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La novela que no gustará a Gallardón
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MARTA SANZ RECUPERA UNO DE LOS TEMAS TABÚES DE LA LITERATURA ESPAÑOLA: EL ABORTO

La novela que no gustará a Gallardón

Una caja negra registra el relato de la catástrofe. La vida de Catalina Hernández, alias Daniela Astor, sufrió en noviembre de 1978 un revés sobrecogedor

Una caja negra registra el relato de la catástrofe. La vida de Catalina Hernández, alias Daniela Astor, sufrió en noviembre de 1978 un revés sobrecogedor del que trata de sobreponerse cincuenta años más tarde, masticando un nudo que quedó trabado cuando tenía doce años de edad. A punto de los trece, Cata o Daniela, es una niña que siente rencor hacia todas las cosas. Todo lo que se sitúe entre dios y su madre, incluidos, nada se libra. Odia porque le han negado la vida que le habían contado en las películas, en la televisión y en las revistas del corazón, donde aparecía Susana Estrada, su pecho y Enrique Tierno Galván, donde el mejor apellido es una sofisticada marca de pintauñas. Un mundo de misses, Pink Lady y Golden, escotes y destapes, es decir, de “sueños de mierda” asediados por una palabra tabú: aborto.

Una caja negra también es la nueva novela de Marta Sanz (Madrid, 1967). La escritora ha mejorado la eficacia del registro con la voluntad de la respuesta y de esta manera todos los hechos del pasado son contestados desde el presente. Sí, un ajuste de cuentas con aquella España de la caspa y la hipocresía capaz de crear y defender leyes que mandaron a la cárcel a las mujeres que decidieron sobre su cuerpo y su vida.

Daniela Astor y la caja negra (Anagrama) es una novela imprescindible en la condena contra los silencios y las lacras arraigadas de aquellos años de un país que no se atrevió con el futuro. Es el eslabón que recoge la valentía de Juan García Hortelano y Luis Martín Santos, cuando escribieron Nuevas amistades y Tiempos de silencio. Hace de ello más de cuarenta años. La primera recrea un paraíso ciego sin injusticias ni pobrezas ni problemas, en una burguesía que quiere acallar un aborto. La segunda, el retrato sórdido de las condiciones de la clandestinidad del aborto.

Marta Sanz es una de las voces más destacadas de la literatura de emergencia, esa que a golpe de novela logra que un país camine hacia una gran transformación civilizada y ética. Es la obra de una escritora que toma sus palabras como frutos de su tiempo. Porque cualquier mirada suya es una mirada sobre su contexto, el nuestro. ¿Es este libro una contestación a la Transición o es una denuncia sobre la pérdida de derechos ciudadanos justificado vía crisis económica? Es una pregunta retórica.

Política de novela

“Esta es una novela de la crisis por la narración de un caso de aborto de hace más de treinta años. No quiero hablar de la Transición desde la nostalgia, quiero que resuene en el presente. Gallardón aprovechará la crisis para condenar a montones de mujeres a la clandestinidad. Sobre todo a aquellas que no tienen poder adquisitivo”, explica a este periódico. En el libro no hay oportunidades para los que menos tienen. Tampoco tienen salvación una familia de trabajadores de izquierda, por su progresismo de escaparate ante la igualdad y el papel de la mujer.

Es política en la superficie y en las profundidades, que escapa al panfleto. Es un escrito cargado de dudas, no de arengas. Es la actualización y revalorización del discurso feminista. “Se considera un discurso superado porque creemos que las mujeres ya hemos alcanzado la igualdad. Por ello el feminismo es demonizado. Hoy se confunde con la cicatería u la corrección política, pero no tiene nada que ver”, dice la escritora, colaboradora de El Confidencial.

Es inevitable vincular Daniela Astor y la caja negra con El país del miedo (Seix Barral) de Isaac Rosa, por su técnica de contrapunto y por su intención: la de la novela que no escapa del conflicto. Ambas novelas, ambos autores, son fieles al realismo con realidad, a pesar de ser despreciada y proscrita por críticos, académicos y escritores.

A los doce tienes problemas con la culpa, a los cincuenta ya solo dependes de tu responsabilidad: es un salto de la opresión católica a la emancipación laica. Son las dos voces que ha utilizado Marta Sanz para una estructura que se contrapuntea. Por un lado, la primera persona de la infancia, la creación de una identidad que se empapa de lo que ve; por otro lado, la tercera persona que narra el guion de una película documental que analiza aquellos años –no tan maravillosos- rodado por la Catalina adulta.

