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Una novela de tres minutos (que dura toda la vida)
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carlos zanón habla sobre 'Yo fui Johnny Thunders'

Una novela de tres minutos (que dura toda la vida)

Carlos Zanón publica 'Yo fui Johnny Thunders', una trama de regresos, crisis y traiciones en los bajos fondos barceloneses que avanza a ritmo de punk

Foto: Carlos Zanón, autor de 'Yo fui Johnny Thunders' (EFE)
Carlos Zanón, autor de 'Yo fui Johnny Thunders' (EFE)

Lo mejor de las canciones es que solo duran tres minutos y lo peor es que se acaban. Lo mejor de las buenas canciones, de las mejores, es que te hablan solo a ti y lo peor es que, por muy estupendo que te pongas, hay muchas personas como tú. Lo mejor de las grandes canciones es que su estribillo nunca se olvida y lo peor de las grandes canciones es que nunca puedes expulsar de tu cabeza esos estribillos.

La magia de una canción (ni los olores ni las imágenes ni el gesto ni siquiera la palabra a palo seco) estriba en su poder para teletransportarte a cualquier escenario pasado, pero ése es su peor conjuro: cuando regresas todo ha cambiado. Porque todos han cambiado (oh, dios, esto parece un verso de Celtas Cortos). Porque la canción ya no es la misma. Porque tú has cambiado. Y entonces es cuando vuelves a poner esa canción. Una y otra vez. Por si las moscas.

“Quería que esta novela tuviese la intensidad de una canción. Una novela que para mí durara tres minutos. No podía dejar caerla en ningún momento. Todo intenso, todo importante”, explica Carlos Zanón, con un pocillo de café diminuto en su mano de Hulk y un ejemplar de su último libro Yo fui Johnny Thunders (RBA) encima de la mesa de formica, “esas canciones que alguien componía al otro lado del mundo y que sonaban por la radio y que te decían: ‘Eh, chaval, acábate ya la cena, ¡que te estamos esperando a ti para tocarla!’”.

El protagonista de esta novela, Mr. Frankie, es un ex yonki que acaba de regresar al barrio para hacerse llamar Francis y buscar así otra identidad que le permita seguir con su vida. Un (casi) Francis que se estampa contra un barrio donde algún tramoyista ha movido todo imperceptiblemente (el iluminador se jubiló sin pensión hace tiempo), que aparece de espontáneo en un escenario tan desolado como derruido está él. Solo tiene claro “que hoy no quiere drogas ni sexo. Solo quiere regresar al país donde se enamoraba como en las canciones. Donde las canciones no mentían. Donde uno era inmortal porque deseaba y era deseado y alguien a mil kilómetros de allí había escrito y cantado una canción especialmente para eso. En el fondo se conformaría con poder regresar a la última vez que fue generoso”.

placeholder Portada de 'Yo fui Johnny Thunders', de Carlos Zanón

Un intento más: lo mejor de una canción es que puedes volver a ponerla, perseguir la primera vez. Lo peor de cuando pones una canción una y otra vez es que empiezas eufórico, sin ser consciente de que la has escuchado ya tres veces, para luego impostar esa primera emoción en la sexta, para retrasar morosamente esa última vez hasta que la canción pierde sentido (como si dices jamón muchas veces seguidas) y miras a tu alrededor y te sientes algo ridículo, algo empachado y sin embargo sin saciar, y no le ves mucho el punto a eso que acabas de hacer.

Como con la vida, vaya.“Como escritores siempre buscamos eso: la primera vez que pierdes la cabeza. Los primeros años de formación, la adolescencia, son el estado fundacional. Cada vez cuesta más esfuerzo sentir ese primer chispazo”, apunta el Zanón de 47 años.

“Frankie descifra el mundo a través de las canciones. Lo que nos sucede es que pasamos de los cuentos de hadas a las canciones de música pop. Falta un eslabón, ¿no? Igual Sandra Bullock hace una película y nos salva (carcajada, porque los escritores intensos suelen reírse de casi todo). Pero no encontramos eso a lo que agarrarnos durante los treinta y los cuarenta… Bueno, sí, algunos libros”.

Mr. Frankie tocó a finales de los ochenta con un Johnny Thunders vencido por el caballo, sin venas por explotar, con una piel de cetáceo estampada de archipiélagos morados. Ese Johnny Thunders que visitó los Toros en Madrid con el crítico maldito y talentoso Oriol Llopis y al que le dio gran aprensión toda esa sangre. Tocó con esa leyenda cuando Francis tenía todo por hacer, cuando gozaba de excedente de lozanía y feromonas y encanto, y eso no se lo quita nadie. Fue en la sala Magic, donde arranca esta novela con un negro pateando un balón contra la pared del pasaje. Pero luego todo se torció y ahora quiere enderezarlo: la pensión a su hijo, la relación con su padre, su propio destino. Try again, que cantaban Big Star.

