Winston Churchill, el pintor de paisajes que se aburría sin guerras
En esta perla autobiográfica titulada 'La pintura como pasatiempo', el Primer Ministro británico descubre que si no puedes ir a la guerra, pinta
Llueven bombas y Winston Churchill se aburre. En 1915, a finales de mayo, deja el Almirantazgo pero mantiene su lugar de privilegio en medio de la Gran Guerra como miembro del Gabinete y del Consejo de Guerra del Reino Unido. “Era una posición en la que lo sabía todo y no podía hacer nada”. Está deprimido, tiene 41 años y ha perdido la libertad de actuación ejecutiva sobre el tablero bélico. En Europa los militares celebran sus días de gloria y él no está en la pomada, sino en la retaguardia, como un vulgar consejero.
“Sentía gran ansiedad, y carecía de medios para aliviarla; tenía vehementes convicciones y ningún poder para ponerlas en práctica. Tuve que presenciar la infeliz pérdida de grandes oportunidades, y la ineficaz ejecución de planes que había lanzado yo y en los que creía firmemente”, recuerda por escrito en 1948, con la II Guerra Mundial resuelta, en la que sí actuó con papel protagonista.
En esta perla autobiográfica titulada La pintura como pasatiempo -que ahora recupera la editorial Elba- el Premio Nobel de Literatura, galardonado en 1953 “por su dominio de las descripciones biográficas e históricas, así como por su brillante oratoria en defensa de los valores humanos exaltados”, descubre que si no puedes ir a la guerra, pinta. “La carpintería, la química, la encuadernación de libros, incluso la albañilería pueden aliviar una mente sobrecargada. Pero el mejor de los trabajos manuales y el más asequible son el dibujo y la pintura en todas sus formas”, cuenta desde su confortable butacón, en una de las cimas de la literatura del bienestar.
En el recetario para entregarse a los pinceles en plena crisis de los cuarenta y sin formación alguna, Churchill explica que llegó al lienzo para liberar ansiedades. “Carecía de medios para aliviarla”, dice. Y trata de jugar a las metáforas –un “animal marino sacado de las profundidades”- para explicar que sus venas “corrían el riesgo de reventar por una bajada de presión”.
Tocado por las musas
Así, de la caja de puros a la caja de pinturas, de las habitaciones donde se decide el mundo a los paisajes al aire libre, recomienda a los pintores de fin de semana no ser demasiado ambiciosos con los resultados. Conténtense con “el placentero viaje”. Una droga para la que “la Audacia es el único billete”. Una retórica propia de ese (no tan inaudito) Nobel.
“En un momento en el que todas las fibras de mi ser estaban inflamadas por el deseo de acción, me vi obligado a ser un mero espectador de la tragedia, aunque cruelmente emplazado en el asiento delantero”, vamos que le pusieron a pintar monas. “Y fue entonces cuando la Musa de la Pintura [las mayúsculas son de Churchill] vino en mi auxilio y me dijo: ¿Te sirven de algo estos juguetes? A algunas personas les divierten”. Sí, es lo que parece.
Lo peor está por venir. Churchill encuentra en la comparación entre la pintura y la guerra una salida habitual para hacerse explicar, como un bárbaro: “Uno empieza a ver, por ejemplo, que pintar un cuadro es como librar una batalla; y que el intento de pintar un cuadro se parece al intento de librar una batalla. Y que es, en sí mismo, más emocionante que ganarla”.
Enfrascado en el símil, aclara que en toda batalla hay dos cosas que se le exigen al comandante. La primera, trazar un buen plan para su ejército. Dos, mantener una reserva fuerte. Justo lo que necesita el pintor, al parecer. Trazar un buen plan de ataque requiere hacer un reconocimiento minucioso del terreno en el que se librará “la batalla”. “Sus campos, sus montañas, sus ríos y sus puentes, sus flores y su ambiente”, y hacerlo atentamente. Pero no todo es reconocer, “también debe estudiar los éxitos de los grandes capitanes del pasado”.
Los “grandes comandantes” –pintores, con sable- no pueden dejar el resultado de la contienda en manos de las tropas, porque “a falta de un mando superior que las dirija, tenderán a un lamentable desorden”. La masa sin orden está abocada a la desaparición. “Las masas por sí solas no cuentan para nada. Ni el pincel más grueso ni los colores más brillantes pueden causar la más mínima impresión”, y así es como el campo de batalla pictórico deviene “un mar de barro compasivamente velado por la niebla de la guerra” y una severa derrota. Y así es como un tratado de ocio se convierte en un manifiesto del político que duda de la soberanía de su pueblo.
Gustos y aficiones clasistas
“Para el hombre público, cultivar una afición y nuevos campos de interés debe ser una cuestión de vital importancia”, explica, dando por hecho que los “hombres” públicos son tan afortunados que tienen tiempo y dinero de sobra para entregarse a la labranza de su intelecto. El resto de “hombres”, los ignorados, al parecer no tienen entre sus tareas estos deberes.
Por si no nos había quedado claro el clasismo desatado del Primer Ministro británico, padre de la concordia, añade que hay tres clases de “seres humanos”: “Aquellos que se matan a trabajar, aquellos a los que les mata la preocupación y los que se mueren de aburrimiento”. Como ya se pueden imaginar, a los obreros, agotados, “es inútil ofrecerles jugar un partido de fútbol”. Por supuesto, al “político, al profesional o al hombre de negocios que ha estado atendiendo a cosas serias durante seis días”, no se le pueden ofrecer “nimiedades” el fin de semana.
Gracias a reflexiones de este calado es como la caja de pinturas ha sido considerada un objeto de lujo, propio de la antigua clase dominante, nueva casta. La misma clase que con los años utiliza su posición de privilegio para pedir exenciones fiscales en las tasas de sucesión a cambio del legado “pictórico” de Churchill.
La BBC informaba esta semana que la familia del ex Primer Ministro ofreció al Estado británico 38 pinturas del genio de la guerra para resolver el reparto de la herencia, tras el fallecimiento de la hija menor de Churchill. Jardines, vacaciones familiares, escenas costumbristas en la mansión familiar, en Kent. Pintó más de 500 cuadros, que se venden en las casas de subastas y son interpretadas por los especialistas como “un tesoro nacional de gran importancia histórica y artística”.
Llueven bombas y Winston Churchill se aburre. En 1915, a finales de mayo, deja el Almirantazgo pero mantiene su lugar de privilegio en medio de la Gran Guerra como miembro del Gabinete y del Consejo de Guerra del Reino Unido. “Era una posición en la que lo sabía todo y no podía hacer nada”. Está deprimido, tiene 41 años y ha perdido la libertad de actuación ejecutiva sobre el tablero bélico. En Europa los militares celebran sus días de gloria y él no está en la pomada, sino en la retaguardia, como un vulgar consejero.
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