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El negro es rosa y el rosa es negro
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El negro es rosa y el rosa es negro

El negro es un color falsamente absoluto. Compruébenlo contrastando las prendas de su guardarropa. Hay un negro que tira a pardo y un negro brillante. Un

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El negro es rosa y el rosa es negro

El negro es un color falsamente absoluto. Compruébenlo contrastando las prendas de su guardarropa. Hay un negro que tira a pardo y un negro brillante. Un negro tornasol que no se sabe si es azul o tal vez violeta o gris. Un negro amarronado y un negro en el que se adivinan hilos de color marengo. Un negro mate y un negro fosforescente conseguido a base de una sucesión recosida de paillettes. Negro de frac, negro pingüino y negro cuervo. Negro mosca. Negro de camiseta de verano desteñida al ser lavada en caliente. Negro carbón y negro betún que no son lo mismo. Negro noche. Nubosa o estrellada. Con luna o con las bombillas fundidas. Negro con esa punta de rojo que resulta tan seductora. Negro opalino y negro azabache como el de los pendientes que se venden en Santiago de Compostela. Quizá es que al leer y al escribir todos nos hemos vuelto un poco daltónicos. Por lo menos yo, que últimamente tengo la sensación de que el negro es rosa y el rosa es negro. Sobre todo, en lo literario.

Con las novelas “negras” sucede algo parecido a lo que ocurre con las infinitas posibilidades de la gama cromática del negro. Hay novelas negras convencionales que homenajean el polar francés o a los clásicos estadounidenses. Novelas que trasvasan personajes arquetípicos a otros espacios, de modo que los detectives ya no huelen braguetas en Los Ángeles sino en los burdeles de la frontera leridana o en las sucursales bancarias de Móstoles. También hay un género negro metaliterario y un género negro político. Y un género negro que por ser metaliterario es político. Y viceversa. Hoy no les voy a hablar de los de siempre –que son buenos pero a quienes ustedes conocen de sobra-, sino de una novela que se apropia en la misma medida que se aparta de los convencionalismos del género: La promesa de Kamil Modrácek del escritor checo Jiri Kratochvil publicada en Impedimenta. 

La misma editorial hizo un hueco en su catálogo al motorizado y culturalista detective-profesor Gervase Fen, cuya paternidad se debe a Edmund Crispin. Precisamente el logro principal de otra novela tal vez negra, publicada recientemente, consiste en la creación de un detective culturalista y british, Mr. Tatel, que anda investigando el paradero de la flauta-pipa de Mozart y, de paso, algunos crímenes: todos ellos se cometen en un nuevo espacio mítico, Violincia, una ciudad prostibularia, psicológica y tan agradablemente desmesurada como el lenguaje del libro. La novela se llama Club La Sorbona, la firma Luis Artigue, y la edita Alianza.  

Posmodernismo checo

A Jiri Kratochvil se le considera seguidor de Milan Kundera, del realismo mágico y adalid del posmodernismo checo. En La promesa de Kamil Modrácek, para criticar el estalinismo en la antigua Checoslovaquia, parte de un leitmotiv político: todas las utopías constituyen campos de concentración. La novela de Kratochvil se emparenta con la anarco-distopía de La niña verde (Duomo) de Herbert Read y con una película de Emir Kusturica que seguro que muchos de ustedes aún conservan en la cajita de sus recuerdos: Underground

Los túneles, las bóvedas, las cúpulas y las estancias subterráneas de la ciudad de Brno acaban siendo como La torre de los siete jorobados de Neville, ese espacio inverso y simétrico al espacio exterior, donde el arquitecto Modrácek cumple la promesa de vengar la muerte de su hermana Eliska. Podemos imaginar, deambulando por allí, al Orson Welles de El tercer hombre. Por escaleras y arquitecturas hacia arriba y hacia abajo, irresolubles y laberínticas, que marean al espectador.

