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Más de 370 millones de euros y una guerra menos
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LOS SOBORNOS A GENERALES DE FRANCO Y MARCH (V)

Más de 370 millones de euros y una guerra menos

La documentación recientemente desclasificada permite pensar que tanto Hoare como Hillgarth invirtieron en la operación sobornos gran parte de su prestigio. Sobre todo el primero. Fueron

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La documentación recientemente desclasificada permite pensar que tanto Hoare como Hillgarth invirtieron en la operación sobornos gran parte de su prestigio. Sobre todo el primero. Fueron quienes impulsaron y manejaron el arma secreta británica hacia la España de Franco en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial. Sólo la conocieron unos pocos ministros y, en su complejo desarrollo, únicamente intervino un reducido grupo de altos funcionarios cuidadosamente elegidos.

Fue, ante todo, una operación extraordinariamente especial. Para el embajador, que no era diplomático de carrera, no se trató en puridad de una actuación sin precedentes. De joven había sido el enlace de MI6 o SIS (servicio de inteligencia exterior) con su homólogo ruso antes de la revolución. En Italia, como agente de la inteligencia militar, uno de sus cometidos consistió en desarbolar el movimiento pacifista italiano.

Consiguió que se otorgara una retribución semanal nada despreciable a un prometedor periodista que daría posteriormente mucho que hablar. Su nombre era Benito Mussolini. Hoare había sido seis veces ministro (del Aire, para la India, de Exteriores, de Marina y sin cartera).

Hillgarth, por su parte, conocía personalmente a Churchill desde 1935. Cuando, al comienzo de la guerra mundial, Churchill asumió el puesto de ministro de Marina, Hillgarth ya estaba destinado en Madrid como agregado naval adjunto. Algunos de sus informes probablemente le llegarían y, a los pocos días de ser nombrado primer ministro, Hillgarth le visitó en Londres.

Archivos en la oscuridad

En España, y salvo que se demuestre lo contrario, no parece que admitieran de entrada en su confianza, en lo que a los sobornos se refiere, al jefe de la estación del SIS madrileña, que era entonces una persona todavía desconocida. Leonard Hamilton-Stokes, su sucesor, no aparece en la documentación desclasificada.

En su informe de finales de 1940, Hillgarth afirmó que hubo que trasladar a Londres a su antecesor. De los sobornos mismos tampoco existe la menor referencia en la historia oficial del SIS/MI6 publicada recientemente por el profesor Keith Jeffery. Mientras no salgan a la luz los documentos relativos a la guerra civil y a la posguerra del servicio de inteligencia, será difícil hacer afirmaciones que no puedan modificarse más o menos profundamente.

Esto es tanto más importante cuanto que Hoare no consintió que los servicios de inteligencia radicados en España actuasen fuera de su conocimiento y control. Se conoce una excepción. La sección V del SIS (contraespionaje) manejaba en el máximo secreto parte de la información ULTRA obtenida por la desencriptación de los cables alemanes que se enviaban vía máquinas Enigma.

En 1940 destinó a un representante, Kenneth Benton, a la embajada. Su misión era identificar el movimiento de agentes secretos nazis en España. Recibió instrucciones formales de no dejar ver sus telegramas ni al embajador ni a Hamilton-Stokes. Ambos, naturalmente, se cogieron un berrinche y el primero decidió despacharle de inmediato a Londres. Tuvo que intervenir Churchill con órdenes tajantes para que quedara en Madrid.

Si el MI6 participó en el control in situ de los sobornos no está documentado. En cambio, la información que suministrase sobre interioridades de la política española hubo de tener alguna incidencia en las valoraciones de Hoare/Hillgarth.

Expansión imperial británica

A pesar de los múltiples elogios que le ha dedicado su reciente biógrafo (que a veces confunde personajes de la política y milicia españolas), es difícil pensar que Hillgarth penetrase en el trasfondo de la política española. Incluso en 1950 todavía negaba que los españoles hubiesen facilitado el repostado de submarinos alemanes (una operación muy lesiva, y hoy perfectamente conocida, para los intereses británicos que comenzó a finales de enero de 1940 y duró hasta diciembre de 1941, es decir, en la primera fase de los sobornos).

