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Thom Yorke te vende su disco a 5 euros
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éxito absoluto: un millón en seis días

Thom Yorke te vende su disco a 5 euros

La industria discográfica reinventa la venta de sus productos una y otra vez para lograr mayores márgenes. El advenimiento de internet, el mp3, el negacionismo original

Foto:  El vocalista y guitarrista de la banda británica Radiohead, Thom Yorke, en el Festival Frequency de 2009. (EFE)
El vocalista y guitarrista de la banda británica Radiohead, Thom Yorke, en el Festival Frequency de 2009. (EFE)

La industria discográfica reinventa la venta de sus productos una y otra vez para lograr mayores márgenes. El advenimiento de internet, el mp3, el negacionismo original de la industria a la necesidad de un nuevo negociado entre sellos, artistas y público y las plataformas que, de Napster a Spotify, han redefinido en apenas tres lustros el consumo musical. Han conducido a un estado de confusión, en que el debate sobre cómo escuchamos música ha hecho un adelantamiento histórico al que debería importar más: el de qué música escuchamos.

Thom Yorke, líder de la banda británica Radiohead, ha relevado a U2 esta semana, con la enésima propuesta de cómo debemos acceder a la música en el siglo XXI, ofreciendo de improviso su segundo álbum en solitario, Tomorrow's Modern Boxes, a través del sistema de intercambio de archivos BitTorrent a menos de cinco euros la descarga. Y el éxito ha sido total: un millón de ventas en seis días.

La propuesta de Yorke suena mejor a priori que la subrepticia intromisión de U2 en los dispositivos Apple de 500.000 usuarios, que se desayunan desde hace unas semanas con el último disco de los irlandeses embutronado en su librería de iTunes. Pero, ¿esta vez va en serio o la búsqueda de una nueva forma de distribución musical es todavía el frenético eslalon de un pollo sin cabeza?

Oportunidades (digitales) por descubrir

La dialéctica entre la música y el libre albedrío que amparan las plataformas peer-to-peer (eMule, BitTorrent...) o los servicios de streaming (Spotify, Deezer...) está hoy abonada al victimismo y al “nos roban”, pero entre 2000 y 2001 dos grupos de gran popularidad propusieron una narración alternativa que, por desgracia, no ha tenido continuidad: precisamente, los Radiohead de Thom Yorke y los estadounidenses Wilco.

En julio de 2000, ocho canciones de la esperadísima continuación del Ok Computer de Radiohead –un Kid A que creó un nuevo canon de rock fin de siècle, electrónico y alienante– se filtraron en Napster y fueron descargadas por millones de usuarios del sufrido servicio ideado por Sean Parker, que requería una paciencia infinita de la que seguro que se mofará algún día nuestra progenie.

La falta de precedentes de aquel acceso a discreción a un producto pendiente de empaquetar amparó un horror vacui en la industria, según el cual nadie tarifaría por la copia física de algo que ya copaba la lista de reproducción de su Winamp. En cambio, Kid A fue el primer álbum de Radiohead en ocupar el número 1 del Billboard estadounidense y se despacharon de él un total de 4 millones de copias. En los ingenuos días del efecto 2000 y de los módems de 56 Kbps, internet no parecía el coco, sino el más firme candidato a reemplazar a las estrellas del vídeo y de la radio.

Un año más tarde, la banda de rock Wilco volvería a contar con la Red como aliada en el final feliz del que todavía es su mejor trabajo: un Yankee Hotel Foxtrot, que podría haber descarrilado irremediablemente la trayectoria de los de Jeff Tweedy, y del que vendieron en cambio casi 700.000 ejemplares.

Rescatado de la basura

La discográfica Reprise, filial de Warner Music, se negó a publicar un álbum con elementos electrónicos y largos minutajes, inéditos en la trayectoria previa de la banda y que nublaron inexplicablemente el cálculo del techo comercial de una colección de canciones que contaba con himnos irresistibles como Jesus, Etc. o Ashes of American Flags. En otros tiempos, la negativa no habría dejado a la banda otra alternativa que la de tirar los masters a la basura. Pero Wilco compraron esas cintas por 50.000 dólares y respondieron a una filtración de varios mp3 con tufo a venganza de parte de Warner permitiendo escuchar gratuitamente el disco íntegro en streaming a través de su web.

Esa valiente decisión quintuplicó el tráfico de la página de la banda y avivó una puja por un disco que no sólo no perdió atractivo por su guadianesco paso por la Red, sino que fue comprado y promocionado a bombo y platillo por Nonesuch Records, un vergel alternativo afiliado paradójicamente a Warner. Se cerró así un ciclo que instaló en el imaginario colectivo un segundo y convincente alegato sobre las potencialidades del binomio entre música e internet.

Que viene el lobo

En los años siguientes, no está claro si las fascinantes intrahistorias de Kid A y Yankee Hotel Foxtrot se revelaron como las primeras monerías de una criatura que evolucionó luego en una hidra devora-márgenes o si el rodillo de PR del lobby discográfico nos metió a todos en el hipotálamo que internet iba a llevarse a la música por delante. De un modo u otro, la caída de las cifras de ventas sí reveló una complacencia colectiva en el todo gratis que puso en jaque a una industria decadente que llevaba años pastoreando a artistas en limusinas, pagando viajes a periodistas para entrevistas de lanzamiento de discos infames y cometiendo otros excesos derivados de décadas como único intermediario entre los músicos y el público.

Las estrategias para lidiar con ese tsunami pueden agruparse en dos categorías. Por un lado, la de las argucias con las que impedir –o, más bien, retrasar– las filtraciones de discos en Internet, que incluye trapacerías como grabar en secreto y publicar de golpe (Beyoncé, David Bowie...) o hasta la absurda excentricidad de distribuir copias de promoción para medios en vinilo (White Stripes).

El segundo grupo, mucho más digno de glosa pero hasta la fecha igual de fallido, es el de los métodos no para sabotear el engranaje del peer-to-peer o pillar al consumidor con el pie cambiado, sino para plantear unas nuevas reglas en el juego de la distribución que ganen en atractivo a la descarga pirata y planteen un win-win para artistas, público y, en algunos casos, hasta para esa industria prehistórica atrincherada en la convicción de que el suyo volverá a ser un negocio billonario.

La sensación es que lo hemos cambiado todo para no cambiar nada, pero quién sabe si el corolario de todo este profetismo de patio de escuela es que por fin vamos a volver a hablar de qué música escuchamos en lugar de cómo. En esa dirección apunta precisamente el descalabro reciente de U2, criticado con tanta beligerancia por su dimensión tecnológica como por haber alumbrado un disco mediocre.

La industria discográfica reinventa la venta de sus productos una y otra vez para lograr mayores márgenes. El advenimiento de internet, el mp3, el negacionismo original de la industria a la necesidad de un nuevo negociado entre sellos, artistas y público y las plataformas que, de Napster a Spotify, han redefinido en apenas tres lustros el consumo musical. Han conducido a un estado de confusión, en que el debate sobre cómo escuchamos música ha hecho un adelantamiento histórico al que debería importar más: el de qué música escuchamos.

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