El libro cuenta con todos los atractivos ingredientes de esas ficciones de la posmodernidad que han dado una vuelta de tuerca a la novela enigma como género misterioso y a la novela negra como género político: el mundo especular; la búsqueda de la luz; la concatenación de acontecimientos casuales que permite encontrar un mundo como en Tlön, Uqbar y Orbis Tertius (Alianza editorial) de Borges, el precursor absoluto de estas retóricas y cosmovisiones; la referencia al texto literario como clave de conocimiento en un lugar donde la naturaleza puede imitar peligrosamente al arte; Nabokov y sus jugadas de ajedrez a dos movimientos; tiendas de juegos de mesa y de naipes; el temible imaginario de la consulta del odontólogo; fingimientos, efectos teatrales, trampas y trampillas; voces y géneros que se ligan, como delicada salsa, en una bechamel cómica; el descubrimiento de los subterráneos de Brno como una epifanía; un detective que, como los de Ellroy, es de la estirpe de los redomados mirones; la presencia autoficcionada de la familia del escritor y del escritor en sí mismo; una sexualidad mórbida y secreta, adulterina, demente, delictiva; una niña tonta y el relieve misterioso del autismo, el delgado límite que separa la marginación de la genialidad estética…

Entre un capítulo que describe los comportamientos sexuales en la etapa comunista y otro titulado Postcoito, el autor reflexiona, en un lento y vaginal trayecto en ascensor, sobre las relaciones entre los regímenes totalitarios, la represión y el esplendor artístico. De la novela se desprende la idea de que la mayor creatividad podría ser el resultado del encorsetamiento y la norma. De las jugadas a dos movimientos de Nabokov o del juego de damas que, por su limitada movilidad sobre el tablero, por su estrechez, es la imagen metafórica de una fructífera imaginación deductiva: así lo explica Poe en el arranque de Los crímenes de la calle Morgue (Alianza editorial).

En La promesa de Kamil Modrácek, Jiri Kratochvil pone de manifiesto que la literatura explícitamente política, incluso panfletaria, puede ser excelente. Este es un asunto sobre el que, a lo mejor, merecería la pena volver para sacar del cubo de la basura a un montón de escritores españoles demonizados por un compromiso político que se creía incompatible con la excelencia literaria.

Dejen todo en mis manos

Mario Levrero era un magnífico escritor uruguayo que escribía libros donde un magnífico escritor uruguayo contaba sus rarezas domésticas, leía novelas negras que buscaba por los rastrillos de la ciudad, amaba mujeres que lo cuidaban, perseguía el relato de experiencias luminosas que no debían perder su luz al ser contadas y veía metáforas trascendentales en la figura y el comportamiento de ciertos pájaros. La novela luminosa (Mondadori) es un festín metaliterario de esos con los que el lector gourmet –no sé yo si el lector bon vivant pensará lo mismo- se regodea y se chupa los deditos. Pata negra, Beluga, auténtica angula de Aguinaga. 

Sin embargo, hoy traigo aquí a Levrero por otro de sus libros, Dejen todo en mis manos, publicado en 2007 por Caballo de Troya: un escritor-detective, chandleriano y uruguayo, ha de cumplir una única misión en un sitio que no es un sitio. Se llama Penurias y sus habitantes configuran una peculiar galería cómica: la puta, la madre, la maestra, la poetisa, la viajera… Busquen el libro. Disfruten de su levedad aparente. No crean al editor Constatino Bértolo cuando escribe, en el aviso de lectura de la contraportada, que Dejen todo en mis manos es una falsa “novela negra”. Es una novela. Falsa como todos los artefactos del género, pero medularmente verdadera en el efecto que produce en el lector con su humor kafkiano y con su forma de construir el paisaje y, de paso, la soledad. Negro profundo y aleve. Negro.

El negro es un color falsamente absoluto. Compruébenlo contrastando las prendas de su guardarropa. Hay un negro que tira a pardo y un negro brillante. Un negro tornasol que no se sabe si es azul o tal vez violeta o gris. Un negro amarronado y un negro en el que se adivinan hilos de color marengo. Un negro mate y un negro fosforescente conseguido a base de una sucesión recosida de paillettes. Negro de frac, negro pingüino y negro cuervo. Negro mosca. Negro de camiseta de verano desteñida al ser lavada en caliente. Negro carbón y negro betún que no son lo mismo. Negro noche. Nubosa o estrellada. Con luna o con las bombillas fundidas. Negro con esa punta de rojo que resulta tan seductora. Negro opalino y negro azabache como el de los pendientes que se venden en Santiago de Compostela. Quizá es que al leer y al escribir todos nos hemos vuelto un poco daltónicos. Por lo menos yo, que últimamente tengo la sensación de que el negro es rosa y el rosa es negro. Sobre todo, en lo literario.