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La guitarra flamenca era él
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afianzó el instrumento español lejos de españa

La guitarra flamenca era él

No hay sombra más alargada en las músicas españolas contemporáneas. Ni prestigio de obra que aguante más bombas. Paco de Lucía, el trabajador de la cultura

No hay sombra más alargada en las músicas españolas contemporáneas. Ni prestigio de obra que aguante más bombas. Paco de Lucía, el trabajador de la cultura que dignificó como pocos el oficio de guitarrista flamenco, desaparece sin el previo aviso de una enfermedad. Como otros grandes de su palo, se va por un accidente que deja el corazón partido. Sorprendiendo al mundo entero de un flamenco que busca rumbos nuevos en este siglo que apenas despunta. Porque en el reino de taifas que siempre fue el flamenco, pocas figuras hay como Paco de Lucía que esquiven el odio y la envidia en este país caníbal.

Francisco Sánchez Gómez, que así lo bautizaron, deja medio siglo de carrera artística que bien puede servir de hoja de ruta para comprender a carta cabal el respeto creciente que ha ganado el flamenco, y por extensión algunas músicas populares arrimadas a su vera, entre los públicos español e internacional. Pero conviene recordar el cuento de toda una vida desde sus comienzos.

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Paco, el niño Paco, vino al mundo el 21 de diciembre de 1947 en el barrio La Bajadilla de la Fuente Nueva, el segundo de los núcleos poblacionales surgidos en la bahía de Algeciras desde donde los días claros se puede mirar a África. Hijo de Antonio Sánchez y Lucía Gómez “la Portuguesa” (y de aquí viene su apellido artístico, Paco el de Lucía), el niño Paco pronto se relacionó con los ambientes flamencos vecinos y con el instrumento de seis cuerdas que iba a marcar su vida. Fue su hermano Ramón de Algeciras, nueve años mayor, quien tuteló los primeros pasos de su carrera musical, siempre bajo la mirada severa del padre Antonio, que ya en 1963 alentó el estreno familiar con el disco Los Chiquitos de Algeciras, grabado junto a su hermano cantaor Pepe de Lucía.

A mediados de los años sesenta, los dos de Algeciras, Ramón y Paco, ya se arreglaban para llamar la atención como nuevos valores del toque flamenco. En esencia, su apuesta artística intentó combinar dos escuelas fundamentales de la guitarra flamenca: por un lado, en el sevillano Niño Ricardo vio la técnica de las seis cuerdas y sus posibilidades de largo recorrido más allá del rol clásico en el flamenco. Y del guitarrista navarro Sabicas vislumbró la guitarra como un instrumento de concierto, con la importancia de un solista, por encima del papel de mero músico acompañante del cantaor, como se estilaba hasta esas fechas.

De esta época son álbumes grabados a mata caballo como Doce canciones de García Lorca, Dos guitarras flamencas en América Latina y Canciones andaluzas para dos guitarras. Eslabones nuevos para romper las cadenas que ceñían la guitarra, y el flamenco, al ámbito cerrado del tablao y las ventas de ocasión. Venían rumbos nuevos, ya en teatros, pabellones y plazas de toros.

Y pronto surgió la voz que iba a prestigiar al tocaor. Todavía en aquellos años sesenta, Paco de Lucía coincidió con un joven cantante de flamenco, pura irreverencia de futuro, llamado José Monge, pronto apodado Camarón de la Isla. Juntos, entre 1968 y 1977, registraron una decena de discos de flamenco que entran por derecho propio en el primer anaquel de la música popular hecha en España.

Entre medias, en 1973, Paco de Lucía registró la pieza que a la postre marcará su carrera: la vivaz rumba Entre dos aguas, incluida en el disco Fuente y caudal, señaló en rojo que el flamenco podía ser genuino pero también popular, tradicional y, por qué no, pop. “Soy un purista dentro de mi aureola de revolucionario. Sigo siendo purista porque he respetado siempre lo que es respetable. Lo que no tengo es la obediencia que siguen los puristas, pero sí el respeto que merece la esencia, lo antiguo, lo válido”, diría 30 años después al recoger el premio Príncipe de Asturias obtenido en 2004.