Alguna de sus valoraciones sobre Franco de la que ha quedado constancia destaca por su vacuidad. El argumento aducido por su biógrafo de que se fiaba de Aranda y Orgaz no vale mucho. En cualquier caso, lo que no debe hacerse es poner de relieve sus errores fácticos ya que saber lo que pasaba tras las bambalinas no era una tarea fácil para observadores externos.

La propuesta Hoare/Hillgarth cayó, por supuesto, en terreno sumamente bien abonado. En la Primera Guerra Mundial, Churchill había extraído, por su propia experiencia, la lección de que los medios mecánicos salvarían vidas. “Brains will save blood”, proclamó ante los Comunes el 5 de marzo de 1917. En la segunda la aplicó a rajatabla: utilizar el cerebro para evitar el derramamiento de sangre. En la lejana distancia 'comprar' voluntades de autócratas y decisores foráneos había sido un elemento esencial de la expansión imperial británica.

Una operación muy costosa

La labilidad de la situación internacional y española en junio/octubre de 1940 explica que la operación sorteara fácilmente todos los escollos y dificultades. Incluso los roces con los norteamericanos. Intervinieron directamente pesos pesados de la política británica: Churchill, Wood, Halifax, Eden. A menor escala, Cadogan se tragó sus dudas casi en el acto.

Eden las superó al cabo de cierto tiempo. Ninguno vaciló en dar instrucciones para resolver los problemas que se suscitaron por el mantenimiento del más estricto secreto y el elevado consumo de un recurso entonces sumamente escaso como eran las divisas.

En comparación, la mayor operación de inteligencia de carácter estratégico que los británicos montaron vía España (Operación Mincemeat o Carne Picada, en la que se basó la famosa película El hombre que nunca existió, y que han analizado recientemente Ben McIntyre y Denis Smyth) apenas generó gastos en divisas.

En la literatura siempre se ha afirmado que los sobornos no fueron ninguna fruslería. Con razón, aunque es arriesgado trasladar su importe a términos actuales. Utilizando un factor de conversión recomendado por la Asociación de Historia Económica (www.eh.net y www.measuringworth.com ), los 14 millones de dólares de la primera fase equivaldrían, en términos de capacidad de poder adquisitivo, a 229 millones de dólares de hoy.

El importe de las dos fases, expresado en esterlinas (5,2 millones), tendría como equivalente 234 millones de libras de la actualidad. Escogeremos este último como el más adecuado. Su expresión en euros es nada menos que la friolera de 372 millones (1 libra=1,59€).

No se trata, en cualquier caso, de una cantidad insignificante, y mucho menos si se piensa en que se desembolsó en poco más de tres años. Es obvia la preocupación por el gasto que tuvieron siempre presente quienes en ella intervinieron. La documentación desclasificada está repleta de ansiosas comunicaciones entre el Foreign Office y el Tesoro con respecto al coste en que inexorablemente iba incurriéndose.

Una operación de gran calado

Los responsables políticos británicos no vacilaron en continuar los sobornos en tanto los consideraron necesarios para lograr sus propósitos. El primer indicio se refleja en que persistieron incluso cuando el riesgo de entrada en guerra de España después de TORCH era mínimo. El único peligro estribaba en que Hitler se decidiera a invadir la península.

Era remoto, como reconoció el Comité de Inteligencia Conjunto, pero la reacción confirma que Churchill y Eden se situaron consistentemente en el peor escenario posible. Un segundo indicio se plasma en que los sobornos se mantuvieron a pesar de la aplicación, con gran intensidad y suma tenacidad, de otros medios de presión para evitar que España abandonase la neutralidad/no beligerancia.