“Necesitaba contrapuntear la novela para expresar una de las ideas fundamentales de la novela: cómo el imaginario incide en la propia realidad, cómo las mujeres del destape y su presencia intervinieron en lo que las niñas de entonces queríamos ser. Las personas nos construimos con retazos de relatos que nos son ajenos. En el caso de las mujeres de este país, con retazos de una cultura generada por una mirada masculina”, dice Marta Sanz al destacar uno de los asuntos que ya había tocado en una novela anterior, La lección de anatomía (RBA).

De esta manera, recoge dos temas ausentes en la narrativa contemporánea española: el retrato de la feminidad en este país en los últimos cincuenta años y su perversa construcción a partir del imaginario colectivo que proponen películas como Mi mujer es muy decente dentro de lo que cabe (Drove, 1974), La mujer es cosa de hombres (Yagüe, 1976), Hasta que el matrimonio nos separe (Lazaga, 1977) o Asignatura pendiente (Garci, 1977). Y el retrato sucio, salvaje y desagradable que se ha hecho del aborto.

La voz infantil

Cuando tengo doce años, la culpa es la palabra que se busca por todas partes. Detrás de cada ademán y debajo de la cama. En cada tic nervioso. Después me paso la vida convenciéndome de que algunas acciones no pueden valorarse desde la culpa. De que existen acciones que no requieren perdón. Ni lo están pidiendo”, cuenta al lector Catalina en uno de los momentos más duros, cuando se entera de que su madre ha decidido asumir las consecuencias del aborto. Pero no avanzaremos más contenido. “Las personas más escrachizadas y perseguidas de este país han sido los profesionales de la sanidad, que hicieron las cosas lo mejor que pudieron”, asegura Marta Sanz.

Entre la verosimilitud y la credibilidad en el reflejo de la voz por escrito de una niña de doce años, la escritora ha elegido la primera. “Y verosimilitud siempre conduce a credibilidad”. Es una mujer mayor que acude a los recuerdos de su infancia, no una novelista que imposta la voz de una niña. “No es autobiográfica, pero sí tiene que ver con mi visión del mundo”. Afirma que el narrador que se empeña en contar una historia desde un infante la voz siempre chirriará por ñoño, pueril y falso. “Terminamos escuchando a niños que son Schopenhauer”.

Esa voz en primera persona tiene un vínculo estrechísimo con la fotografía elegida por la propia autora para la portada del libro. Una niña de unos doce años se abraza, tapándose o protegiéndose o las dos cosas. Su corte de pelo hongo o garzon descubre unos ojos retadores y labios que se aprietan como para lanzar un beso, provocadores. ¿Se esconde o se exhibe? ¿Es pudor o provocación? Esa es la cuestión que trata de resolver Catalina hasta que se desencadena la tragedia. Puede entender su desnudo como una liberación que reivindica su propio cuerpo o como el dolor de la comercialización del mismo. Una paradoja sin solución cuatro décadas más tarde.

Tras cosechar las mejores lecturas y críticas con sus dos últimas novelas, Black, black, black y Un buen detective no se casa jamás, ambas en Anagrama, escondidas bajo el disfraz de novela negra, cambia de rumbo per mantiene su vocación realista. Pero algo ha cambiado. Hay leves tintes posmodernos. Sanz siempre ha creído en el realismo como una herramienta legítima, pero en este caso reconoce que ha vitaminado la narración con nuevos recursos. “Puede que sea posmoderna. Siempre he sido muy crítica con el discurso de la posmodernidad en la literatura, pero una no se puede sacudir de la realidad que la empapa, ni de cómo se está contando”, responde. En su caso manda el desasosiego, la inquietud y el conflicto por encima de las fórmulas. Bienvenidos a la herida.

Una caja negra registra el relato de la catástrofe. La vida de Catalina Hernández, alias Daniela Astor, sufrió en noviembre de 1978 un revés sobrecogedor del que trata de sobreponerse cincuenta años más tarde, masticando un nudo que quedó trabado cuando tenía doce años de edad. A punto de los trece, Cata o Daniela, es una niña que siente rencor hacia todas las cosas. Todo lo que se sitúe entre dios y su madre, incluidos, nada se libra. Odia porque le han negado la vida que le habían contado en las películas, en la televisión y en las revistas del corazón, donde aparecía Susana Estrada, su pecho y Enrique Tierno Galván, donde el mejor apellido es una sofisticada marca de pintauñas. Un mundo de misses, Pink Lady y Golden, escotes y destapes, es decir, de “sueños de mierda” asediados por una palabra tabú: aborto.