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Vermeer, el dios de las pequeñas cosas
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EL FILÓSOFO TZVETAN TODOROV REDEFINE LA PINTURA HOLANDESA DEL SIGLO XVII

Vermeer, el dios de las pequeñas cosas

Cuando los pintores hicieron bello lo que no es y la vida cotidiana, prosaica y accidental se convirtió en protagonista, un pescado en un plato dejó de ser la comida de

Cuando los pintores hicieron bello lo que no es y la vida cotidiana, prosaica y accidental se convirtió en protagonista, un pescado en un plato dejó de ser la comida de los apóstoles. Cuando un pescado en un plato dejó de ser comida de evangelistas, la pintura volvió a nacer para hacer de lo profano el centro de la nueva oración artística. Cuando lo cotidiano triunfó sobre lo excepcional, los vínculos que someten la pintura a la religión desaparecieron y esa mujer que cruza un patio y esa madre que pela manzanas son tan bellas como las diosas del Olimpo.

Holanda, siglo XVII, por primera vez el tema central y organizador del cuadro ya no es la historia santa, ni los mitos griegos, no la vida heroica de los personajes ilustres, sino la vida vulgar de las personas anónimas y sus pequeñas e insignificantes cosas que tomaron como gloriosas Rembrandt, Frans Hals, Jan Steen, Gerard Ter Borch, Pieter De Hooch y, por supuesto, Johannes Vermeer.

“En la historia de la creación humana –arte, literatura o pensamiento- hay momentos afortunados en los que la humanidad se enriquece con una nueva visión de sí misma”, escribe el filósofo búlgaro Tzvetan Todorov (Sofía, 1939) en su nuevo ensayo breve, Elogio de lo cotidiano (Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores). El premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales de 2008 reivindica la visión filosófica -más allá de la destreza técnica por la que ha sido reconocida- de una pintura que se caracterizó por el amor al mundo, la alegría de vivir y la glorificación de lo real.

Belleza con mensaje

“No se trata de meras fórmulas técnicas, de recetas que bastaría con aprender. En esos momentos está en juego algo más esencial, que tiene que ver incluso con la interpretación del mundo y de la vida. Es una cuestión no de virtuosismo artístico, sino de sabiduría humana, aun cuando ésta sólo se exprese a través de las formas artísticas”, escribe el autor de Los enemigos íntimos de la democracia. Por eso el intelectual interpela al visitante del museo: no basta con admirar su belleza, hay que tratar de descifrar el mensaje que nos lanzan.

No son alquimistas que convierten el barro en oro, aunque lo hagan. No son eso sólo, por encima de cualquier capricho fino son capaces de ayudarnos a interpretar el mundo más que “a entusiasmarnos con dulces ilusiones”. Fueron capaces de encontrar el sentido de la vida en la propia vida. Ellos no inventaron la belleza, pero nos la descubrieron. “En la actualidad, amenazados como estamos por nuevas formas de degradación de la vida cotidiana, al contemplar estos cuadros estamos tentados de encontrar en ellos el sentido y la belleza de nuestros gestos más básicos”.

El triunfo de la subjetividad del artista sobre la objetividad del mundo es una conquista que tiene su origen en la moral, no en el propio arte. El protestantismo anticipa el florecimiento de la pintura realista en los Países Bajos, porque el auge de la iconoclasia –paradójicamente- permite al arte prescindir de la religión y centrarse en el mundo profano. Además, se le concede un insólito valor a la vida secular. La vida material y la espiritual no se enfrentan, se funden. Como dice Erasmo, dios está en todas partes no sólo en los monasterios.

Pintores y filósofos

“En realidad, el cambio se produce en las costumbres y los pintores son los primeros en darse cuenta de ello. Ellos revelan ese cambio de moralidad. Afirman la autonomía del individuo antes que Montaigne”, explica Todorov a este periódico, en la sede del Instituto Francés en Madrid. Avanza que el nacimiento de la autobiografía en su forma moderna es una consecuencia de esta atención por lo cotidiano y por el culto a los sentimientos, la libertad, el amor, las pasiones, el descubrimiento del ser humano dirigido por sus pasiones. Insiste en que esto ocurrió antes en el arte y la literatura que en la filosofía.

Todorov ha defendido siempre que la imagen es reflexión sobre el mundo de los hombres. Siempre. Tanto de manera consciente como no. Para él un gran artista es un pensador de primera magnitud. En su libro Goya. A la sombra de las luces (Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores) coloca al pintor de Fuendetodos a la altura de Kant y Hegel, tan importante como Goethe o Dostoievski. “El motivo por el que no vemos a los pintores como pensadores no está en ellos, sino en nosotros”.

Ese es el motivo por el que Todorov aclara que no son imágenes que se limitan a representar objetos. ¿Relatos edificantes o fragmentos de vida? ¿Máscaras morales o espejos del mundo? Estos cuadros nos hablan, no están desprovistos de dimensión moral. “Para los holandeses de esta época, poseídos por una auténtica pasión moralizante, la vida cotidiana es cualquier cosa menos terreno neutro”, dice.

Vermeer, el adelantado

Tendrían que pasar casi doscientos años para que a la imagen se le amputara el significado y la intención moral y se le dejara en pura imagen, nada más y nada menos. La pintura seguía siendo figurativa a finales del siglo XIX, pero deja de ser una representación para convertirse en una presentación. En una presencia. Manet y Degas seguían pintando personas, objetos y lugares, como los holandeses del XVII, pero se invita al espectador a que deje de preguntarse por lo que el mundo de la pintura representa.

Sin embargo, hubo uno entre aquellos pintores holandeses amantes de lo cotidiano que neutralizó el significado moral de lo representado por la fuerza de lo representado: Johannes Vermeer. “Entendemos ahora por qué nos dio la impresión de que Vermeer se salía un poco de su tiempo, y por qué dos siglos después los pintores y escritores veían en él a uno de los suyos”, escribe el intelectual búlgaro. Porque fue el primer pintor moderno.

Llevó la pintura holandesa de género a su más alto nivel, pero, como suele suceder, el nivel superior de una cualidad no es necesariamente el más representativo”. En los 35 cuadros que se le atribuyen no se pone al servicio de la temática, sino que se sirve de ella. Todorov cuenta que los objetos de Vermeer están pintados con tanta intensidad, que se detiene de una manera tan monumental en las pequeñas cosas, que sin darnos cuenta nos vemos impedidos a ir más allá de la escena que tenemos ante los ojos. Abandonamos el mundo representado y nos instalamos en el propio cuadro.

“Logra una representación tan perfecta que no da la impresión de pintar a personas, sino cuadros. Lo que le interesa a este maestro no es el mundo de los hombres, sino el de la pintura”, añade certeramente. Pensemos en La lechera o en su Mujer con collar de perlas, son demasiado perfectos, explica Todorov, como para que la escena representada sea otra cosa que un punto de partida. La intención de estos cuadros no es psicológica ni moral, sino pictórica. Anuncia así una manera de entender la pintura que tardará en imponerse doscientos años después.

Cuando los pintores hicieron bello lo que no es y la vida cotidiana, prosaica y accidental se convirtió en protagonista, un pescado en un plato dejó de ser la comida de los apóstoles. Cuando un pescado en un plato dejó de ser comida de evangelistas, la pintura volvió a nacer para hacer de lo profano el centro de la nueva oración artística. Cuando lo cotidiano triunfó sobre lo excepcional, los vínculos que someten la pintura a la religión desaparecieron y esa mujer que cruza un patio y esa madre que pela manzanas son tan bellas como las diosas del Olimpo.