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Cole Porter o el arte de portarse mal
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50 aniversario de la muerte del artista

Cole Porter o el arte de portarse mal

Se cumplen 50 años de la muerte de un autor que destacó tanto por su talento como por su estilo de vida desenfrenado y sin complejos

Foto: Cole Porter y Elsa Maxwell
Cole Porter y Elsa Maxwell

En la conformación del llamado Great American Songbook –el canon hegemónico de la música popular entre las décadas de 1920 y 1950–, Cole Porter fue un fascinante verso suelto.

No formó parte de la diáspora de la factoría de canciones Tin Pan Alley, como sí lo hicieron Irving Berlin, George Gershwin o Jerome Kern, y por lo tanto nunca facturó éxitos en horario de oficina, hacinado en un cubículo de la calle 28 y a 15 dólares la semana.

Su vida fue desahogada y desenfrenada, y su talento innato e irreverente. Sus canciones, más incluso que sus musicales, han pasado todos los test del tiempo por sus sólidas melodías, pero sobre todo por conciliar las culturas highbrow y lowbrow, sonando siempre sofisticadas pese a bordear una picardía en ocasiones de trazo grueso.

El 50° aniversario de su fallecimiento plantea una buena ocasión para recuperar la biografía de un genio que trascendió un ámbito tan dado al prejuicio y al apriorismo como el del teatro y el cine musical, para convertirse no ya en una de las primeras estrellas del pop, sino en el canon de cómo esos elusivos fabricantes de hits se han presentado al mundo en las más de ocho décadas que han transcurrido desde su primer gran éxito.

Cole Porter nace en 1891 en la localidad de Peru, en el Estado de Indiana. Su temprana vocación musical le conduce a iniciar el estudio del violín y del piano con seis y ocho años, respectivamente. Su millonario abuelo intercede sin embargo para que se convierta en abogado, pero de su paso por las universidades de Yale y Harvard emanan 300 canciones que todavía corean los estudiantes de la primera y la decisión en la segunda de dejar definitivamente el derecho por la música.

En 1917, ya con un primer y fallido musical en su hoja de servicios, se embarca rumbo a Francia para participar en la Primera Guerra Mundial. Fiel a su estilo, jugará al despiste el resto de su vida sobre su rol en la contienda: afirma en alguna ocasión haber formado parte de la Legión Extranjera como artillero, mientras otros lo ubican en la mucho más plácida plaza de conductor de ambulancia en París. Sí existe confirmación en cambio de que se llevó una cítara con teclado para amenizar la guerra, y que no se alistó por furor patriótico, sino atraído por la que prometía ser “una experiencia excitante”.

Se inicia una dulce etapa para el matrimonio, basado con intermitencias en Europa hasta 1937. En un primer momento, Linda pretende refinar el talento compositivo de Porter: le inscribe en la prestigiosa Schola Cantorum y hasta intenta sin éxito que Stravinsky se convierta en su mentor. El único producto de ese esfuerzo sería el ballet Within the Quota, que le encarga Darius Milhaud para servir de entremés al estreno de su obra La Création du Monde. Se presenta con gran éxito en octubre de 1923 y Le Figaro define como triunfal un estreno al que asistió Rodolfo Valentino.

Su mezcla de jazz y música clásica precede al Rhapsody in Blue de Gershwin en cuatro meses, pero Porter descontinúa esa opción por la música seria y, de hecho, la partitura se extravía. Según el propio Porter, “porque mi único intento de ser respetable debía quedar en el limbo”.

Componer se convierte en un entretenimiento con algún fugaz rédito comercial en una época en que Porter se dedica a vivir bien. Hace de anfitrión en París y Venecia –donde él y Linda pasan los veranos comprendidos entre 1923 y 1927–, de Noël Coward, George Gershwin, Irving Berlin y de una larga lista de celebridades.

Paradójicamente, Porter abandona el dolce far niente de su etapa europea para convertirse en un disciplinado compositor a jornada completa de la mano de un musical titulado Paris. Se estrena en 1928 y la crítica no sólo lo considera sublime, sino que sucumbe al mito de su autor, al que una reseña del New York Herald Tribune define como a “un rico americano que en ocasiones encuentra tiempo para sentarse en su château en la Riviera y escribir una canción”. Paris incorpora dos de sus éxitos más imperecederos: Let’s Missbehave y, sobre todo, Let’s Do It (Let’s Fall in Love), una ambigua oda al amor y a la carnalidad que, en su primera encarnación, desató la polémica por usar términos despectivos para referirse a que los chinos (chinks) y los japoneses (japs) también lo hacían. Enamorarse, claro.

