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Prohibido tocarse antes de la boda
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eduardo halfon publica 'monasterio'

Prohibido tocarse antes de la boda

“Mi papá agarró el teléfono, gritó un rato, intentó disuadirla otro rato, y después, resignado, le pidió o suplicó que nos esperara, que íbamos en camino”.

Foto: Eduardo Halfon. (Paula Morales)
Eduardo Halfon. (Paula Morales)

“Mi papá agarró el teléfono, gritó un rato, intentó disuadirla otro rato, y después, resignado, le pidió o suplicó que nos esperara, que íbamos en camino”. La hija menor llamaba a sus padres en Guatemala desde un teléfono público de Jerusalén, había conocido a un judío ortodoxo norteamericano y se casaría con él. Ella llevaba dos años viviendo y estudiando la Torá y otros textos rabínicos en una yeshivá de mujeres en Jerusalén.

“Al principio todos pensamos que era nada más que una leve fiebre sionista o hebraica, un arrebato juvenil por encontrar manifestaciones más profundas de la religión de nuestros abuelos, y que ya se le pasaría”. Pero no, iba en serio. El escritor guatemalteco Eduardo Halfon cuenta en Monasterio (Libros del Asteroide) su encontronazo con las raíces, la historia, las fronteras, la identidad, el odio, la soberbia, la intolerancia, el racismo y tantas otras cosas bonitas que hacen del ser humano algo único y miserable.

Halfon continúa ofreciendo sus sabias instrucciones para sobrevivir a la familia –después de El boxeador polaco y La pirueta-, en primera persona, a medio camino entre la ficción y la autobiografía, con una novela sin grasa (poco más de 120 páginas) y honesta. La verdad importa, porque de la vida más aburrida puede nacer un novelón. Monasterio es una exacta mirada sobre la incoherencia humana.

Yo, yo y yo

La autobiografía es un género en el que el argumento es algo secundario, y se confirma en el nuevo título de Halfon. El pretexto es la boda y, a pesar de la tragedia con la que vive la familia el acontecimiento, el fondo es el conflicto. No sólo se desatan hostilidades, desavenencias o traumas familiares, también hay colisiones con el entorno fanático de la religión, el reencuentro con la herencia de los antepasados, la negligencia de las fronteras políticas y, sobre todo, la supervivencia a todo ello.

“Era importarme preguntarme por las mentiras que contamos y utilizamos para salvarnos”, explica el escritor a este periódico. El poder de la palabra frente a la impotencia de la palabra para encontrar la salvación. ¿Puede la palabra hacer algo ante la intolerancia y el odio? “No sé si puede, no sé si los escritores podemos, pero el libro trata de acercarse a esa pregunta”. Acercarse a la pregunta, no a la respuesta. “Ninguna de las preguntas tiene una sola respuesta”, añade.

De ahí que la honestidad sea tan importante, porque es el compromiso especial que el autor establece con el lector, para mostrarle sus infiernos. “El bisabuelo judío de un amigo, le dije a Tamara intentando no mirar sus pantorrillas redondas y suaves, consiguió salir de Alemania con los papeles de identidad que le quitó a un soldado alemán, a un soldado nazi de apellido Neuman. Salió disfrazado de uno de los soldados alemanes que querían matarlo. Se hizo pasar por otro y así se salvó”, cuenta el narrador. Y aquí debemos volver a incidir en el disfraz como chaleco salvavidas.

La fórmula del éxito

El autor se reconoce como un pianista frustrado, por eso cree en la hipnosis del lector, cómo suena lo que se lee. La música de las palabras, las repeticiones, el tambor de las frases, la musicalidad del lenguaje. La fórmula de la conmoción del lector depende de cuatro claves: “Humor en el momento de mayor incomodidad, un poco de erotismo en el momento más solemne, hacer crecer el relato en intensidad y hacer de las palabras música”.

En ese viaje musical, el autor y narrador se pregunta por los límites de su identidad, por los de su intolerancia, por su disfraz. “Tenía que entrar a un tema muy delicado, mi familia, mi rechazo por el judaísmo… A la gente le cuesta entender que soy judío y árabe, y además guatemalteco y español y norteamericano”.

La identidad es un compuesto de capasque crece y se degenera con cada nueva incorporación. “Ahora tratamos dereducir la identidad a una cosa: qué quiere decir que Francia es de los franceses, es una manera simplista y racista”, dice Halfon, que se reconoce como un combinado de mil salsas.

“Mi hermana y su novio anunciaron que, pese a ser un restaurante supuestamente kósher, no comerían nada en un lugar así, un así dicho con énfasis, en itálicas; y desdeñosos, alejados, susurrándose cosas entre ellos –prohibido tocarse hasta después de la boda-, nada más bebieron agua”.

Monasterio también explora esos límites identitarios y fronterizos como libro, porque ¿qué es Monasterio? En el drama de las definiciones, la extensión es más determinante que la aspiración del libro. Halfon ha escrito una novela, pero es breve, como él mismo dice, es un libro que crece en sentido vertical (profundidad) y no en horizontal (amplitud).

“Fui educado en una familia donde no había distinción, por eso me es natural no ver fronteras, pero el mundo te las impone. El mundo literario también. El librero quiere clasificar y saber si esto es un relato, un cuento o un novela”. De nuevo reducir, reducir, reducir.

“Mi papá agarró el teléfono, gritó un rato, intentó disuadirla otro rato, y después, resignado, le pidió o suplicó que nos esperara, que íbamos en camino”. La hija menor llamaba a sus padres en Guatemala desde un teléfono público de Jerusalén, había conocido a un judío ortodoxo norteamericano y se casaría con él. Ella llevaba dos años viviendo y estudiando la Torá y otros textos rabínicos en una yeshivá de mujeres en Jerusalén.