada a su padre, fallecido el año pasado. “Es un intento de que no desaparezca, de que siga estando”–, se cuela en la irrealidad (o no tanto) de la alucinación.

Es el efecto de los hongos el que anticipa el episodio que desarrolla toda la trama. A Oliver le graba con el móvil Martín (un Aitor Mazo en muy buenestado como este cínico) porque se ha quedado dormido en su puesto de trabajo. A partir de aquí, todas las fuerzas, obsesiones e inseguridades de Oliver se centrarán en que ese (insignificante) vídeo desaparezca.

“A medida que transcurre el tiempo, los sueños y la realidad llegan a tener el mismo valor entre los recuerdos. Todo lo que ha sucedido en la realidad se mezcla con lo que pudo suceder. Y, como la realidad deja rápidamente el espacio a los sueños, el pasado se parece cada vez más al futuro”, describe el director de sus personajes recordando a los del escritor japonés Yukio Mishima. Esa dualidad de planos es la que nos presenta aquí. ¿Ficción o realidad? ¿Acaso importa?

Como en todo ‘viaje’, las imágenes que va urdiendo la alucinación pululan en el surrealismo. Desde elefantes rosas en medio de una reserva Massai Mara en Kenia hasta la obsesión más paranoica por el control de la vida, allanamientos de morada, traiciones y las sempiternas historias de amor y odio se suceden entre Oliver, Olivia (Sandra Ferrús), Martín y Olga. Y una escena con elefante –rosa– asesinado con la que Sanzol evoca inevitablemente en el espectador el lamentable episodio del rey Juan Carlos en Botswana.

Entre todos estos periplos, otra línea subterránea nos adentra en el círculo de la frustración, los miedos, las dudas, el (auto)control, la necesidad de aceptación, de defensa y la búsqueda de la identidad, especialmente tras la pérdida. Temas que van apareciendo en el vacío escenario de la sala Francisco Nieva para plantear, nada menos, que la perpetua necesidad del hombre de dotar de sentido a su vida y de encontrarse consigo mismo y su dignidad. Grandes cuestiones que trazan unos personajes que sí nos demuestran que tienen rabia y están enfadados –“Estoy enfadado por vivir la vida como una guerra en la que todos son mis enemigos”, reflexiona Oliver en un momento de la obra–, pero que, sobre todo, vemos vitales y optimistas. Con ganas de dar batalla.

Contaba Alfredo Sanzol en la presentación de La Calma mágica que la obra nace, y se deforma, a partir de una historia real que parece otra alucinación más. Su padre vivió en un pueblo de Texas y entabló amistad con unos rancheros. Estos le ofrecieron quedarse con su rancho en herencia a cambio de que se quedara a vivir con ellos porque le recordaba a su hijo fallecido. Este episodio está presente en la función como lo está su padre desde el arranque –precisamente Oliver confiesa que, tras la muerte de su padre, quiere trabajar en una oficina y dejar el teatro para convertirse en comercial como lo era su progenitor– hasta el conmovedor diálogo final de reencuentro y aceptación. “Que el ser humano aspire a ser adulto es estúpido. A lo único que puede aspirar el ser humano es a ser huérfano”, nos dicen desde una onírica realidad que conserva, y menos mal, lo mejor de ambos mundos.

Había curiosidad por ver lo nuevo de Alfredo Sanzol. Y más tras el reconocimiento de En la luna, premios Max al Mejor Espectáculo y Mejor Autor 2013 y Ceres al Mejor Autor 2012, y Aventura! Sanzol se ha convertido en los últimos tiempos en uno de los dramaturgos y directores más llamativos de la escena nacional y en La calma mágica, una coproducción del Centro Dramático Nacional y Tanttaka Teatroa que se puede ver hasta el 9 de noviembre el Teatro Valle-Inclán de Madrid, vuelve a hacer fácil lo difícil.

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