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Joaquín Collado, mirón de los bajos fondos
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tres exposiciones rescatan al fotógrafo desconocido

Joaquín Collado, mirón de los bajos fondos

Las fotos que no se olvidan jamás son las que se escapan. “La fotografía que pierdes es porque te falta coraje”, dice Joaquín Collado, casi 84

Las fotos que no se olvidan jamás son las que se escapan. “La fotografía que pierdes es porque te falta coraje”, dice Joaquín Collado, casi 84 años de edad, contable en un banco, fotógrafo de fin de semana, casi 40.000 negativos después y más de cinco décadas congelando Valencia, y todavía recuerda aquella imagen de la monja, un convento, al fondo prostitutas y clientes, en primer plano un niño que vende marcos de cuadros... Una foto excelente, capaz de convertirse en el icono de la obra de cualquiera. Una foto que se le echa de menos.

Es un caso único este de Collado. Su apellido no figura entre los más de 600 que forman el primer Diccionario de fotógrafos españoles, editado hace unos meses por La Fábrica y Acción Cultural Española. Es un completo desconocido fuera de su ciudad, que ahora le rinde el mayor homenaje que ha tenido jamás con tres exposiciones, de las que destaca la del MUVIM, donde se enseñan las series de Barrio chino, Plaza de San Esteban, Gitanos y Rastro.

Aficionado y peleón, marchaba a los bajos fondos con su cámara. “Yo he hecho una cosa más doméstica, pero he puesto el alma”. Así es como la voluntad le llevó un día hasta el barrio chino. “Ché, tengo que ir”. Collado, el contable, se transformaba en el espíritu de Robert Capa para arrimarse al toro y jugársela.

No era un profesional, no iba a ganar dinero con esas fotos, pero bajó hasta las calles, en las que se movían prostitutas, proxenetas, clientes y mirones. Una fauna espectacular de la que Collado ha dejado memoria, como hizo Joan Colom diez años antes, en los sesenta, en el Chino de Barcelona. Colom era otro oficinista gris que para aliviar lacarga de las cuentas bajaba con su cámara, hasta que fue descubierto y enmudeció de miedo las cuatro décadas siguientes.

Querrían llevarse un cachito de realidad a su casa y archivarlo meticulosamente. Saciar su curiosidad y dejar constancia del ambientazo de las calles más concurridas de la versión menos amable de la ciudad. Los fotógrafos de labores domésticas no se arriesgan así. Collado incluye los negativos en la carpeta y los fecha, incluye el tipo de película y la exposición. Ni una institución se ha interesado por el estado de salud de sus fondos.

Toser y disparar

Collado en el Chino esconde la cámara. Baja un día, y repite dos años más tarde. Tira más de cuarenta fotos. A veces pide permiso, la mayoría no. “Me acoplaba al ambiente: las prostitutas, los clientes, los mirones”. Siempre con la cámara lo más disimulada que podía. “Me la apretaba contra la pierna, aquí”, y se toca a la altura del bolsillo. El resultado es uno de los trabajos más sórdidos.

Trataba de tapar la cámara todo lo que podía con la mano. Y a pesar de las precauciones había un inconveniente insuperable o casi: “Mi cámara cuando disparaba, el obturador hacía un ruido espantoso”. ¿Remedio? Toser. “Cada vez que disparaba, tosía”. Y si algo fallaba era más joven, “podía salir corriendo”, dice con mucho humor.

Es el día de las campanas. Cuando por fin callan aparecen los vencejos, que juegan alrededor de la cúpula de la Iglesia del Carmen, y la voz de Collado vuelve de nuevo. Enumera todas las cámaras que ha tenido, desde que en 1959 compró la primera para no dejar escapar la vida de su hijo recién nacido. “Pero poco a poco me doy cuenta de que me apasiona la fotografía”. Sin aprender de nadie. Todo lo que sabe lo aprendió en el laboratorio que se montó en el cuarto de la ropa.

El tamaño de la felicidad

“El fotógrafo debe ser riguroso, no debe jugar a las mentiras”, dice. La paciencia también, la intención por supuesto. Y empatía, hablar, acercarse al otro y derribar los estereotipos. Las primeras revistas de fotógrafos extranjeros las compró en los setenta, hasta entonces nada. “Yo no he copiado de nadie”, aunque siente especial predilección por las imágenes de Gabriel Cualladó y Francesc Català-Roca. “Soy una persona que practica una fotografía parecida a todos ellos, ni mejor ni peor. Soy uno de ellos”.

Un día en los setenta pasa cerca de un poblado gitano y los chavales le llaman. Quieren que les haga fotos. Accede y termina por retratar a toda la comunidad en una mañana, con los niños entregados a su cámara y los mayores sonriendo. Abajo los prejuicios. Collado visita la exclusión social y la dignifica, sin ironía ni sarcasmo, con el drama de los encuadres de urgencia.

Los fotógrafos que escuchan y miran, ven las mareas y tormentas de sus retratados. Collado supo hacerlo, incluso cuando no sabían que él miraba. Suele hablar de la felicidad y el resto de comensales de la terraza, en la que las campanas han vuelto a repicar con insistencia, pegan el oído atentamente a ver si pueden sacar algo en claro de la voz de la experiencia. Señala a su cámara digital: “Con esto que he hecho yo ya soy feliz”. Es posible que la felicidad sea del tamaño de un negativo. Al terminar su menta poleo y recoger sus cosas, la mesa de al lado se percata y le entrega una servilleta-retrato. El cazador ha sido cazado.

Las fotos que no se olvidan jamás son las que se escapan. “La fotografía que pierdes es porque te falta coraje”, dice Joaquín Collado, casi 84 años de edad, contable en un banco, fotógrafo de fin de semana, casi 40.000 negativos después y más de cinco décadas congelando Valencia, y todavía recuerda aquella imagen de la monja, un convento, al fondo prostitutas y clientes, en primer plano un niño que vende marcos de cuadros... Una foto excelente, capaz de convertirse en el icono de la obra de cualquiera. Una foto que se le echa de menos.

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