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Pedro Zarraluki: “Yo era anarquista, pero era un anarquista burgués”
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entrevista con el autor de 'te espero dentro'

Pedro Zarraluki: “Yo era anarquista, pero era un anarquista burgués”

El escritor analiza las claves de su última novela, 'Te espero dentro', un conjunto de relatos que muestran unas vidas que parecen haber tocado fondo

Foto: El escritor Perro Zarraluki presenta su nueva novela (EFE)
El escritor Perro Zarraluki presenta su nueva novela (EFE)

No fue en el servicio militar, que aprovechó para escribir una novela memorizando páginas enteras mientras cumplía guardias, sino donde recaló a renglón seguido. Pedro Zarraluki volvió a Barcelona y entró a trabajar en un restaurante regentado por anarquistas. Los turnos rotaban rigurosamente, de modo que el escritor en ciernes se enfrentó a una duda mientras el huevo frito crepitaba en la sartén: podía servir mesas, pero no sabía cocinar, porque en el fondo sólo quería escribir. En el pálpito de esa yema encontró el suyo. Reorganizó los turnos: sólo intercambiarían funciones los currantes de fuera de la cocina: “Yo era anarquista, sí, pero como siempre me decían, era un anarquista burgués”.

El autor barcelonés sonríe y tira de un Ducados cuya bola iridiscente quizás le ha recordado esa anécdota. Lo hace a las puertas del Salambó, el local (famoso por su parroquia de escritores con columna y galardones) que gestiona junto a un socio y amigo. Un trabajo que le permite desarrollar la segunda certeza que constató ante el huevo frito: trabajan en meses alternos, así que el resto del tiempo lo emplea en escribir. Sin prisa, como habla. Con esmero, como (chaleco y americana gris) viste. “En este librito”, ahora señala la recopilación de cuentos que sirve de excusa para esta entrevista, “invertí cuatro años”.

placeholder Portada de 'Te espero dentro', de Pedro Zarraluki (Editorial Destino)

El despacho de Zarraluki, en el primer piso del Salambó, parece una especie de cruce entre la cabina del proyector de un cine de madera y el despachito (la luz tamizada por las persianas entreabiertas) de Casablanca: ofrece una vista privilegiada para espiar desde arriba a los clientes sin que ellos se sientan fiscalizados.

Que es, precisamente, lo que sucede en Te espero dentro (Destino), su último libro: “Los personajes de estas historias no saben que se les observa”. Personajes anónimos que viven algún tipo de epifanía portátil, “algo que cruje en ellos”, sin previo aviso, friendo un huevo o recibiendo un beso en la frente, gestos mínimos detectados por la mirada de este autor barcelonés nacido en 1954 (joven para las vacas sagradas; consagrado para los emergentes) que, a la chita callando, acumula casi tantos libros como premios (del Anagrama al Nadal) sin aspavientos ni megalomanía.

PREGUNTA: Leemos para vivir muchas vidas en el poco tiempo que nos dejan estar vivos, pero con relatos como los de este libro, encima parece que leemos para poder ver los momentos cruciales a cámara superlenta y con posibilidad de zoom.

RESPUESTA: La idea de este libro es ésa. La vida es una larga situación de días monótonos, pero de repente hay algún día en que se produce un crujido. Ese instante en el que vas a tomar una decisión que cambiará tu vida o la percepción que tienes de ella. Esa es la idea que hilvana estos cuentos: ese crujido que cambia la vida de unos personajes y los convierte en otra cosa.

P. Pero esos momentos no parecen los más importantes. La idea esa de que cuando posamos para una fotografía automáticamente no nos mostramos como somos y, sin embargo, cuando el retratista nos coge con la guardia baja, somos nosotros.

R. Exacto. Esto lo dice muy bien Vila-Matas, de forma lúcida y generosa, en la frase promocional que nos cedió: encontrar el lugar desde el que explicar una lámina de vida y ocuparlo sin que se note. Eso es exactamente lo que pretendía. En realidad es lo que hacemos: un escritor debe ser un voyeur, escribir es observar. Si fuera pintor, me gustaría ser un buen retratista; no sería otra cosa, no me interesaría. Todos mis cuentos nacen de la observación curiosa de las personas, de gestos que he visto, de anécdotas que me han contado. Muchas cosas son verídicas. Como la del relato Teoría del saltamontes… ¿Lo recuerdas? Una mujer que jamás ha salido de la aldea y ve por primera vez la tele y lo toma todo de forma literal.