Más gris que negro

La estación de metro del barrio de Horta huele a bikini (mixto, más allá del Ebro) con mantequilla generosa y en las casas de las vecinas del Zanón niño olía a caldo de verdura (ningún niño sabe de coles o de nabizas, el caldo huele a verdura). Aquí las puertas de salida aún son de hierro, como balcones bajos que se pueden saltar si tienes más ánimo que dinero, y en esos pisos de clase trabajadora pero aseada y sin apuros, la que se definía como media-baja(la evidencia en la punzada de orgullo por lo conseguido), las puertas eran de vidrio esmerilado color miel.

No soy nostálgico. Para mí Barcelona era lo que pasaba en el centro, pero tú estabas fuera. Yo no quiero a Barcelona, tampoco nos caemos fatal, pero es sólo un escenario donde suceden cosas y donde vive la gente que he querido

En la novela, Mr. Frankie regresa a los escenarios de sus cuitas infantiles, persiguiendo primeras veces por última vez, y en esta entrevista Zanón charla sobre su novela más sentimental y suya mientras pasea por esos mismos enclaves. No trata muy bien a la ciudad, alguien cita a Marsé (no ha sido la dueña del bar, ahora absorta en la resolución de un crucigrama) pero él es más desapegado: “No soy nostálgico. Para mí Barcelona era lo que pasaba en el centro, pero tú estabas fuera. Yo no quiero a Barcelona, tampoco nos caemos fatal, pero es sólo un escenario donde suceden cosas y donde vive la gente que he querido”.

Zanón es un escritor montaña, muy alto, con una levita de invierno negra y un jersey de cuello de cisne azul; uno sentiría la tentación de colgarse de su espalda como un koala y buscar gresca; al fin y al cabo, además de grande, es un escritor asociado al género negro, a la sordidez y los mandobles. Pero la violencia no le gusta demasiado: “Es que no sé si he hecho una novela negra. Soy incapaz de ensalzar la violencia gratuita. Además, todo da más miedo cuando te imaginas el monstruo, cuando no lo muestras”. Como en La mujer pantera de Tourneur. “O como en Depredador. Una vez lo ves, ya lo reconoces y te relajas. Hay violencias mucho más dañinas. Por ejemplo, un entorno familiar que te convierte en un ser demasiado miedoso, que condiciona tu vida, que no te deja ser tú”.

Dentro de este bar de la Plaza Ibiza la dueña fuma un pitillo de Winston (un gesto anacrónico, una marca ahora barata y antes no tanto), apunta con la bola iridiscente y pregunta: “Nena, ¿adúltera cèlebre de la literatura? ¡Ambsislletres!”. En Yo fui Johnny Thunders los personajes hablan casi siempre castellano, a veces con acento de magrebí y otras con giros de electro latino, y en ocasiones, incluso en catalán: “Puede parecer una tontería, pero quería ser fiel también a eso: era lo que yo escuchaba de pequeño y también lo que veía”. Así, “el bocata de tunyinaregalima” (porque eso hace un bocadillo de atún en la Barcelona de barrio) y los personajes pueden tener un fucking problema (o más de uno).

Zanón sabe actualizar, y no es fácil, los ambientes de los llamados-bajos-fondos, el crisol de nuevas comunidades casi invisibles que regentan comercios y venden latas: “La abuela de mi mejor amigo venía de Andalucía. Era de esas señoras vestidas totalmente de negro, silenciosas, herméticas. Siempre estaba viendo Barrio Sésamo. Pues si ves a una señora marroquí, por ejemplo, sería algo parecido. Lo que pasa es que el código de lo bueno o lo malo, la forma de ver todo, ha mutado, no es solo uno, la gente no se comunica, así que no se entiende. Eso no significa que ese tipo de personajes sean ni buenos ni malos. Siempre hay que luchar contra el cliché, ser lúcido. Retuerce un poco el tópico, hombre, que la vida es eso”.

placeholder Carlos Zanón en la Plaça Catalana, Barcelona

Mr. Frankie fue una leyenda del barrio, el Watusi que protagonizó todas las aventis del punk de Horta y del Guinardó y hasta del Carmelo. Pero precisamente esa leyenda es la que no le deja ser otro. Como un actor encasillado en un papel cómico que reaparece en un drama y desata la hilaridad del público: “Es un lastre para él, sí. La gente primero te quiere ayudar, pero al final preferirán que vuelvas a dar un trago o que te comas 15 raciones de bravas para que dejes de ser un coñazo”.

