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Anticuerpos para resistir a los nazis
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LOS SOBORNOS A GENERALES DE FRANCO Y MARCH (II)

Anticuerpos para resistir a los nazis

Segunda entrega de la investigación del historiador Ángel Viñas de los documentos del M16, donde se descubre la tensión entre británicos y alemanes

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Al estallar el conflicto, el Gobierno británico estableció un comité interministerial para aprobar los gastos de los diferentes Ministerios que implicasen el uso de moneda extranjera. El Banco de Inglaterra había previsto tiempo atrás que su racionamiento debería ser muy estricto desde el principio. Al autorizar Churchill, el 27 de junio de 1940, la propuesta de Hoare ya se habían girado dos millones de dólares, adelantados por March, a cuentas en el extranjero.

La documentación (una nota de Makins del 6 de agosto) aclara que se enviaron a Nueva York a favor de la Société de Banque Suisse y que de los saldos dispondrían por parejas Alfred Kern, Raimundo Burguera (exapoderado de March que estaba instalado como cónsul de Panamá en Lisboa) y Rosendo Silva. En aquellos momentos los giros habían aumentado a tres millones y en diciembre se preveía el desembolso de otros tantos si los resultados eran satisfactorios. Ignoramos si para los sobornados se utilizaron noms de guerre.

No está documentado cómo el banquero burló los controles bancarios y de cambios españoles. Lo que sí había era urgencia y se necesitaba incorporar a más nombres al grupo de sobornables. Ya se veía, afirmó Makins, que algunos generales menores no estaban dispuestos a actuar gratis y que varios se contentarían con pagos en pesetas, algo hasta ahora no conocido.

March, el suministrador

Hoare pensaba que con los fondos previstos los problemas se resolverían, pero el adjunto de Hillgarth se permitió discrepar, argumentando que probablemente se necesitaría llegar a un nuevo arreglo en diciembre de 1940. Por desgracia, la documentación desclasificada no permite conocer qué mecanismos de seguimiento y verificación se aplicaron ni por quién.

Franco habría perdido casi todo su prestigio. Se le consideraba medio dormido y bajo la férrea influencia de Serrano

Se trataba de sumas nada despreciables en unos momentos en que el Reino Unido padecía, según Christopher J. Murphy, una aguda carencia de dólares. Hoare propuso hacer economías. Los sobornos se concentrarían, estrictamente, en influir sobre los “amigos”. Por obvias razones, no envió los nombres de todos los “tocados”. Si los dio en algunos de sus frecuentes viajes a Londres, estos no quedaron reflejados en los expedientes desclasificados. Por Hart-Davis sabemos, no obstante, que Hillgarth sí entregó listas a Churchill. Que yo sepa, nadie las ha localizado.

Hillgarth hizo más. En plena batalla aérea de Inglaterra visitó al primer ministro. En septiembre de 1940 le entregó un memorándum sobre la situación política en España. Su biógrafo lo ha citado extensamente. Franco habría perdido casi todo su prestigio. Se le consideraba medio dormido y bajo la férrea influencia de Serrano. La corrupción dominaba todo, pero si los alemanes invadían lo pasarían mal. Mucho peor si se ayudaba a los españoles a resistir. Churchill ordenó distribuir el memorándum. Ignoramos si alguien lo cuestionó.

El 10 del mismo mes Hoare escribió a Halifax por valija diplomática, que excluía todo riesgo de interceptación. Había pensado que los “amigos” se habían adormilado un tanto (era la época en que Serrano Suñer se disponía a realizar su inquietante peregrinaje a Berlín, adonde llegó el 16). Hoare se tranquilizó al enterarse de que lo que había ocurrido era que, por el momento, los “amigos” habían puesto en sordina su batalla contra el cuñadísimo.

placeholder Serrano Suñer junto con Himmler, en su viaje a Berlín, en 1940.

Al embajador le dijeron que se habían asegurado de que Serrano no asumiría compromisos políticos. Halifax no vio el telegrama hasta el 23 de septiembre. Lo leyó con una nueva nota de Makins del 14 en la que alertaba de que conscientemente se había preferido correr un riesgo dada la posibilidad de que “nuestro principal amigo” (posiblemente March) jugase un doble juego. Una indicación de que había funcionarios que no las tenían todas consigo.

