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David Foster Wallace, el Cervantes de hoy
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primera biografía del mito de las letras

David Foster Wallace, el Cervantes de hoy

La primera biografía del genio de la literatura norteamericana aparece a los cinco años de su muerte. D.T. Max humaniza al santurrón de la cultura

Foto: David Foster Wallace
David Foster Wallace

No hace falta saberlo todo, ni conocerlo todo, ni contarlo todo. Esa es la máxima del escritor y periodista D.T. Max, que ha sido el primero ponerle carne a uno de los santurrones intocables de la literatura mundial. Le gusta decir que ha destronado a un mito al humanizarlo, al llenarle de contradicciones naturales: David Foster Wallace era un tipo competitivo, obsesivo, deprimido, mentiroso y, también, todo lo contrario. La escritura primero lo mantuvo en vida y luego lo desahució; su mejor aliado fue el Nardil, un antidepresivo que espantó sus debilidades hasta que dejó de tomarlo. Ese DFW es lo que el autor neoyorquino llama en el libro Todas las historias de amor son historias de fantasmas Una biografía de David Foster Wallace, “la versión más pura de nosotros”. Alude a la normalidad del autor de La escoba del sistema, un tipo cualquiera que encarnaba todos nuestros altibajos. Puro ser humano, vamos.

Cervantes es Wallace. D. T. Max estudió hace más de treinta años en Salamanca filología hispánica. Recuerda sus estudios de jarchas Mozárabes y la maestría de Cervantes al filtrar la esencia de su época. “Se podría decir que David Foster Wallace es el Cervantes de nuestros días”, explica su biógrafo, porque el escritor norteamericano defendía que la buena literatura dependía de un retorno a la franqueza. Eso exigía la valentía de decir lo que en realidad quería decir y por eso valoraba a los escritores Don DeLillo y Cormac McCarthy.

La ironía es la derrota. DFW había descubierto en su madurez al enemigo de la verdad y la franqueza a la que se refería. “Por muy entretenida que sea, la ironía está al servicio de una función casi exclusivamente negativa. Es crítica y destructiva, asoladora. La ironía es singularmente inútil cuando se trata de construir cualquier cosa que reemplace a esa hipocresía que ella misma pone en evidencia”. Proponía usarla sólo en caso de emergencia, porque es el posicionamiento tradicional del débil ante el fuerte. Lo que más le disgustaba es que cualquiera pudiera hacer uso de ella con cualquier fin, como que Burger King pudiera emplearla para vender hamburguesas o Joe Isuzu, coches.

El lenguaje, su Dios. Wallace rezaba. O por lo menos lo intentaba. No creía en Dios, pero le parecía que rezar era algo bueno. D.T. Max escribe que la verdadera religión de DFW siempre fue el lenguaje. “Por sí solo podía dar forma a y contener multitudes; en comparación, el poder de Dios resultaba un poco débil”. La gramática obsesionaba al escritor de La muchacha del pelo raro: “Si todo lo que tenemos como mundo y como dios son palabras, debemos tratarlas con cuidado y con rigor: debemos adorarlas”.

La escritura, su terapia. Con la literatura se contempla a sí mismo. La literatura le dice la verdad en lugar de ser un modo de escapar de él mismo. Lo escribió en La broma infinita. Ahora, Max confirma esa postura ante la escritura. Hay dos DFW: el eufórico, superviviente y superdotado escritor de la gran novela americana. Y el DFW arruinado, deprimido y hundido de El rey pálido. Una novela le dio la vida, la otra se la quitó. Era demasiado inclemente consigo mismo y su autoflagelación derivó en el fatal desenlace.

El gobierno de la diversión. La furia contracultural del sistema votó a Ronald Reagan. Wallace era bastante conservador en política. “Para arreglar la economía necesitas a alguien que esté verdaderamente loco”, dice Max que dijo Wallace a un amigo. Estaba atado a su convencionalismo del Medio Oeste con el liberalismo justo para agradar a sus compañeras universitarias. De hecho, la política tampoco le interesaba tanto, aunque en 1999 pudo conocer de cerca el universo político cuando la revista Rolling Stone le propuso escribir sobre alguno de los candidatos y Wallace eligió a John McCain.

Sin escrúpulos. Max apunta que Wallace escribía siempre en contextos de mucha actividad. “Tenía sus clases, e incluso en ausencia de las clases estaban las reuniones de rehabilitación, recados para sus amigos o para los amigos de los amigos y las obligaciones para con sus perros”. En cuanto tenía unos pocos minutos libres, Wallace se sentaba, cruzaba las piernas y se ponía a trabajar en algún relato.

Los miedos infinitos. La relación epistolar entre Wallace y Jonathan Franzen fue intensa y muy prolongada en el tiempo. El biógrafo ha podido leer esas cartas y algunas aparecen citadas. La angustia aparece una y otra vez. Es Franzen el que ejerce de protector y cuando cae en las profundidades de la depresión. Tenía miedo a la fama y miedo al fracaso. Y sobre cualquier otro, el miedo a ser corriente. La vida real no era tan heroica como el escritor necesitaba: “No lo estoy llevando bien. He sustituido los analgésicos por el lamento crónico y hasta ahora ha funcionado”, escribió por carta a un amigo.

Norman Mailer es Hitler. Hubo unos cuantos escritores que sufrieron su ira retórica. El primero fue John Updike. Vinieron muchos otros más, no sólo era exigente consigo mismo. Encontró detestable a Norman Mailer, de quien dejó escrito en carta que le parecía “indeciblemente repulsivo. Supongo que parte de su encanto es ese truco de provocar reacciones fuertes. Hitler tenía el mismo don”.

Publicar, respirar. En el DFW anterior al abatimiento final, por lo general, ganaban las ganas de ser publicado. Durante el trabajo de la primera compilación de cuentos se entusiasmó revisando y organizándolos, y comprobando lo potentes que resultaban en su conjunto. Ahí aparecía el miedo, el deseo insatisfecho, la angustia, la depresión, las barreras, los desafíos del ser humano. Pero todo cambió con El rey pálido: escribió a su editor porque necesitaba imponerse algún tipo de coerción o presión para “dejar de perder el tiempo con tonterías y de cambiar de idea sobre el libro dos veces a la semana y ponerme a hacerlo”, simplemente. A Franzen le había venido bien para concentrarse tener un contrato para Libertad.

No hace falta saberlo todo, ni conocerlo todo, ni contarlo todo. Esa es la máxima del escritor y periodista D.T. Max, que ha sido el primero ponerle carne a uno de los santurrones intocables de la literatura mundial. Le gusta decir que ha destronado a un mito al humanizarlo, al llenarle de contradicciones naturales: David Foster Wallace era un tipo competitivo, obsesivo, deprimido, mentiroso y, también, todo lo contrario. La escritura primero lo mantuvo en vida y luego lo desahució; su mejor aliado fue el Nardil, un antidepresivo que espantó sus debilidades hasta que dejó de tomarlo. Ese DFW es lo que el autor neoyorquino llama en el libro Todas las historias de amor son historias de fantasmas Una biografía de David Foster Wallace, “la versión más pura de nosotros”. Alude a la normalidad del autor de La escoba del sistema, un tipo cualquiera que encarnaba todos nuestros altibajos. Puro ser humano, vamos.

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