P. Sí. Me recuerda a un montón de historias. Algunos emigrantes gallegos en Alemania que regresaban al pueblo con una radio y avisaban de que nadie lo entendería porque el aparato hablaba en alemán; o una mujer de mi aldea que siempre pedía que la vistieran muy elegante para ver el Telediario, para estar bien guapa en su cita diaria con ese señor encorbatado y tan fino de las noticias…

odos mis cuentos nacen de la observación curiosa de las personas, de gestos que he visto, de anécdotas que me han contado

R. (Sonrisa) Hombre, esa también es preciosa. La del cuento le pasó a un amigo biólogo. De joven, trabajó en la comisión ballenera en el muelle pesquero de Caneliñas. Era muy jovencito y lo cuidaba una mujer que jamás había salido de allí. Cuando en el 84 o 85 prohibieron la caza se fue para no volver. Pero le regaló a esa señora un televisor. La buena mujer no podía entender las películas ni los anuncios. Veía El Padrino y se creía todo, literal: el protagonista era un gran hombre y la boda estupenda. Y luego pensaba que la historia seguía en los anuncios. Se creía todo y, claro, se volvía loca. No sabía lo que era una elipsis. Con historias así te das cuenta de la cantidad de códigos asimilados que empleamos cuando explicamos una historia, o cuando escribimos…

P. Y supongo que esos recursos son más útiles aún en sus cuentos. ¿Cómo empieza, en qué instante, a escribir un cuento?

R. Puede nacer como te he comentado, de algo que veo o escucho, pero también de una idea abstracta que quiero plasmar. Por ejemplo, en La niña vuelve, yo puedo pensar en una sobrina que ha ido acumulando novietes sin importancia. Y quiero hablar de cuando a veces cargamos con una vida que no deseamos por fidelidad a lo que hemos decidido, aunque nos haga desgraciados. A partir de ahí, bueno, pues todo ese castillo de naipes se puede venir abajo por un simple beso en la frente que a la protagonista le recuerda una situación humillante de la infancia... Un gesto muy pequeño que aniquila toda esa ficción que vives.

P. ¿Siempre tiene planeado ese giro?

R. No, hombre, también está la sorpresa. Pero siempre tengo claras las escenas. En la novela puedes ir un poco más a ciegas que en los relatos. Pero siempre te puedes sorprender.

P. Leyendo sus cuentos, que funcionan como relojes, lo más difícil parece saber darlos por acabados.

R. Escribir es corregir. Y en el cuento mucho más. El 80% del tiempo que le dedico es corrección. Sobre todo en los diálogos: si no me los creo es terrible. Pasa con los pintores, no saben cuándo una capa mejora su obra o empieza a empeorarla. Hay muchas formas de salir de un cuento. Por ejemplo, me encanta que acumule mucha tensión y que el final no cumpla y sea plácido.

El escritor Pedro Zarraluki (EFE)

P. Su idea de placidez o de humor es algo más turbia que la que podría consultarse en un diccionario…

R. Es posible, sí. Pero para mí es así.

P. Sus personajes tienen nombres normales y parecen a priori anodinos. Sus relatos parecen el elogio del secundario o del extra convertido en protagonista. ¿Es ésa la función principal de la literatura, mostrar esas historias?

R. Yo siempre disfruto más con los secundarios que con los protagonistas. En el cuento es todo un reto: has de lograr que el personaje esté vivo con tres pinceladas. Siempre me han interesado más esas historias en las que no te fijas tan fácilmente.

P. Quizás esta apuesta sea más difícil en momentos históricos agitados, aunque usted también lo hizo. Como en Un encargo difícil, con la posguerra civil española.

R. Sí, solo tengo una novela histórica. Pero ahí también me escabullí. Me fui a Cabrera para evitar la Historia en mayúsculas. Hasta los militares destinados allí ante un hipotético ataque inglés eran como de broma: esperaban al enemigo pero nadie iba a aparecer en ese sitio de mierda. Lo que creo que puedo hacer es buscar personajes muy normales y encerrarlos en un sitio para que surja la fricción.

P. Si escribiera una novela ambientada en la Barcelona de 2014 sería aún más difícil escapar de algunos conflictos actuales.

El humores una herramienta fundamental en un escritor como yo. A mí nunca me ha gustado el humor grotesco, la piel de plátano y el resbalón. O el chiste grueso. Pero, aun así, mi humor es cada vez más serio

R. Es que una novela ambientada en Barcelona ahora no podría eludir la crisis, claro. Y ni siquiera sería por una cuestión ideológica y mucho menos panfletaria. Cómo no va a salir esto, es inevitable. Nos rodea.

P. Es fascinante ese personaje femenino adicta a la leche condensada. Leía hace poco lo que decía la columnista Caitlin Moran: que muchas amas de casas eran adictas a la comida porque era la única adicción, no como la cocaína o incluso el alcohol, que les permitía seguir con sus rutinas, aunque fuera cobrando más quilos y más desprecios.

R. Es que la literatura está hecha de los pequeños detalles. Los divinos detalles, que decía Nabokov. Decía algo así como que una historia se puede contar con cuatro palabras, pero el interés es enriquecerla con detalles. En el caso de la leche condensada era una mujer atormentada por algo que le había pasado. Buscaba qué haría alguien que está en el límite, se mantiene, pero claramente es rara. Toma leche condensada todo el rato, en el cine le dice a su novio que el de al lado la ha tocado y luego lo niega… Bien, a mí no me gusta decir: “Era una mujer algo tocada, estaba desequilibrada”. No, prefiero que se intuya deslizando detalles más sutiles.

P. Detalles en los que se forja el carácter. Como ese ritual de iniciación en el sexo, casi simétrico pero a la vez completamente antónimo, de un niño y una niña en una tienda.

