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El final de la pamplina literaria
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CHABON PUBLICA 'TELEGRAPH AVENUE', UNA NOVELA TRAGICÓMICA SOBRE EL CAMBIO

El final de la pamplina literaria

En el momento de su Pulitzer le compararon con Vladimir Nabokov, con Donald Barthelme, con Scott Fitgerald y hasta con Jorge Luis Borges, aunque el propio

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El final de la pamplina literaria

En el momento de su Pulitzer le compararon con Vladimir Nabokov, con Donald Barthelme, con Scott Fitgerald y hasta con Jorge Luis Borges, aunque el propio Michael Chabon admite que le atribuyen más influencias de las que realmente tiene. No suele confesar quiénes son sus escritores de referencia y cuando le preguntan qué lee responde que ensayo y clásicos porque tiene, dice, muchas lagunas en su cultura literaria. Y si él lo dice, puede incluso que sea verdad, ya que si algo distingue a Chabon de los demás parroquianos del Olimpo literario contemporáneo es su honestidad casi ofensiva y su aversión por la pamplina académica.

El ejemplo lo tenemos en su última novela, Telegraph Avenue –que en España publica Mondadori–, en la que dos personajes troncales –Archy Stallingsm, negro, y Nat Jaffe, judío–, sus esposas –Gwen y Aviva–, el padre de Archy –Luther– y Julius –el hijo de Nat– despliegan las distintas herramientas que les permite su etnia, su género y su generación para amortiguar el envite de los cambios  –familiares, nacionales, tecnológicos, cosmogónicos– y surfear, en el intento, por cuatro tramas estancas que se entrecruzan como raíces y florecen, como vertiéndose, en un memorable funeral en la tienda de vinilos que los dos primeros regentan en 2004 en la acera de la célebre Avenida del Telégrafo.

No es autobiográfica pese a que Chabon vive en esa misma calle, pero sí abundante y de culebrón, como lo son las historias reales cuando se cuecen en la endogamia y la cerrazón de una pequeña ciudad, en esta ocasión la Berkeley que orbita San Francisco. Es en esta realidad creíble, sustentada en referencias reales y remaches rabiosamente contemporáneos, donde "un gran elenco de personajes" se las tiene que ver con "la infidelidad, la paternidad, la corrupción, el racismo, la nostalgia y los secretos enterrados", como el propio Chabon explicó al Guardian cuando Telepgraph Avenue se publicó en Reino Unido.

La cotidianeidad, así, se alza en épica sin aspavientos en Telegraph Avenue, hasta el punto de que su narrador llega a decir de un Chevrolet que era "ancho como el abismo" y que "retumbaba con el final de los tiempos" y de un bebé que "se arrastraba por la habitación de espaldas, como un trapo humano para el polvo haciendo una gira de caballero andante por la sala de estar vacía".

Porque Chabon, está claro, no es un hombre de qués, sino de cómos. No es en el tema, sino en el tono de esta novela –que el propio autor tiene por ligera pese a sus 550 páginas de prosa más bien densa– y en sus florituras preciosistas donde el escritor despliega su celebrado tratamiento tragicómico, despreocupado y coloquial de lo costumbrista y lo norteamericano, que le aproxima al lenguaje de superventas de su misma quinta como Christopher Moore o el británico Douglas Adams, autor de la saga de la Guía del Autoestopista Galáctico, pero también a pilotos de maquinaria pesada como Gabriel García Márquez o Scott Fitgerald, por cierto dos de los pocos ídolos confesos del autor.


Un autor sin tristeza

Cuando tenía 20 años, a Chabon le dijo un amigo que no podría ser escritor porque carecía de lo que en inglés llaman –y lo llaman así, en español– "tristeza", el trasunto postmoderno del esplín de Baudelaire o simple melancolía para el resto de los mortales. Los escritores, ya se sabe, deben sufrir existencial e intensamente, en particular los que, como él, no se dedican al humor. Chabon niega la mayor pero, aun así, confiesa que le preocupa no poseer esta esquiva quintaesencia. "¡Es algo que me atormenta!", confesó en una entrevista al Guardian en 2010. "Esa es mi única fuente de tristeza: mi falta de ella".

No necesitaba tristeza para triunfar, por supuesto, y lo demostró tan pronto como un manuscrito suyo cayó en manos editoriales. Los misterios de Pittsburg, el triángulo amoroso con el que debutó en 1988, le catapultó directamente a la fama y las primeras posiciones de los rankings de ventas, de los que no se ha apeado desde entonces. Poco después ya escribía relatos para The New Yorker –serían recopilados en un volumen de 1991, Un mundo modelo–, aunque tardó casi una década en publicar su segunda novela, Chicos prodigiosos.

Su consagración llegó con la tercera, Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, que publicó en 2000 y le granjeó un el Pulitzer de 2001 a la mejor obra de ficción. Tras Summerland –una novela juvenil de 2003–, La solución final –2005–, El sindicato de policía yiddish –2007– y varios volúmenes de relatos breves, la crítica ha saludado Telegraph Avenue como la gran obra de madurez del autor, largo tiempo esperada y por fin consumada en una narración que, desde su aparición en el mercado anglosajón en septiembre de 2012, ha sido alabada por la crítica.

Aprendiz de todo...

Al menos, la parte de la crítica que no le ha retirado a Chabon la palabra por flirtear con la ramera de Babilonia. Una de las novias del autor –mucho más lucrativa que la literatura y desde luego que la otra, el cómic– es la industria de Hollywood, donde al guionista vocacional que es Chabon no le ha ido también, curiosamente, como al "escritor accidental" que dice ser. 

En su día no consiguió colocarle a las majors de Los Angeles ninguno de sus pitchings sobre X-Men y Los cuatro fantásticos –entre otras cosas porque eran los noventa y los superhéroes de segunda no se estilaban aún–, vio en 2004 amputado y reescrito su guión para Spider Man 2 y coescribió en 2012 el de John Carter, ese extravagante invento de Disney que se dio un estrepitoso batacazo en taquilla pese a basarse en el material de Edgar Rice Burroughs, pese a que lo adaptó un Pulitzer y pese a que lo dirigió nada menos que Andrew Stanton –guionista de Toy Story y director de WALL-E y Buscando a Nemo–. "John Carter se derrumba pese al trabajo de guión de Michael Chabon", titularon algunos medios. Otros dijeron que la producción patinó precisamente por el guión.

Las historias de Chabon, para colmo de males, tampoco han acabado de funcionar demasiado bien cuando han sido trasladadas a la gran pantalla. No lo hizo Chicos prodigiosos, estrenada en 2000 y dirigida por Curtis Hanson, y no lo hizo su ópera prima, Los misterios de Pittsburgh, que Rawson Marshall Thurber adaptó en 2008 con más pena que gloria. Los hermanos Coen, por su parte, llegaron a anunciar el rodaje de El sindicato de policía yiddish, aunque poco después aparcaron el proyecto aduciendo problemas de agenda. 

En el momento de su Pulitzer le compararon con Vladimir Nabokov, con Donald Barthelme, con Scott Fitgerald y hasta con Jorge Luis Borges, aunque el propio Michael Chabon admite que le atribuyen más influencias de las que realmente tiene. No suele confesar quiénes son sus escritores de referencia y cuando le preguntan qué lee responde que ensayo y clásicos porque tiene, dice, muchas lagunas en su cultura literaria. Y si él lo dice, puede incluso que sea verdad, ya que si algo distingue a Chabon de los demás parroquianos del Olimpo literario contemporáneo es su honestidad casi ofensiva y su aversión por la pamplina académica.