Estos últimos se coordinaron a partir de 1942 cada vez más y mejor con los norteamericanos. La cuestión radica, pues, en explicar por qué los sobornos constituyeron, por así decir, el as que los británicos se guardaron en la manga y al que jamás renunciaron hasta su término a finales de 1942.

Las razones esgrimidas en la época están documentadas. Churchill y Halifax en primer lugar y después Eden creyeron firmemente en que influir sobre ciertos decisores militares y políticos españoles podía suponer una diferencia esencial en una situación frágil, de intrigas, de movimientos y de contramovimientos internos que únicamente podían discernir hasta cierto punto.

Fue una situación clásica en la diplomacia convencional y para los servicios de inteligencia cuando operaban sobre realidades aprehensibles sólo imperfectamente en toda su complejidad. En tales circunstancias, lo más prudente era no jugar con la seguridad nacional. Mucho menos cuando el Reino Unido estaba solo.

Cuando dejó de estarlo, gracias a la entrada en guerra de la Unión Soviética y de los Estados Unidos, asegurar el espacio geoestratégico español siguió siendo esencialmente una responsabilidad británica. Ahora bien, esto no significa que los británicos confiaron todo a los sobornos. Al contrario. Los utilizaron para irradiar influencia sobre la política convencional, en particular la de naturaleza comercial y crediticia, con sus altibajos, sus estímulos y sus estirones.

Y todo aquel gasto, ¿para qué?

En Londres se asumieron enteramente los planteamientos de la embajada en Madrid. Esto es, en sí, sorprendente. La política suele generarse en el seno de los Gobiernos, no en las embajadas. Estas coadyuvan al proceso de toma de decisiones con lo que están mejor preparadas para ofrecer: información sobre el terreno, conocimiento de los decisores locales y recomendaciones. En Londres la operación superó todas las críticas en la capital, gracias al apoyo de Churchill, y ello hizo que la embajada actuase de motor.

Los análisis efectuados por algunos historiadores a posteriori, entre ellos Smyth y Wigg que rebajaron la importancia de la operación, desconocieron (ya que no había aparecido en la documentación colateral desclasificada cuando escribieron) que los británicos utilizaron consistentemente un as de ases. No fue un militar en activo, aunque fuese marino de carrera. Su aparición da una coloración completamente diferente a la racionalidad de los sobornos.

Se trató, en efecto, de Nicolás Franco, el hermano del único hombre que, al final, contaba de cara a la decisión última. Admitamos que el jefe del Estado no era como Mussolini. Era más prudente y más lento. Durante la guerra civil había aprendido a bandearse de cara a sus generales. Había aceptado y descartado apoyos cuando le convenía. Lo único que le interesaba verdaderamente era permanecer en el poder. Pero también tuvo tentaciones en busca del “imperio africano”, que hacía tilín a Beigbeder, entre muchos otros. Ello implicaba entrar en guerra al lado de Alemania.

Si es verdad que Nicolás Franco había ido recuperando algo de su antigua influencia, la apuesta británica no aparece hoy tan mal orientada como algunos historiadores han afirmado. ¿Por qué iba a dudar el jefe del Estado de los consejos que le diera su hermano?

Es cierto que lo había enviado de embajador a Lisboa y que había permitido que Serrano Suñer le reemplazara como consejero áulico, pero Lisboa era un puesto crucial en el que se cocían muchas salsas. No sorprende que a Nicolás los británicos le asignaran el mayor volumen posible de dádivas que mantuvieron, a su petición, desconectado del resto de los “amigos”.

En último término, cuando la guerra ya estaba ganada para los aliados, Churchill reasentó su supremacía en la dirección de la alta política hacia España y no dudó en extender su mano a Franco. Algo que llenó de estupor a la oposición, pero lo que entonces empezaba a estar en juego era mantener la estabilidad en el espacio geoestratégico español.

En definitiva, Londres atribuyó suma importancia a los sobornos solo durante unos breves pero críticos años. No vale afirmar, como se hace habitualmente, que Franco no hubiese entrado en guerra porque contaba con informes de algunos de sus propios compañeros de que España no estaba en condiciones de arrostrarla. Los británicos no los conocían, aunque sí sabían que existían profundas divergencias en el generalato.