Ahora bien, según el embajador sin los sobornos efectuados en los últimos tres meses la situación hubiera podido evolucionar de otra manera. Con todo, los británicos cerraron un acuerdo comercial con España a pesar de las presiones alemanas en contra. Por primera vez Cadogan mencionó a Hillgarth, pero solo en relación con su trabajo para minimizar el espionaje y sabotaje en Gibraltar.

Hendaya, Hendaya

Hoare mantuvo su evaluación el 30 de octubre. Ocurrió inmediatamente después de uno de los potenciales puntos de inflexión de la actitud española y que ha dado origen a ríos de tinta. Una fuente muy próxima a Franco había comunicado a “nuestro amigo” (posiblemente March) que antes de la reunión de Franco y Hitler en Hendaya el 23 había hablado con los generales Varela y Aranda (a la sazón capitán general de Valencia).

A Hoare se le dijo que si Franco no aceptaba su consejo respecto a la actitud a adoptar frente al Führer no podría evitarse un golpe. No es difícil adivinar lo que le recomendarían. En el casi peor de los casos dirían algo así como que España no podía entrar en guerra por gusto, precisamente lo que se afirmaba en una de las notas que habían llegado a Franco y de la que existe constancia.

El confidente de la embajada aconsejó calma. Los generales estaban encantados de que Franco les hubiera pedido su opinión y, más aun, de que les hubiera hecho caso. Ya se la habían dado en ocasiones anteriores pero esta había sido la primera vez que se la pidió directamente. De aquí concluían que Franco reconocía su influencia. Hoare concluyó que el dinero no estaba gastándose en vano.

La embajada no tardó en detectar que Franco sospechaba de la existencia de alguna oscura influencia exterior. Aconsejó extremar la prudencia

En realidad Franco había dado una de cal y otra de arena. Según se desprende de las disponibilidades militares en octubre de 1940 proporcionadas por el (¿Alto?) Estado Mayor y ya publicadas existían las suficientes como para arriesgarse. Sin embargo, con respecto al "imperio africano" (sic) que Franco había diseñado en agosto y transmitido a la embajada en Berlín no consiguió ninguna promesa concreta de Hitler.

Máxima prudencia

Quitó, sin embargo, a Beigbeder de Exteriores y nombró a Serrano Suñer. La embajada no tardó en detectar que éste sospechaba de la existencia de alguna oscura influencia exterior. Aconsejó, pues, extremar la prudencia a la hora de tratar en Londres con el embajador español temas en los que apareciesen otros asuntos relacionados con March. Había muchos pero aquí no nos interesan.

Los miembros del Gobierno británico que seguían relativamente de cerca los sobornos eran Churchill y los ministros de Exteriores y Hacienda (y un tanto de lejos el de Guerra Económica, el laborista Hugh Dalton). Sus más inmediatos colaboradores se ocupaban de los aspectos técnicos. Sus nombres figuran en la documentación. Cadogan no dudó en abordar dimensiones políticas. Otros influyeron en los aspectos técnicos.

Alguno, como Makins, alcanzó posteriormente puestos relevantes, entre ellos el de embajador en Washington. Su contraparte en el Tesoro, Sigismund Waley, que se había ganado la Military Cross en la primera guerra mundial, había pasado de suceder a John Maynard Keynes en los últimos días de la conferencia de paz de Paris en 1919, a subsecretario para relaciones financieras internacionales.

Hillgarth hace balance positivo

A pesar de los aspectos contradictorios en las sustituciones de Yagüe y de Beigbeder, Hoare siguió convencido de que la operación era un gran éxito. Un ministro sin cartera, Rafael Sánchez Mazas, supuestamente a sueldo de los italianos, había corrido la misma suerte (su salida se achacó a otros motivos).

Mussolini solicitó el uso de bases en España pero se le denegó (no tenemos noticias comprobadas de que fuera así). Algunas presuntas demandas alemanas tales como la adhesión española al Pacto Tripartito entre Alemania, Italia y Japón del 27 de septiembre de 1940, toparon con una negativa.

placeholder Sólo Winston Churchill y los ministros de Exteriores y Hacienda estaban al corriente de los sobornos.