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Bien afianzado a lo mejor de la memoria, después de tocar a Lorca y a Manuel de Falla, después de abrir la puerta grande el Teatro Real de Madrid, Paco de Lucía y su influyente sexteto empezaron a derribar murallas invisibles. El guitarrista buscó contacto con otras músicas, se acercó al jazz y a la bossa nova, y en una de sus visitas a América encontró en el cajón afroperuano de Caitro Soto de la Colina una forma nueva de ampliar el campo rítmico del flamenco.

Y lo hizo apoyando a una generación única de instrumentistas versátiles madurados entre el jazz y el flamenco con sus cinco francotiradores por protagonistas: el saxofonista y flautista Jorge Pardo, el bajista Carles Benavent, los percusionistas Rubem Dantas y Tino Di Geraldo, y el cantaor Duquende. En 1991 se produjo su reencuentro con Camarón a través del disco Potro de rabia y miel, última grabación del cantaor, ya herido de muerte por el cáncer.

Fuera de España, poco antes se habían producido sus primeras asociaciones con los guitarristas Al Di Meola y John McLaughlin en álbumes de creciente presencia en los grandes mercados internacionales como Friday night in San Francisco (1981) y Passion, grace and fire (1983). Con Chick Corea grabó Touchstone (1982) y con el cantante brasileño Djavan colaboró en el disco Oceano (1989).

Despuntados ya los años noventa, Paco de Lucía entregó su homenaje al maestro Rodrigo con la grabación del Concierto de Aranjuez y, con América Latina siempre presente, cuida su relación creciente con el público hispanoamericano. En Sevilla, por la Expo 92, su genio encandiló al universo musical anglosajón en aquel festival antológico Leyendas de la Guitarra donde compartió escenario con instrumentistas del calado de B.B. King, Bo Diddley, George Benson, Roger Waters, Steve Vai, Roger McGuinn y Joe Satriani, entre otros. Faltaba poco, apenas nada, para que la guitarra española conquistara un respeto que ya no tendría vuelta atrás.

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En un verano eterno que dividía entre sus temporadas estivales en España y los inviernos suaves de Cancún, entre giras internacionales y su pasión nueva por el submarinismo y la pesca, Paco de Lucía se dedicó a irradiar su respeto por el oficio de músico y el apoyo a nuevos valores. Capítulo aparte merecerá su colaboración con Alejandro Sanz, quien luego contaminaría de guitarra con anhelos flamencos ese pop latino más accesible que ya es marca mainstream, como intentó a la manera española con su sobrina Malú.

Buscando siempre respeto para la música, sin distinción de clases, por un genuino amor al arte. Por todo esto reconforta pensar que su muerte prematura, porque con 66 años nadie se merece morir de un ataque al corazón, no impidió un reconocimiento popular e incluso académico. Doctor honoris causa de la Universidad de Cádiz y del Berklee College of Music en Boston, premio Príncipe de Asturias por “su dimensión universal” basada en la “honradez interpretativa”, Paco de Lucía deja tres días de luto, triste sombra negra en la última bahía de Europa, pero también un ejemplo insobornable de respeto por lo genuino como primer paso para crecer. Sana evolución más que agitada revolución, entre dos aguas.

No hay sombra más alargada en las músicas españolas contemporáneas. Ni prestigio de obra que aguante más bombas. Paco de Lucía, el trabajador de la cultura que dignificó como pocos el oficio de guitarrista flamenco, desaparece sin el previo aviso de una enfermedad. Como otros grandes de su palo, se va por un accidente que deja el corazón partido. Sorprendiendo al mundo entero de un flamenco que busca rumbos nuevos en este siglo que apenas despunta. Porque en el reino de taifas que siempre fue el flamenco, pocas figuras hay como Paco de Lucía que esquiven el odio y la envidia en este país caníbal.

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