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El suicidio de un hijo según su madre
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piedad bonnett publica 'lo que no tiene nombre'

El suicidio de un hijo según su madre

Allí donde las metáforas no llegan está la muerte de un hijo que se arroja al vacío desde la azotea de un edificio de cinco pisos.

Foto: Autorretrato de Daniel Segura Bonnett, hijo de Piedad Bonnett, que ilustra la portada del libro. (Alfaguara)
Autorretrato de Daniel Segura Bonnett, hijo de Piedad Bonnett, que ilustra la portada del libro. (Alfaguara)

Allí donde las metáforas no llegan está la muerte de un hijo que se arroja al vacío desde la azotea de un edificio de cinco pisos. Eso es Lo que no tiene nombre (Alfaguara), que Piedad Bonnett arrancó a escribir a los dos meses de que su hijo Daniel Segura se quitase la vida en Nueva York. Mijaíl Bakunin escribió que “la pasión por destruir también es una pasión creativa”, en el caso de la poeta colombiana es la pasión por reconstruir la vida de su hijo. Los adjetivos vienen solos atraídos por el imán de los tópicos: desgarrador, crudo, cruel, valiente, arriesgado, desesperado, demoledor, triste, real, natural, frágil… Todos ellos son válidos para describir esta confesión pública del peor acontecimiento en la vida de cualquiera.

La reconquista de un hijo que ha decidido dejar de vivir es un ejercicio, tal y como queda grabado en estas páginas, doloroso y parcial. Bonnett camina con cuidado por el filo del pudor (aquí una muestra). La misma publicación de un asunto autobiográfico de este calado es motivo de debate, pero Pavese dejó escrito antes de quitarse la vida que la literatura es “el oficio de vivir”. Eso es lo que ha hecho la autora, sobrevivir a la muerte de Daniel: se arriesga a exhibir suvulnerabilidad, a trabajar con el suicidio de su hijo como material literario –aunque no sea una novela-, a tratar de llegar a tientas a lo que Camus aclaró que se prepara “en el silencio del corazón”.

Cualquiera de las respuestas que obtiene la madre, en la búsqueda del rastro del porqué, no son más que soluciones distantes del actototalitario y extremista. Respuestas inútiles para una pregunta sin conclusión: ¿Quién era Daniel? Es la versión de los hechos de una madre, la visión descompuesta y condicionada por el amor y la urgencia interior de entender a un hijo que ha tomado una decisión como esa. Bonnett no lo ha vestido como una reacción terrible y salvaje,pero completamente naturala las necesidades perentorias, estrechas y antinaturales que nos creamos. Después de desarrollar los acontecimientos en la primera parte, asume en la siguiente la explicación médica que aceleró el suicidio, porque a Daniel le diagnosticaron un trastorno esquizo-afectivo a los 20 años y eso acabó con cualquier esperanza.

placeholder La escritora Piedad Bonnett.

Mucho antes Daniel ya reflexionaba sobre la idea de la muerte voluntaria. Su madre incluye un fragmento de un cuaderno de notas a los 17 años, con letra menuda y “más bien feúcha”, que aclara su sentido trágico del mundo: “Nos creamos ideas y mitos para poder esconder esa idea desoladora, esa pregunta sin respuesta, el hecho de que no tenemos un propósito en la vida; por ello nos inventamos las religiones, los seres superiores, para poder justificar nuestra existencia. La soledad que nos ataca, nos mata, lleva a la gente a la desesperación, al suicidio”.

En varias ocasiones la escritora se reconoce como “una madre entrometida” y avergonzada de hurgar entre sus cosas, superando sus pudores “y el mandato que recibí desde niña sobre el respeto a la intimidad”. Anda detrás de las obsesiones y los conflictos de su hijo, de las pruebas de alguien que dejó su huella en dosis extremas de expresión. Pinturas, dibujos, cuadernos de un hijo con la piel demasiado fina, totalmente permeable y con temor a ser invadido. Pero el diagnóstico parece reconfortar a la madre contra el tabú. Lo cierto es que los médicos ya avisaron con cinco años de antelación que existía riesgo de suicidio.