Hillgarth afirmó lo que antecede en un informe supersecreto de diez páginas que redactó al finalizar 1940 cuando se cumplía el plazo previsto de seis meses. Es desconocido hasta el momento. Ignoramos si se elevó a Churchill pero ciertamente lo vio Cadogan y, por consiguiente, el nuevo ministro de Exteriores Anthony Eden, quien permitió que el autor se lo entregara a Dalton en enero.

Los hechos habían convalidado, en la opinión del agregado naval, la estrategia de influir sobre los decisores. Se había conseguido mantener la neutralidad española (aun cuando bajo la forma de la no beligerancia). Al echar la vista atrás dio una imagen completa de la atmósfera en la que había surgido la idea de los sobornos.

Resaltó lo más obvio: fue una respuesta a la situación casi desesperada en que se encontraban los británicos tras la campaña de Noruega, la ocupación de Dinamarca, Holanda y Bélgica y, sobre todo, la derrota de Francia. Se explayó en consideraciones sobre el carácter español.

Como ya había dicho en uno de sus primeros despachos al Foreign Office en el verano de 1936, y ha reproducido Hart-Davis (que no contextualiza bien en temas de guerra civil), a los españoles no les gustaban los extranjeros, cualesquiera que fuesen. Tampoco los británicos, sobre todo después de la contienda.

Propaganda en la cuerda floja

Suponemos que no se refería al sentimiento prevaleciente entre los vencidos de que había sido la política de no intervención británica la que cavó la fosa de la República. Sin duda estaba más al tanto del sentir de los vencedores, empezando por el mismo Franco.

Todos creían que los británicos habían ayudado más a los republicanos. No era cierto, pero tal noción fue una constante que ya había aflorado en septiembre/octubre de 1936. Franco no tardó en deshacerse de su secretario de Relaciones Exteriores, el embajador Juan Serrat, que era absolutamente consciente de que, en realidad, los británicos ayudaban a los sublevados.

La embajada, afirmó Hillgarth, se movía en la cuerda floja al confrontar dos realidades: por un lado, el régimen había impuesto límites a la propaganda legal que de la causa anti-nazi pudiesen hacer los diplomáticos (pero era preciso avanzar y no desanimarse lo más mínimo); por otro, subsistía la necesidad de influir sobre mentes y voluntades para remachar la idea de que los alemanes no querían el bien de España sino, simplemente, utilizarla para sus propios fines. Se daba el caso que la propaganda nazi manejaba la idea de que los británicos repondrían la República y al Gobierno de Negrín si ganaban la guerra.

Reino Unido necesitaba encubrir su influencia y contrarrestar la tendencia española a la indiscreción. Algún general ya se había ido de la lengua

Por muy elevada que fuese la xenofobia de los españoles, había que tratar de convencerles de que los alemanes eran más “odiables”. Para ello cabía aprovecharse del agotamiento causado por la guerra civil y del temor a que pudiera desatarse otro conflicto.

Tan pronto como los nazis llegaron a la frontera en Irún, muchos españoles habían empezado a verles bajo una luz diferente. Había que explotar el hecho de que muchos despreciaban a la Falange, corrupta e incompetente. El apoyo que los nazis le proporcionaban generaba resistencias. Uno de los sobornados había sido elegido por sus compañeros para que dijera con claridad al embajador alemán que una presión fuerte por parte de Berlín encontraría oposición.

Calcular bien los tiempos

Una baza consistía en fortalecer los sentimientos contra la alineación con el Tercer Reich. Era inútil hacerlo a nivel del hombre común y corriente y a través de la embajada. Había que llegar directamente a los decisores o a quienes influían en ellos. Durante la segunda mitad de 1940 se habían hecho grandes progresos. El Ejército constituía el núcleo de poder y mucha gente lo apoyaba, al menos sicológicamente. Así pues era muy pertinente que la atención británica continuase concentrándose en ciertos generales significativos y en algunos (pocos) civiles cualificados.

