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60.000 reales y 'Las Meninas' son suyas
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LA ÚLTIMA TASACIÓN DE LA OBRA FUE HACE 200 AÑOS

60.000 reales y 'Las Meninas' son suyas

Goya participó en la última tasación de las obras de las colecciones reales, que ocurrió hace 200 años. 'Las Tres Gracias' valían entonces 20.000 reales

Foto: Detalle del mastín al que pisa Nicolasito Pertusato, enano de origen noble del Ducado de Milán, en 'Las Meninas', de Velázquez.
Detalle del mastín al que pisa Nicolasito Pertusato, enano de origen noble del Ducado de Milán, en 'Las Meninas', de Velázquez.

El arte dejó de tener precio cuando empezó a ser valorado. Una vez los reyes y las cortes vieron en la pintura algo más que un elemento decorativo para esconder las paredes de sus palacios, la historia del arte pasó de ser un activo amortizable a un activo simbólico. Algo con lo que no se podía comerciar, un objeto más allá del trueque. Fue entonces cuando todo cambió, el momento en el que preguntarse por el precio de una obra maestra devaluaba la obra misma y la sensibilidad de quien quería averiguar el costo de la belleza.

Doscientos años después, el gusto y los valores han vuelto a cambiar y todo lo que no tiene precio no existe. Dinero es igual a vida. Estos días comprobamos cómo la ciudad o el Estado que entra en bancarrota y debe hacer frente a esos acreedores a los que ha defraudado durante años, hace de la bolsa la vida y pasa recuento de todo lo que ha sido para saber cuánto tiene. Hoy, en el mercado de los saldos, con el trabajo de un pueblo a precio de derribo, el chamarilero entra en un museo y señala lo que le deben. Doscientos años después, cuando el dinero justifica los medios y la rentabilidad es la madre de la inversión, el arte debe tener precio para ser valorado. Para ser protegido, para mantenerse en el patrimonio de la comunidad que lo ha preservado con esfuerzo.

Hace dos siglos tres hombres tasaron por última vez el mayor tesoro que todavía conserva España: las pinturas de las colecciones reales. Francisco de Goya y Lucientes, Francisco Bayeu y Jacinto Gómez entraron en el Alcázar a la muerte de Carlos III, y firmaron el 25 de febrero de 1794 el último gran inventario que puso precio a la joya de la corona: 6.876.530 reales valía el conjunto de pinturas que tapizaban las paredes del actual Palacio Real madrileño.

También se revisaron las obras de La Granja, El Pardo (quinta del Duque del Arco), Aranjuez, El Escorial (la casita de campo del rey), Torre de la Parada, Batuecas, Viñuelas y Zarzuela. Ninguna de estas con el poderío iconográfico y artístico que se acumuló en el Alcázar para exaltación nacional ante las delegaciones extranjeras.

Desde entonces nunca, nada, nadie ha vuelto a certificar el valor de las pinturas que sobrevivieron al devastador incendio de 1734. Aquella Nochebuena se salvan algo más de mil obras, pero durante las cinco interminables jornadas de fuego se abrasan más de quinientos cuadros, porque –como recuerda la crónica escrita por el marqués de Torrecillas- “como las pinturas del Salón Grande estaban embutidas en la pared, sólo pudieron arrancarse algunas que estaban bajas, pues no había escalera”.

Entre las supervivientes, la obra más cara de todas, la más valorada desde su llegada a palacio,El pasmo de Sicilia, de Rafael, 400.000 reales, por la que Felipe IV se empeñó de por vida con el monasterio de Santa Maria dello Spasimo de Palermo, anteriores dueños del gran cuadro, con quienes firmó pagar 4.000 ducados de renta perpetua, así como 500 ducados de renta vitalicia al abad Starapoli, intermediario que actuó de marchante y que promovió la venta de la obra a cambio del suculento porcentaje. Incluso se prestó a acompañar el cuadro hasta Madrid.

Goya, Bayeu y Gómez, los pintores de cámara que revisan cada una de las dependencias y valoran según su criterio, el de la moda y el del tamaño el precio que tiene lo que ven sus ojos. Dichosos ojos caducos, que no sólo declaran el precio del arte, sino el gusto de una época: 20.000 reales paraLas tres GraciasdeRubens, mientras que Mengs, el protegido del monarca recién fallecido, es digno de 100.000 reales porLa anunciacióny otros 100.000 porEl nacimiento. Tiziano también es peor valorado que el pintor alemán: la copia que hace deAdán y Evadel de Rubens son 15.000 reales y del hoy perdidoVenus y Cupido(del que Rubens hizo copia), 9.000 reales.