Como en El Quimérico Inquilino, cuando Polanski le insisten en servirle el café tal y como lo quería el vecino que murió, en darle su misma marca de tabaco aunque él prefiera otra. “No hay nada más patético que alguien que solo habla de lo increíble que era el pasado. Hay que saber envejecer”, añade. Es eso o convertirse en vigoréxico o corredor de maratones (si de niño se han comido gominolas a puñados, nunca se deja de ser excesivo), “sí, o dedicarte a la ebanistería en casa de una forma enloquecida, para horror de tu mujer (ríe)”.

El neón del Bingo

Debería ser fácil no mitificar un pasado poblado por los secundarios de las gestas punk de Francis: padres que se arrimaban demasiado a sus hijastras, hijastras demasiado guapas que se pirraban por los huesos de su hermanastro y que ahora podrían ofrecer consuelo o caridad. En 2013 rigen nuevas reglas y hay nuevos amos del juego (“¿Gángster? ¿Qué le pasa a la gente con el habla normal? ¿Se está prohibiendo como el fumar?”), pero persisten los mismos trucos.

Francis consigue un curro en el mismo negocio en el que trabaja su hermanastra, un bingo poco postinero (como casi todos), aunque sabe, lo dice Zanón en la novela, “que en el bingo es obligatorio jugar o consumir. Preferiblemente ambas cosas. Preferiblemente a la vez. Pero entrar es gratis. Eso sí. Entrar no cuesta nada, pero salir cuesta, siempre cuesta”. Y, sin embargo, aunque él venía dispuesto a jugar poco y a consumir menos, entra en ese bingo y la trama se dispara y todo descarrila.

“Él llega al barrio dispuesto a tragarse sapos, a no tener trabajo, pero entonces ve que nadie tiene trabajo. Y que la gente es corrupta y que todo es caótico. A veces pensamos que hemos escogido un desvío equivocado, entonces volvemos atrás, tomamos la otra carretera… que resulta ser otro desvío que no llega a ninguna parte”. Por eso Francis mentará a Millet y hasta al Rey cuando haga lo que no debe.

No estaba muerto

Así que Francis estaba dispuesto a pasar por el aro para poder pagar las pensiones atrasadas a su hijo y para recuperar un poco el norte, pero no esperaba encontrar a su padre rodeado de gente arracimada en torno a las sobras de los restaurantes y supermercados, con “su cuerpo menudo, su porte tratando de aparentar dignidad a una distancia media”. La crisis, la de Frankie y la de (casi) todos, brota en cada esquina de la novela, pero Zanón intenta no ser demasiado evidente: “Para mí es importante no cargar las tintas; es como realmente funcionará una novela: con empatía hacia los personajes, entendiendo su precariedad y sus torpezas. Insisto: mediante la lucidez”. La de frases como que “el único consuelo que nos queda a los pobres es adelantar a los ricos conduciendo un coche más barato que el suyo”.

Francis esperaba encontrar a los zombies que incluso son conscientes de serlo, a los jefes de departamento rectos y de narices hacia arriba y hombros encogidos, esos dotados de un valor gangoso y oportunista, como los de la película Zombies Party con SimonPegg, pero encuentra a otros, algo más parecidos a él y al mismo tiempo muy diferentes.

Es importante no cargar las tintas; es como realmente funcionará una novela: con empatía hacia los personajes, entendiendo su precariedad y sus torpezas

Mr. Frankie se fogueó a finales de los ochenta en Barcelona. Esos seres bohemios, esa decadencia dandista, aún era vista como una especie de aristocracia alternativa; esto es, como una cosa reservada a los vampiros. Los vampiros chupan toda la sangre, no se miran en los espejos (aunque son muy presumidos) y la cosa del madrugar no va demasiado con ellos.

Pronto algunos de esos mismos punks (zapatos blancos tintados con Titanlux, chapas de ‘Nucleares No’ tapadas con emblemas de bandas y forradas con Aeronfix, chupas con nombres cifrados garabateados en Tipp-ex, todo de cosas con X) se convertirían en algo más parecido a los zombis: se engancharían a la heroína, venderían sus discos, olvidarían su pasado, se quedarían sin futuro a fuerza de decirlo. “A veces el problema es que compras todo el pack y no estás preparado para ello. Francis, por ejemplo, no es un mangui, no sabe moverse, lo hace mal. Le han asignado un papel, como en un juego de rol: tienes que saber salir de ésta, delinquir, traicionar. Y él debe pensar: ‘Pues no tengo ni puta idea, como si me mandas a Hacienda a hacer el IVA!’””.

Los personajes de Zanón son como niños disfrazados de adultos, con bigotes pintados y faldas cortas, en una función escolar: “Sí,la gente, en la vida, es chapucera, torpe, inexperta”.