Serrano Suñer era consciente del peligro para su posición pero, en la opinión de Hillgarth, no se atrevía a llegar a una confrontación con los militares por temor a que pudiera desencadenar la invasión alemana que tantos temían. De aquí que se tolerase un cierto margen a la controlada prensa. En tal situación, había que seguir ganando tiempo.

Los sobornos habían abordado otras dimensiones. Se había pensado en apoyar eventuales acciones de retardamiento y concebido planes de resistencia en la zona sur. También cabía ayudar a algunas guerrillas. Las regiones donde las ideas británicas habían calado más eran Navarra, Cataluña, Galicia, Asturias y el País Vasco.

Existían posibilidades de realizar acciones de sabotaje (tarea que correspondería al SOE, Special Operations Executive), formar saboteadores en Inglaterra, etc. En la documentación desclasificada no hay mucha información sobre estos temas. De algunos se conocen bastantes retazos que ha estudiado Messenger. Además, la sección D del SIS/MI6 había establecido contacto con exiliados republicanos.

Sin tocarle las narices al régimen

Hillgarth se había topado con dos grandes problemas: el primero la necesidad absoluta de encubrir la influencia británica; el segundo, cómo contrarrestar la tendencia española a la indiscreción. Algún general ya se había ido de la lengua. Si la actuación británica llegaba a conocerse, la operación fracasaría ya que se vería como una injerencia extranjera. Esta argumentación era correcta.

El objetivo no era apaciguar. Nadie que hubiese vivido en España y con españoles querría o podría apaciguarlos, afirmó Hillgarth.

Beigbeder, por ejemplo, había achacado su destitución a que los nazis impusieran a Franco la no aceptación de una operación de suministro de trigo norteamericano. Cuando la policía franquista informó sobre tales manifestaciones reconoció que el argumento de que Estados Unidos e Inglaterra estaban deseosos de favorecer a España, al contrario que el Tercer Reich, era el de mayor peligrosidad.

Hillgarth afirmó que para atajar el segundo problema había que calcular muy bien los tiempos. Si se producía una invasión alemana (o si Franco se alineaba activamente con el Eje) los británicos solo podrían hacer algo después de que ello tuviera lugar, nunca antes.

Mientras los sobornos surtían efecto de forma lenta y solapada, la política oficial debía consistir en mantener relaciones amistosas y dar muestras de paciencia ante impertinencias y provocaciones (como la continuada ayuda secreta al Tercer Reich que ha estudiado brillantemente Ros Agudo y que los autores profranquistas suelen reducir en todo lo posible). La clave consistía en mantenerse absolutamente firmes en temas fundamentales.

Ni británicos ni alemanes

Había que convencer a los españoles de la potencia británica. Esto, tras el fracaso de la ofensiva aérea alemana contra Inglaterra, era relativamente fácil. Lo que no había que hacer era amenazar o presionar sin dejar al régimen una salida. De aquí la conveniencia de ayudar económicamente y no dar la impresión de querer “comprar” apoyos ni chalanear.

Lo sustantivo era persuadir a los decisores de que las oportunidades se situaban del lado británico y que, de seguir la vía alemana, se encaminarían a la ruina. Las instrucciones recibidas por el nuevo agregado de prensa de la embajada, Tom Burns, iban en esta línea y un espía español en ella incrustado no tardó en comunicarlas. Llegaron a Franco.

El objetivo no era apaciguar. Nadie que hubiese vivido en España y con españoles querría o podría apaciguarlos, afirmó Hillgarth. De lo que se trataba era de ayudarles a generar anticuerpos que permitieran potenciar la voluntad de resistir a los alemanes.

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(Tercera entrega, el próximo lunes 9)

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Al estallar el conflicto, el Gobierno británico estableció un comité interministerial para aprobar los gastos de los diferentes Ministerios que implicasen el uso de moneda extranjera. El Banco de Inglaterra había previsto tiempo atrás que su racionamiento debería ser muy estricto desde el principio. Al autorizar Churchill, el 27 de junio de 1940, la propuesta de Hoare ya se habían girado dos millones de dólares, adelantados por March, a cuentas en el extranjero.

Winston Churchill Francisco Franco
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