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El Prado hace hueco a Japón
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ES LA PRIMERA VEZ QUE LA PINACOTECA RECOGE ARTE DE LA ESCUELA JAPONESA

El Prado hace hueco a Japón

El Museo Nacional del Prado ha instalado dos máquinas del tiempo en la galería central del edificio Villanueva, que viene a ser la columna central de

El Museo Nacional del Prado ha instalado dos máquinas del tiempo en la galería central del edificio Villanueva, que viene a ser la columna central de las colecciones de la institución. El drama de los retratos, de las escenas mitológicas y bíblicas, el gran tamaño de los lienzos, los colores vibrantes y la fidelidad a la realidad trucada de los pintores venecianos del siglo XVI –a la zaga TizianoTintoretto y Veronese-, abre un paréntesis al arte oriental del siglo XVIII y XIX.

Flanqueando al retrato ecuestre de Carlos V en la batalla de Mühlberg, dos vitrinas gigantes, acristaladas, conservan sendos biombos japoneses de la escuela Rimpa. A un lado Grulla y ciervo, procedente del Museo de Arte Seikado Bunko de Tokio, obra de Ogata Korin (1658-1716), uno de los pintores más representativos de la escuela del periodo Edo (1603-1868).

Al monarca español armado le separan algo más de un siglo de las estampas decorativas de interior, que son fruto de una férrea endogamia pictórica que mantuvo a los artistas japoneses de esta etapa creativa aislados del resto del mundo. La tradición sin mezclas, sin influencias, estampas que hacen referencia a otro tiempo y casi a otro planeta, en el que las culturas se mantenían sin conexión.

De hecho, no es hasta la famosa Exposición Universal de París, de 1867, cuando Japón decide tender puentes y participar por primera vez en el evento que le convertirá en la principal fuente de inspiración exótica de la marchita sociedad europea. Justo en pleno oleaje vanguardista, en el que Katsushika Hokusai y Ando Hiroshige serán referencia para los pintores impresionistas gracias al colorido de aquellas imágenes del mundo flotante, estampas costumbristas, resueltas con una técnica nueva y colores muy contrastados.   

Realistas contra abstractos

El biombo de la Grulla y el ciervo son cuatro hojas de la serie completa de una representación de las cuatro estaciones. El ciervo se mueve junto a un cerezo en flor, de un tono blanco brillante –gracias a la restauración-, y la grulla está vinculada a un arce de hojas con un rojo dominante. Ambos muestran el ciclo estacional que ocurre entre la primavera y el otoño. Tanto la presencia vegetal como animal flota sobre un fondo dorado, sin volumen ni intención realista. Las figuras, ejecutadas desde un virtuosismo extremo, están recortadas sobre ese vacío bruñido, evitando cualquier ramalazo dramático y reflejo real.

Lo más interesante de la pequeña muestra es el contraste entre el mundo occidental y el oriental, sin posibilidad de encuentro. El otro biombo, de Sakai Hoitsu (1761-1828), en el que aparecen plantas y flores de las cuatro estaciones junto a un arroyo, procede del Museo Nacional de Tokio. Un siglo más joven que el anterior ejemplo, en este caso el pintor ya se muestra menos rígido y decorativo, aunque se mantiene dentro de los límites ornamentales del arte. El caudal del río, el viento que mueve las plantas y sus flores, es una imagen fugaz propia de las estampas que tanto adoraron las clases urbanas japonesas de los siglos XVII al XIX.

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El realismo no es tan tabú en estas cuatro hojas de las láminas destinadas a la separación y privacidad de las estancias. Hay un intento por acercarse a la naturaleza, aunque siempre bajo la interpretación de la misma, con el resultado de una fuerte idealización en los límites de la abstracción. En esos términos, un arte más sofisticado que el europeo, que circulaba por otras vías, sobre todo si pensamos que coetáneo de Hoitsu es Goya

El breve apunte que hace El Prado a la pintura japonesa –con la excusa del año dual entre España y Japón- tiene otro pequeño apartado en la sala 60, con una selección de 26 estampas japonesas de los siglos XVIII y XIX, pertenecientes a las colecciones del propio Museo. Es un recorrido por la amplia tipología de géneros de estas escenas cotidianas: meisho, guías urbanas y vistas de famosos lugares; bijinga, retratos de cortesanas; y yakusha-e o retratos de teatro kabuki. 

El contraste con las vistas de Sorolla, Aureliano Beruete y Pradilla que rodean esta sala es tan chocante como en la galería central. “Es la primera vez que el museo dedica una exposición al arte oriental”, aseguró durante la presentación a prensa el comisario José Manuel Matilla, jefe del Departamento de Dibujos y Estampas del Museo Nacional del Prado.

Un apunte orientalista que finaliza con las vistas campestres de Utagawa Hiroshige. Son escenas que reflejan el mundo placentero de la masa popular, considerada de bajo estatus, que comenzó a “ocupar parte de su tiempo libre en el deleite y disfrute del presente en los teatros y en los barrios de las cortesanas”, explica el especialista Ricardo Bru en el impecable catálogo.

El grabado japonés de estos siglos tratados en la colección heredada en 1971 del Museo Nacional de Arte Moderno –que nunca se habían visto hasta el momento en El Prado- cuenta con unas innovaciones técnicas que permiten la policromía sobre los temas mencionados. A pesar de la adoración que ahora sentimos por estas delicadas piezas, los ukiyo-e, editados y reeditados un sinfín de ocasiones durante el siglo XIX, eran considerados obras de escaso valor y carentes de calidad. Tan inferiores como una postal. Un tamaño perfecto para su difusión mundial, capaz de traspasar las fronteras y viajar al lejano occidente. Un pequeño ejército colonizador del espíritu artístico extraño con un reverso peligroso: el final del antiguo encanto.

El Museo Nacional del Prado ha instalado dos máquinas del tiempo en la galería central del edificio Villanueva, que viene a ser la columna central de las colecciones de la institución. El drama de los retratos, de las escenas mitológicas y bíblicas, el gran tamaño de los lienzos, los colores vibrantes y la fidelidad a la realidad trucada de los pintores venecianos del siglo XVI –a la zaga TizianoTintoretto y Veronese-, abre un paréntesis al arte oriental del siglo XVIII y XIX.

Museo del Prado