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El día que conocí a Dios
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una noche con david byrne en el circo price

El día que conocí a Dios

Primer concierto en España del líder de los Talking Heads junto con St. Vincent, que presentan el álbum publicado hace un año 'Love the Giant'

Foto: David Byrne en plena actuación.
David Byrne en plena actuación.

El día que conocí a Dios antes de aparecerse se escuchaban pajaritos, truenos y zumbidos de insectos. Nada hacía sospechar la marimorena que se armaría minutos después, y se prolongaría durante casi dos horas. Una vez se presentó, Dios vestía de algodón blanco con tirantes negros y la iglesia no había vendido todas sus entradas. Fundó su religión cuando llegaban a este mundo muchos de los que anoche le adoraban y se entregaban a su mensaje. Pero Dios no se gasta, se recicla, mantiene su inquietud por la experimentación, su obsesión por la escenografía, su devoción por una puesta un montaje programado, por la coreografía de la palabra ante sus feligreses. Dios ya es casi cuarenta años más viejo que cuando empezó a ejercer sus funciones, pero nadie en su sano juicio podría retarle a una competición de sofisticación y elegancia, en medio de una fiesta funky-dance-tecno-jazz como la que montó ayer. Dios es dios y puede hacer lo que quiera, incluso bautizar su rezo art-rock. El día que conocí a Dios venía acompañado por una virtuosa misionera rubia de bote, cuya portentosa voz de soprano y apariencia de marioneta postindustrial reproducía a la perfección los designios que el Señor hubo marcado en su primera campaña de evangelización mundial, con los Talking Heads. Junto a ella y Él hicieron acto de presencia ocho ángeles turiferarios vestidos de un negro impecable y portadores de una virtud tan disonante en las bases como caótica su sabiduría. A Dios le gustan las secciones de vientos a su aire (ejem) y el alegre falso desorden de las bandas. Conocí a Dios cuando sus oraciones se graban y se revisan una y otra vez en la intimidad y en público, cuando la experiencia no cuenta tanto como la experiencia revivida. El recuerdo dirá que la piel ha vibrado con un espectáculo burlesco, irónico y estimulante. Dios es el más grande de los embaucadores, que ajusta cada paso, cada gesto, cada acorde a la gloria de un paraíso coreografiado, en el que sólo él tiene permitido improvisar sobre sus propias creaciones. Los músicos se caen y se levantan, se retuercen por el suelo y bailan. Y Dios con ellos.

Cuando conocí a Dios su música hizo de lo demás, de aquellas partes que su música no terminó por tocar, un apéndice putrefacto. Junto a su escudera, St Vincent (o Annie Clark), descendió a los altares del Circo Price de Madrid, antes de pasar por el Auditori de Barcelona, y arrancó con los pelotazos Who y Weekend in the dust, del álbum Love the Giant, del que interpretaron ocho de sus doce temas. El resto, las canciones que Dios ha creado a lo largo de su trayectoria como mesías del discreto desencanto de la burguesía. This Must Be the Place, Wild Wild Life sonaban más surrealistas, más desconcertantes, mucho más inquietantes, si es posible que eso ocurra en el universo de un ser que cada vez se acerca más a los personajes de una película de David Lynch. El día que conocí a Dios esperaba verle en bicicleta, pero podría haberse manchado el pantalón con el aceite de la cadena. Dios no traicionó tampoco en la recta final de su aparición: quemó la casa (Burning Down the House) en el primer amago de abandonar a sus fieles y se despidió predicando su divina palabra, la que más ha calado, la que anuncia que caminamos hacia ninguna parte (Road to Nowhere), como el interminable trayecto de Sísifo. Así que todo está bien, relájate.

El día que conocí a Dios antes de aparecerse se escuchaban pajaritos, truenos y zumbidos de insectos. Nada hacía sospechar la marimorena que se armaría minutos después, y se prolongaría durante casi dos horas. Una vez se presentó, Dios vestía de algodón blanco con tirantes negros y la iglesia no había vendido todas sus entradas. Fundó su religión cuando llegaban a este mundo muchos de los que anoche le adoraban y se entregaban a su mensaje. Pero Dios no se gasta, se recicla, mantiene su inquietud por la experimentación, su obsesión por la escenografía, su devoción por una puesta un montaje programado, por la coreografía de la palabra ante sus feligreses. Dios ya es casi cuarenta años más viejo que cuando empezó a ejercer sus funciones, pero nadie en su sano juicio podría retarle a una competición de sofisticación y elegancia, en medio de una fiesta funky-dance-tecno-jazz como la que montó ayer. Dios es dios y puede hacer lo que quiera, incluso bautizar su rezo art-rock. El día que conocí a Dios venía acompañado por una virtuosa misionera rubia de bote, cuya portentosa voz de soprano y apariencia de marioneta postindustrial reproducía a la perfección los designios que el Señor hubo marcado en su primera campaña de evangelización mundial, con los Talking Heads. Junto a ella y Él hicieron acto de presencia ocho ángeles turiferarios vestidos de un negro impecable y portadores de una virtud tan disonante en las bases como caótica su sabiduría. A Dios le gustan las secciones de vientos a su aire (ejem) y el alegre falso desorden de las bandas. Conocí a Dios cuando sus oraciones se graban y se revisan una y otra vez en la intimidad y en público, cuando la experiencia no cuenta tanto como la experiencia revivida. El recuerdo dirá que la piel ha vibrado con un espectáculo burlesco, irónico y estimulante. Dios es el más grande de los embaucadores, que ajusta cada paso, cada gesto, cada acorde a la gloria de un paraíso coreografiado, en el que sólo él tiene permitido improvisar sobre sus propias creaciones. Los músicos se caen y se levantan, se retuercen por el suelo y bailan. Y Dios con ellos.

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