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Velázquez y el álbum familiar del rey pasmado
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el pintor sevillano y la estirpe de felipe iv

Velázquez y el álbum familiar del rey pasmado

El pintor sevillano fraguó una relación muy estrecha con su monarca durante cuatro décadas. El Prado examina los retratos de corte de los últimos años

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Si a Velázquez se le caen los pinceles, Felipe IV se agacha a recogerlos. Durante casi cuatro décadas mantienen una estrecha relación de simbiosis: los retratos del pintor encumbran, elevan y endiosan al monarca, que llega al trono con apelas 16 años y, primero, se muestra incapaz y, luego, se desentiende de las engorrosas tareas del Estado. A su favor, haber sido el perfecto protector de Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (además de su entrega a la colección de pintura). A cambio, el rey Planeta obtiene la mayor herramienta propagandística de todas: el arte y a un pintor único, con el que legitima su poder, difunde su estirpe y demuestra por qué es el rey más poderoso del momento, al borde de la mayor debacle monárquica española.

La exposición que inaugura el próximo martes el Museo Nacional del Prado (hasta el 9 de febrero, patrocinada por Fundación Axa) es una pequeñísima muestra de lo que Felipe IV llegó a colgar en el eje público del Palacio Real, por donde pasan embajadores y altos cargos camino del salón del trono. Un breve suspiro de 29 cuadros -15 de ellos de Velázquez y el resto de su taller-, de lo que debió ser aquel paseo camino del salón del trono, como exhibición y exaltación de la estabilidad con la que se había mantenido inalterable la línea de sucesión de la estirpe de los Austrias.

Velázquez y la familia de Felipe IV es una prueba de la relación que fraguan y que no vuelve a repetirse en ningún otro momento, entre pintor y monarca. El rey pide al artista que se convierta en sus ojos y su boca en la reforma del palacio. En 1647 le nombra “ayuda de cámara por la satisfacción que tengo de vuestra persona e inteligencia”, con las funciones de “veedor” y de “conttador” en las obras.

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La confianza ciega se resiente sólo cuando Velázquez viaja a Roma y se convierte en el retratista de la corte vaticana de referencia. Felipe IV teme que no regrese nunca más –tras varios avisos- y se molesta. Pero decide subirle la categoría en corte y le otorga un nuevo cargo, el de “aposentador”, un reconocimiento que nunca antes tuvo pintor alguno. Sus funciones establecían una estrecha relación entre las colecciones artísticas del monarca y los espacios físicos que acogían su presencia.

Ese dichoso viaje de 1650 es la bisagra en la que se ha apoyado Javier Portús, comisario de la muestra y jefe de conservación de pintura española (hasta 1700) del Prado, para investigar la nueva identidad del pintor al regreso de su periplo italiano. Antes de Italia, era sobrio y contenido, oscuro como nunca antes se había conocido. De personajes parcos y rígidos, aunque vibrantes, como el retrato de Luis de Góngora (de 1622). Las creencias caravaggistas le hacen preferir el tenebrismo a las referencias retóricas, así como la voluntad realista y descriptiva de los rostros.Su posición en la corte le permitió “el privilegio durante los últimos 25 años de su vida de no tener que pintar ni un solo motivo religioso ni género devocional”. Se dedicó a la pintura, la diplomacia y la política.

Italia le ha hecho interesarse por los detalles, que dejan de ser meros adjetivos para convertirse en sustantivos

No quería saber nada de la anécdota, nada que distrajera la visión del retrato psicológico. No libra de esos fondos indescifrables e infinitos ni siquiera a su protector. No importa si está de pie, si le representa como hombre de leyes o guerrero, vestido de cazador o con armadura y banda, con traje de seda negra y golilla, sosteniendo un pergamino o empuñando una espada, con un león a los pies… Fuera como fuese, siempre recorta al rey sobre tonos anochecidos y templados. Fondos oscuros que enaltecen la imagen poderosa de un rey precoz. Hasta las mitologías, comoMarte(1641), pensativo y abatido, de palpitantes colores encarnados, son fundidos sobre un fondo lóbrego.

Todo cambia

Italia le ha hecho interesarse por los detalles. “Ya no son adjetivos para Velázquez, sino sustantivos”, explica Javier Portús que asegura que ayudan al clímax de la obra. Se refiere a la profusión de objetos que reparte por el fondo, la preocupación y sensibilidad que adquiere por los complementos de la moda femenina, desde lazos a joyas, pañuelos, relojes, encajes, brillos y texturas muy trabajadas. Cuestiones antes minimizadas, que ahora descubre con un color capaz de crear la ilusión de realidad con certeros y elocuentes golpes de pincel, que cimbrean los reflejos de las telas y joyas preciosas. Y, por primera vez, la idea del espacio. Los fondos pierden esa neutralidad oscura, para abrirse con cortinajes, muebles y ganar en profundidad.