Carácter y destino

Zanón leyó aquello de que carácter es destino. Él pensaba que lo había dicho James Wood (también lo decía Casavella en El secreto de las fiestas, el único secreto que nunca se acaba, aunque quieras) y resulta que primero lo dijo Heráclito. Pero lo podría haber dicho el tipo del bar. Quizás por eso el autor de No llames a casa, novela que lo confirmó como uno de los mejores autores españoles de género negro, no deja nada al azar.

Por eso ni Mr. Frankie ni el resto de personajes luchan contra policías o muy idiotas o muy listos, ni siquiera contra detectives implacables: el único paralelismo válido sería el del héroe de tragedia que a más huye de su destino, antes lo encuentra: “Les pierde el deseo. Intentan salirse de su personaje, pero han sido educados así, con canciones de punk o en determinados ambientes. Así que la pifian, vuelven a caer, juegan en contra de ellos mismos. Como la imagen de Sansón, que sabe que si se folla a esa mujer y le revela su secreto, jode a todo Israel, pero no puede evitarlo: yo me la tiro y luego ya veremos. Es un poco así”.

placeholder Zanón frente a la sala de conciertos Magic, donde arranca la novela

Así que uno se enamora de la novia del jefe y ella se enamoró de un magrebí que ahora la persigue y Francis piensa que su campo de fuerza se ha agotado y que está más indefenso que nunca. Hasta quetienes grandes ideas para intentar resolverlo todo. “Una idea fugaz, como un tren que pasa ante una ventana. Absurda, como si ese tren sólo pasara cada dieciocho años”, escribió Francisco Casavella en Un enano español se suicida en Las Vegas. Una gran idea para huir de tu destino.

Zanón intuía que su destino era ser escritor. Lo sabía cuando se retiraba algo antes de las fiestas, cuando vivía anécdotas para poder escribir sobre ellas luego y también cuando escuchaba a los clientes (¿libreta de notas bajo la mesa?) gracias a su oficio como abogado penalista. También tocó en grupos con nombres (fue la edad) muy literarios (Humbert Humbert, Y de repente el último verano, Alicia golpea a Irene, “nos quedamos en Alicia golpea, nadie se acordaba de la otra, pobre”) y, como Mr. Frankie, también dio un concierto en la Magic. “Lo hacía, como todo el mundo, para gustar a las chicas… Una vez hice de guionista en un documental sobre Marsé. Me explicó que tenía una vecinita algo más mayor que escribía a máquina. Así que él empezó a escribir para luego visitarla y pasar un rato con ella con la excusa de que mecanografiara todo eso. Y, la verdad, me parece fenomenal que su vocación surgiera del deseo y no de decir: voy a escribir La montaña mágica”.

Me gusta lo imperfecto, los autores capaces de lo mejor y de lo peor. Valoro, por encima de todo, la honestidad, aunque solo escribas mentiras, y la intuición

Zanón, autor percutivo, de escenas cortas que quedan grabadas a fuego, de vidas que chocan y derrapan pero provocan chispas y elevan ascuas, sabe que a los escritores que le gustan les mueven pulsiones parecidas a las que espolean a Francis.“Somos inadaptados, aunque hayas logrado ordenar una vida. Como el albatros de Baudelaire en la cubierta del barco, como las estrellas de rock que han viajado por todo el mundo pero que no saben facturar una maleta. “Me gusta lo imperfecto, los autores capaces de lo mejor y de lo peor. Valoro, por encima de todo, la honestidad, aunque solo escribas mentiras, y la intuición”.

El dealer de Mr. Frankie, uno de esos camellos que parece que sigue en el negocio más por fidelidad cariñosa a sus clientes que por inercia o subsistencia, le habla de Alejandro Magno. Al que todos seguían. Que arrastraba a millares hacia los campos de batalla (con él el valor no se planteaba ni su significado ni sus consecuencias y todos los miedos quedaban suspendidos). Que murió muy joven. Uno ha leído un par de cosas sobre este tipo. Por ejemplo: preguntado por el destinatario de su herencia, él contestó: “Al más digno”. Si es que existe, claro. El día que se vaya, si es que se va, Mr. Frankie no dejará más herencia que sus canciones y sus batallas y sus torpezas y sus victorias quizás pírricas, pero victorias. Alguien, sin embargo, debía serlo, digno, porque el hecho es que Carlos Zanón recogió todas esas cosas y acaba de publicar Yo fui Johnny Thunders.

Lo mejor de las canciones es que solo duran tres minutos y lo peor es que se acaban. Lo mejor de las buenas canciones, de las mejores, es que te hablan solo a ti y lo peor es que, por muy estupendo que te pongas, hay muchas personas como tú. Lo mejor de las grandes canciones es que su estribillo nunca se olvida y lo peor de las grandes canciones es que nunca puedes expulsar de tu cabeza esos estribillos.

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