Sólo Carlos V en Mühlberg del veneciano parece impresionar a los tres expertos, que lo tasan con un precio de 80.000 reales. Este famoso retrato real es el único al que, desde los primeros inventarios del siglo XVII, se le permite saltarse una de las mayores prohibiciones: a los reyes no se les puede tasar, no tienen precio, ni tampoco a su imagen, porque son “persona real”.

Los pintores de cámara siguen su itinerario, van de sala a sala del Palacio Real, pasan por el oratorio, el dormitorio, la librería, la antecámara de las señoras infantas, el tocador, el gabinete… Cada cuarto y sus pinturas. Las pinturas y sus cuartos. Las pinturas definen la estancia y la estancia define el motivo de las pinturas. En el gabinete hay once cuadros, veintiuno en la “pieza del retrete” (en lugar tan reservado hay un par de paisajes de Claudio Lorena a 4.000 reales los dos, y un San Jerónimo de Ribera por 3.000 reales) o quince en un dormitorio. También pasan por el cuarto del mayordomo mayor de S. M., en el que hay la escalofriante cifra de 32 retratos “de personas reales de España, Portugal y Nápoles” (todos por 45.000 reales), 24 “paisajes chicos” (todos por 6.000, no estaban tan bien valorados) y dos cuadros de devoción de la Virgen. Que no falte.

Hasta llegar a la “pieza de paso al dormitorio de la Señora Infanta”. Allí se encuentra La familia de Felipe IV o Las Meninas. María Agustina Sarmiento, Isabel de Velasco, Maribárbola, Nicolás de Portosanto, Marcela de Ulloa, el monarca y Velázquez. Todo por 60.000 reales. Un euro son 700 reales. A la cuenta hay que sumar la inflación acumulada en estos dos siglos. Curiosamente, en la tasación a la muerte de Felipe V, en 1747, se fija el precio en 25.000 reales. Cinco décadas después el cuadro multiplica su admiración y duplica su precio. Y en 1701 la cuantía era de 10.000 doblones (La Gioconda del Prado, 200 doblones), pero esa es otra historia.

El pintor sevillano tiene una suerte desigual a ojo de experto. Dejan El aguador en 3.000 reales, al extraordinario Marte en 10.000 reales, La triunfo de Baco o Los borrachos a 40.000 reales, con “tres varas y media de alto el cuadro llamado de Las Hilanderas” al mismo precio de Las Meninas. Goya, Bayeu y Gómez ven en La fragua de Vulcano y Apolo que avisa del adulterio de Venus [sic] una pintura superior, un cuadro valorado en 80.000 reales. Pero no es el más cotizado de Velázquez.

En el repaso del inventario por las estancias reales aparece en la “pieza de vestir” un cuadro extraordinario, que dobla la cuantía del de la familia de Felipe IV, tiene “cuatro varas y media de largo y tres y media de alto”. Es “la entrega de las llaves de una plaza”, ya saben, La rendición de Breda o Las lanzas, una de las obras más famosas del artista, pintada para el Salón de Reinos del palacio del Buen Retiro, en 1634. La cantidad asciende a 120.000 reales. Aunque de formatos distintos, las medidas son muy cercanas. En la valoración no parece que el tamaño importase.

Todas estas obras siguen sin tener precio real y las cuentas hechas hace dos siglos no sirven para nada porque están expresadas “en monedas actualmente inexistentes cuya conversión a euros no se puede efectuar”, explican las cuentas del Museo Nacional del Prado, donde descansan todas estas obras maestras. “Se podrán valorar por un valor simbólico o cero”, aclaran. El mayor tesoro español está en la sala 12 del Prado, en el corazón del museo, y su precio es de “cero”. La valoración está a la par, en un país que recorta ayudas para mantenerla sano y a salvo y le da la espalda con una alarmante caída de visitantes. El precio o la vida.

El arte dejó de tener precio cuando empezó a ser valorado. Una vez los reyes y las cortes vieron en la pintura algo más que un elemento decorativo para esconder las paredes de sus palacios, la historia del arte pasó de ser un activo amortizable a un activo simbólico. Algo con lo que no se podía comerciar, un objeto más allá del trueque. Fue entonces cuando todo cambió, el momento en el que preguntarse por el precio de una obra maestra devaluaba la obra misma y la sensibilidad de quien quería averiguar el costo de la belleza.

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