A su vuelta de Roma, donde dejó un hijo, triunfó como retratista y vivió un ambiente cultural sofisticado, Velázquez es otro, pero también la corte a la que vuelve. De un ambiente de hombres maduros, a otro de niños y mujeres (la reina doña Mariana de Austria, la infanta Margarita –que aparece 8 veces como protagonista y es la gran referencia de la muestra-, la infanta María Teresa y Felipe Próspero). La endogamia y el ensimismamiento galopante de la familia multiplican el mismo rostro por todos los cuadros. No importa si es mujer o varón, son rasgoscon el mismo apellido que cierranlos lazos consanguíneos. Quizá ahí encontró Gonzalo Torrente Ballester el motivo para una crónica de surey pasmado.

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De la oscuridad al brillo. De la distancia y la postura evasiva de su monarca semidivino, a la cercanía y complicidad de personajes como Camillo Massimo. “Es muy versátil y adecúa su estilo a las diferentes necesidades”. En la capital italiana firmó 12 cuadros, de los que 6 han desparecido y cuatro están en esta exposición.Lo mejor de este pequeño repaso a los diez últimos años de vida del pintor sevillano es el juego de contrastes y enfrentamientos entre obras. En el careo todos los cuadros de Martínez del Mazo y Carreño de Miranda se desarman, desaparecen, y la copia de Las meninas del primero no es una excepción.

Ni por todo el empuje e interés del mundo que le ponga el historiador emérito Matías Díaz Padrón logrará que la copia, depositada en el recóndito Kington Lacy (Reino Unido), pase a manos del pintor original. Como explica Portús, si fuera boceto como se trata de vender reflejaría la idea original, que sufrió cambios importantes durante el proceso de creación de la obra, sobre todo en su zona izquierda. Pero con la invitación El Prado da carpetazo a esta vieja polémica, que no soporta la comparación.

placeholder Vista de la exposición, donde aparece 'Inocencio X'. (Efe)

Por cierto, el comisario recomienda acabar la visita en la sala XII, donde se encuentra el gran lienzo pintado en 1656, culminación de lo que es el retrato de Estado, donde se describen las relaciones de poder de la corte española y el tablero de alianzas europeas.

Una esquina única

Merece la pena ubicarse en la primera sala, en el eje donde se cruzan las miradas de Felipe IV (1654), el cardenal Camillo Astalli (1650) y el papa Inocencio X (1650, proviene del Museo Wellington). Se trata de la esquina más solemne del recorrido, debido a que estos dos últimos retratos son las dos únicas piezas de la muestra que no habían visitado nunca la casa de Velázquez. Sus aspiraciones se colman con el retrato papal, del que este que vemos ahora es copia del que quedó en poder del pontífice. Era el testimonio evidente de su acceso directo al papa.

El rostro de Inocencio X está descrito de manera precisa y detallada, pero a la muceta la define con grandes golpes mucho más amplios y rápidos, que no compiten con el rostro ni le restan protagonismo. Algo que más adelante, terminará por invertirse, hasta quedar ahogado entre los mil motivos de las vestimentas, como en el retrato de la reina Mariana de Austria. El retrato de Astalli es, de los tres, el más constructivo, en el que rectifica y avanza sobre la tela. También se esmera en la concreción del rostro y en la pincelada amplia y ligera de los cabellos.

placeholder Infanta María Teresa, retrato de Velázquez, de 1599.

Esa sensación de ligereza y levedad de estas dos piezas contrastan con el retrato en la corte española. El interés por mostrar una relación de empatía con el espectador se quiebra en la vuelta a Felipe IV: gama cromática corta, abundan negros y grises, y todo está en función del rostro. Sin embargo, vemos un primer gesto de desacralización de la imagen regia: el rey ha sido despojado de cualquier referencia a su rango. Es una de las obras maestras de Velázquez retratista. Para Portús esta pintura es “un ejemplo magnífico de franqueza narrativa y estilística”.

El siguiente punto caliente: las mariposas en el cabello de la infanta María Teresa, del retrato que hoy está en poder del Metropolitan Museum of Art. Para el comisario son una metáfora del arte de Velázquez, un arte en proceso de creación y terminación, un pintor que cambia y experimenta constantemente, que juega entre lo inacabado y lo acabado, con pinceladas abocetadas. Suficientes para mostrar a la niña en proceso de cambio, lista para convertirse en mujer y casarse con Luis XIV en 1660 y poner fin a la larga guerra con Francia.

Conclusión, esta selección temporal es un aperitivo –casi un canapé- de lo que cuelga de las paredes delas salas del museo dedicadas a Velázquez.

Si a Velázquez se le caen los pinceles, Felipe IV se agacha a recogerlos. Durante casi cuatro décadas mantienen una estrecha relación de simbiosis: los retratos del pintor encumbran, elevan y endiosan al monarca, que llega al trono con apelas 16 años y, primero, se muestra incapaz y, luego, se desentiende de las engorrosas tareas del Estado. A su favor, haber sido el perfecto protector de Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (además de su entrega a la colección de pintura). A cambio, el rey Planeta obtiene la mayor herramienta propagandística de todas: el arte y a un pintor único, con el que legitima su poder, difunde su estirpe y demuestra por qué es el rey más poderoso del momento, al borde de la mayor debacle monárquica española.