La carrera de Porter alterna en adelante grandes éxitos y musicales con los que la crítica se mostró inmisericorde, pero incluso de producciones fallidas como Wake Up a Dream (1929) emanaron grandes éxitos como What is This Thing Called Love?.

En paralelo, conquista Hollywood con las partituras de grandes producciones como Born to Dance (1936), en que participan James Stewart, 3.000 carpinteros y 100 maquilladores, pero que pasa a la historia por la inclusión de las canciones Easy to Love y I’ve Got You Under My Skin. Reacio en un principio a alternar Nueva York con Los Angeles, Porter acaba abrazando la vida en la meca del cine, mientras su matrimonio con Linda atraviesa un primer bache por su desatado apetito sexual.

En ese clímax de éxito en las dos costas y en los dos medios hegemónicos de la época, el cine y el musical, un triste episodio marca un antes y un después en la biografía de Cole Porter: en 1937, sufre un aparatoso accidente mientras montaba a caballo. Contrae osteomielitis, sufre dolor crónico el resto de su vida y corre un primer riesgo de amputación que acabaría volviéndose inevitable dos décadas más tarde. Pero, incluso en ese lance tan penoso, Porter afirma haber aprovechado el rato en que esperó que lo auxiliaran para trabajar en la canción At Long Last Love.

En 1946, Cary Grant interpreta a Porter en un biopic sobre su vida: Night and Day. Sus guionistas lamentaron la ausencia de conflicto en la biografía del artista, hasta el punto en que Orson Welles se preguntó si el clímax de la película debía consistir en saber si llegó a acumular o no diez millones de dólares en su cuenta corriente. La crítica fue igual de inmisericorde, y The New Yorker llegó a afirmar que la destreza vocal de Grant era pareja a la de un vigilante del metro. Pese a su fracaso, no sería el único homenaje fílmico a Porter, interpretado por Kevin Kline en De-Lovely (2004) y por Yves Heck en su cameo en Medianoche en París (2011), de Woody Allen.

A pesar de ese y de otros traspiés de la época, Porter se sobrepone a la adversidad y compone el mayor éxito de su trayectoria: Kiss Me Kate (1948). Basado en la obra de Shakespeare La fierecilla domada, gana el primer Tony de la historia al mejor musical y se representa 1.077 veces en Nueva York y 400 en Londres.

Cuatro años más tarde, Linda fallece por un enfisema. En su lecho de muerte confiesa que habría deseado ser famosa para que le hubieran puesto su nombre a una flor, y Porter logra entregarle en vida la primera rosa Linda Porter. No es capaz sin embargo de caminar hasta su tumba el día de su funeral, que presencia sobrecogido desde su coche.

Su último gran éxito sería la película High Society (1946), que le valió su cuarta nominación a un Oscar que siempre se le resistió, pero que gozó de una gran popularidad gracias al concurso de Bing Crosby, Grace Kelly y de un Frank Sinatra con quien mantuvo una curiosa relación. Se conocieron a principios de la década de 1940, cuando Sinatra lo reconoció entre el público de un recital en Nueva Jersey y quiso obsequiarle con una interpretación de Let’s Do It, en que cometió sin embargo tantos fallos que Porter abandonó la sala con cajas destempladas. A la altura de“High Society, sin embargo, su admiración era mutua y profunda.

Al fracaso de su primera incursión televisiva, Aladdin (1958), le sucede un grave empeoramiento de su salud. Ese mismo año pierde definitivamente su pierna derecha, se vuelve huraño y se recluye en su apartamento en las Waldorf Towers. En una ocasión pide a un miembro del servicio que se haga pasar por un invitado. En otra, sufre graves quemaduras tras quedarse dormido fumando en la cama. En un ingreso hospitalario, un empleado le pregunta cuál es su religión para completar un formulario, y Porter insiste en que consigne “ninguna”.El 15 de octubre de 1964 fallece por una insuficiencia renal.

El último compás de su biografía, ya post-mortem, recupera sin embargo un tono de slapstick que, valga el tópico, no cuesta imaginarse como el que Porter habría preferido, y sobre el que, sin duda, habría podido componer una canción. El empleado de la funeraria de Peru que debía encargarse de su sepelio recibió una llamada de un compañero de profesión que le informaba desde California de lo siguiente:

– Felicidades, usted va a recibir el cuerpo de Cole Porter.

En la conformación del llamado Great American Songbook –el canon hegemónico de la música popular entre las décadas de 1920 y 1950–, Cole Porter fue un fascinante verso suelto.

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