El pudor a debate

La lectura de un libro como éste, y la barrera del pudor que obliga a desplazar al lector, recuerda a libros más o menos recientes como Tiempo de vida (Anagrama, Premio Nacional de Narrativa) de Marcos Giralt Torrente o La hora violeta (Mondadori) de Sergio del Molino. Incluso podría emparentarse con el tormento de Félix Francisco Casanova en El don de Vorace (Demipage), aunque no tenga tanto que ver en sus presupuestos verídicos, como en sus resultados trágicos. Es impúdico para alguien ajeno a los relatos de suicidios reales terminar contemplando los acontecimientos como un producto editorial, como el gesto de un autor que, harto de la ficción, decide alejarse de ella para entregarse a la sustancia natural de la literatura: la transmisión de la verdad. ¿Es la honestidad el motivo? ¿Es la valentía lo que lleva a algunos autores a forzar los límites del pudor socialmente pactados en forma de tabúes?

La propia Bonnett se pregunta en las últimas páginas por qué lo hace. “Quizás porque un libro se escribe sobre todo para hacerse preguntas. Porque narrar equivale a distanciar, a dar perspectiva y sentido. Porque contando mi historia tal vez cuento muchas otras. Porque a pesar de todo, de mi confusión y mi desaliento, todavía tengo fe en las palabras. Porque aunque envidio a los que pueden hacer literatura con dramas ajenos, yo sólo puedo alimentarme de mis propias entrañas. Pero sobre todo porque, como escribe Millás, “la escritura abre y cauteriza al mismo tiempo las heridas”.

¿Realmente hemos leído un testimonio de las causas y consecuencias de un suicidio? ¿No es acaso este un canto a la tormentosa y apasionada relación entre una madre y un hijo?

Y ella lo hace por la estricta vereda de la madre sobria, seria y tiesa, del pudor que impide el melodrama. De la ausencia de retórica y regodeo, de imágenes crudas, duras y concretas. De la falta de adornos con los que la poeta ha descrito, como una larga lluvia –vana pero penetrante- el suicidio de Daniel. Algo que cala y no cesa. Quizás fuera la única manera de darle inmortalidad a él y de descansar ella en paz. Quizás por eso sea Lo que no tiene nombre un libro sin estilo, porque es un consuelo compartido para llegar a un acuerdo con la muerte, a partir de las tribulaciones privadas con un lenguaje público.

El dolor acumulado de Piedad Bonnett ha brotado de golpe, con templanza, con palabras, no con imágenes. Así es palabras contra fotos; movimiento contra quietud; agitación contra petrificación. “La fotografía, qué paradoja, recupera y mata. Muy pronto esas veinte o treinta fotografías se tragarán al ser vivo”, escribe la autora.

Piedad acude a otro libro para justificar su derecho, el de poner su experiencia sobre la mesa: “Es posible que un relato como este provoque irritación o repulsión, o que sea tachado de mal gusto. El hecho de haber vivido algo, sea lo que sea, da el derecho imprescriptible de escribir sobre ello. No existe una verdad inferior”, escribe Annie Ernaux, en El acontecimiento.

Una vez terminadas el poco más del centenar de páginas de Lo que no tiene nombre, ¿realmente hemos leído un testimonio de las causas y consecuencias de un suicidio? ¿No es acaso este un canto a la tormentosa y apasionada relación entre una madre y un hijo? Porque a fin de cuentas, quizás todos seamos unos suicidas frustrados que decidieron seguir la nota final de Maiakovski antes de acabar con su vida: “No se lo recomiendo a otros”.

Allí donde las metáforas no llegan está la muerte de un hijo que se arroja al vacío desde la azotea de un edificio de cinco pisos. Eso es Lo que no tiene nombre (Alfaguara), que Piedad Bonnett arrancó a escribir a los dos meses de que su hijo Daniel Segura se quitase la vida en Nueva York. Mijaíl Bakunin escribió que “la pasión por destruir también es una pasión creativa”, en el caso de la poeta colombiana es la pasión por reconstruir la vida de su hijo. Los adjetivos vienen solos atraídos por el imán de los tópicos: desgarrador, crudo, cruel, valiente, arriesgado, desesperado, demoledor, triste, real, natural, frágil… Todos ellos son válidos para describir esta confesión pública del peor acontecimiento en la vida de cualquiera.