R. Esto de que una vendedora te lleve a la trastienda y pase lo que pasa le sucedió a un amigo y era motivo de orgullo. Pero, claro, si es una niña, si es un hombre el que la lleva a la trastienda, la cosa cruje, ahí está el interés, por eso no muestro el final…

P. Incluso ahí hay humor. El humorismo español, quizás por mostrar la precariedad, tiende al esperpento, al sainete… Y es lógico. Usted suele evitar ese tono.

R. El humores una herramienta fundamental en un escritor como yo. A mí nunca me ha gustado el humor grotesco, la piel de plátano y el resbalón. O el chiste grueso. Pero, aun así, mi humor es cada vez más serio. Ahora ha salido la edición italiana de La historia del silencio, de hace 20 años, y mi humor allí es el de “qué bonita es la vida”. Mi humor ahora es más soterrado, es de “qué bonita es la vida, a pesar de todo”.

P. En la siguiente será: “Todo es horrible, y encima se acaba, riámonos porque no hay otra”. El otro día se me ocurría que el humor es la única arma que los ateos tienen ante el paso del tiempo (y contra lo que hay si deja de pasar).

placeholder El escritor Pedro Zarraluki (CC)

R. Exacto. Pero siempre estará ahí. Quizás padezco algún tipo de locura, pero en estos relatos me parece que hay momentos muy cómicos: cuando el protagonista está con una prostituta, los pantalones bajados, y le suena el móvil y se dan un cabezazo… O cuando ese otro personaje descubre las cintas de porno en un cajón… Aun así, no me considero un escritor humorístico, lo empleo como lo empleo en la vida.

P. Ahora me dice que puede escribir tranquilamente en su casa del Empordà, o en Barcelona, aprovechando los turnos con su socio. Incluso en este restaurante parece todo muy tranquilo. Pero usted empezó a escribir en la Barcelona de finales de los setenta, la del ruido. Parece imposible.

R. Escribí una novela y tuve un momento de suerte maravilloso. Fui a un librero de Pedralbes, donde vivía, y lo llevé a encuadernar. Uno se lo di a Seix Barral, y estaba José María Carandell. Le interesó mucho, pero lo echaron poco después, así que no pudo sacarlo. Pero me llevó a sus tertulias, con Goytisolo, Marsé…

P. ¿Dónde se celebraban?

R. Iban cambiando de sitio porque siempre había amenazas de bomba, era más o menos en el 75… Al acabar la tertulia nos íbamos a Bocaccio: yo era el jovencito y para mí eran como dioses. La otra es que en el bloque de la librería vivía Carmen Balcells, así que el librero le dio una copia. Poco después ella bajó y le dijo: te la publico. Sin yo saber nada de toda la operación, recibí una llamada: Hola, soy Carmen Balcells y quiero ser tu representante.

P. Volvamos a las tertulias. ¿De qué se hablaba? No sé de qué hablan ahora aquí, pero aquel era un momento peliagudo.

R. No me acuerdo.

P. Eso debían ser las juergas de después, que amnesiaban todo.

Cuando tenía que estar en capitanía haciendo guardia dos horas, vigilando la puerta, lo que hacía era escribir memorizando dos folios mentalmente, y al llegar al piso o al bar los escribía

R. (Risas) No, hombre, es que hace muchos años. Se leían poemas, se hablaba mucho de política, porque era una época muy interesante, de cambios… Y se creó la asociación de escritores. Me invitaron al congreso como representante de los escritores inéditos; fui en representación de un ejército de fantasmas, con ponencia y todo… Eso es lo que más recuerdo.

P. ¿Tenía que trabajar para poder escribir?

R. Luego sí. Pero poco después de aquella época hice la mili, en Canarias.

P. ¿Y la empleó para escribir?

R. Sí, sí. Tuve suerte porque me enchufaron y vivía en un piso con amigos y me pasaba la tarde en el bar escribiendo. Y cuando tenía que estar en capitanía haciendo guardia dos horas, vigilando la puerta, lo que hacía era escribir memorizando dos folios mentalmente, y al llegar al piso o al bar los escribía. Pero se me colaba todo el mundo, el bedel me echaba bronca: “¡Pedro! Joder, ¡se te han vuelto a colar tres!” (Risas). Pero ya entonces sabía que sólo quería escribir. El resto importaba menos.

No fue en el servicio militar, que aprovechó para escribir una novela memorizando páginas enteras mientras cumplía guardias, sino donde recaló a renglón seguido. Pedro Zarraluki volvió a Barcelona y entró a trabajar en un restaurante regentado por anarquistas. Los turnos rotaban rigurosamente, de modo que el escritor en ciernes se enfrentó a una duda mientras el huevo frito crepitaba en la sartén: podía servir mesas, pero no sabía cocinar, porque en el fondo sólo quería escribir. En el pálpito de esa yema encontró el suyo. Reorganizó los turnos: sólo intercambiarían funciones los currantes de fuera de la cocina: “Yo era anarquista, sí, pero como siempre me decían, era un anarquista burgués”.

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