Ningún país serio arriesga su seguridad en un conflicto a muerte por el equivalente hoy de un par de centenares de millones de euros. Hillgarth tuvo razón al argumentar que más valía gastarse libras que perder vidas humanas. Y no olvidemos que si toda la ayuda que Franco prestó al Eje y que ha descrito Ros Agudo (ignorada por la mayor parte de los historiadores convencionales, españoles y extranjeros) llegó al conocimiento del SIS/MI6 (lo que todavía no sabemos) los británicos habrían tenido motivos para preocuparse incluso más.

Todos felices

La nueva documentación debe matizar la conclusión de previos investigadores de que los sobornos tuvieron un efecto contrario al objetivo buscado. Este no consistió en inducir a una confrontación directa con Franco, sino en aprovecharse de las rencillas internas para evitar una basculación definitiva hacia el Eje. Sobre este objetivo fundamental se injertaron otros secundarios como el alentar la formación de un frente común (algo que pronto se desestimó) o inducir la resistencia de cara a una eventual invasión alemana.

En último término, los británicos suscribieron, por así decir, una triple póliza de seguro y trataron de concentrar lo más posible el haz de vectores contrarios a su estrategia de supervivencia primero, de victoria después. Mirados desde esta perspectiva, los sobornos, con sus limitaciones, no fueron un fracaso.

A Hillgarth le vinieron bien. Después de la guerra se instaló en Irlanda y continuó asesorando a Churchill en temas de inteligencia. March le utilizó en varias ocasiones, presumiblemente bien remunerado. Siguió aferrado a ciertas impresiones personales sobre los españoles.

Entre las 'flores' que figuran en su fundamental informe de finales de 1940 destacan tres. En cuanto se les daban armas y dinero, lo primero en que pensaban era en arreglar cuentas unos con otros. No sabían contenerse y charlaban como cotorras.

Además, horror de los horrores, los españoles 'cantaban' cuando se les sometía a tortura. En Valencia se había dado un caso que había llevado a trescientas detenciones. Menos mal que la implicación extranjera se ignoró… Probablemente Hillgarth sobreentendía que un ciudadano o un soldado británicos jamás hubiesen 'cantado'.

De Hoare no hay mucho nuevo que decir. La persona que, al ir a España en junio de 1940, Cadogan describió en su diario como la rata que huía antes de que se hundiera el barco (luego le alabó por sus éxitos y, en el publicado, no se mencionaron los sobornos), ingresó en la Cámara de los Lores. Sus memorias, bajo el título de Embajador en misión especial, son un monumento a sí mismo. No mencionó los sobornos, ni a March ni, por supuesto, a Nicolás Franco. Calló todo sobre Orgaz y Kindelán.

Tampoco se prodigó en alabanzas a Hillgarth, a quien dedicó, literalmente, tres líneas y una palabra. Su bomba final, que ocultó igualmente, fue su asalto a Gómez-Jordana a finales de junio de 1944 aludiendo poco menos que a la conveniencia de una restauración en la persona de Don Juan de Borbón.

El ministro, fiel servidor de Franco, no aceptó tal intromisión e informó inmediatamente al dictador. El embajador recibió, en palabras comedidas, la bronca correspondiente como ha señalado Moradiellos. La misión de Hoare la ha diseccionado, más allá de lo conocido hasta la fecha, Carlos Collado Seidel en su tesis de habilitación todavía no publicada. Contiene nuevas sorpresas.

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La documentación recientemente desclasificada permite pensar que tanto Hoare como Hillgarth invirtieron en la operación sobornos gran parte de su prestigio. Sobre todo el primero. Fueron quienes impulsaron y manejaron el arma secreta británica hacia la España de Franco en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial. Sólo la conocieron unos pocos ministros y, en su complejo desarrollo, únicamente intervino un reducido grupo de altos funcionarios cuidadosamente elegidos.

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