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Caballero Bonald, demasiado “crudo” para la censura
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RECIBIRÁ EL MARTES EL PREMIO CERVANTES

Caballero Bonald, demasiado “crudo” para la censura

Por muchos expedientes de censura que se hayan visto, uno nunca se acostumbra a esas tachaduras en lápiz rojo

Foto: Caballero Bonald, demasiado “crudo” para la censura
Caballero Bonald, demasiado “crudo” para la censura

Por muchos expedientes de censura que se hayan visto, uno nunca se acostumbra a esas tachaduras en lápiz rojo sobre lo impreso. Cruces tiradas con rabia desmedida, en un acto reflejo contra lo intolerable de alguien que dedica sus días a leer y acabar con la libertad. Alguien que impone los límites, que anega orillas, que ahoga el impulso de quien camina por una tierra sin fronteras. Alguien cuya retribución variaba según el número de lecturas realizadas y que era gratificado con 100 pesetas por una novela de 200 páginas. Hay folios maltratados por la ira de dos manos diferentes, con lapiceros de distinto color, que se confirman el uno al otro la soberbia vejatoria convertida en virtud dictatorial.

José Manuel Caballero Bonald no ha visto nunca uno de los expedientes que descuartizan su obra y que se conservan entre los documentos del Archivo General de la Administración (AGA), en Alcalá de Henares. No parece darle demasiada importancia a esos papeles, al menos no tanta como al recuerdo clavado de Manuel Fraga Iribarne: “Fraga era la máxima expresión de la represión franquista”, sentencia el escritor, que el próximo martes recogerá en el Paraninfo de la Universidad alcalaína el Premio Cervantes y leerá el esperado discurso, del que avanza una leve pincelada a este periódico: “Tratará sobre la libertad, y Cervantes como su máxima expresión, así como del poder salvador de la poesía”.

El poeta jerezano tuvo que bregar durante el amanecer de su carrera literaria con el periodo más inclemente de la censura, el dirigido por el falangista Gabriel Arias-Salgado (ministro de Información y Turismo), con la publicación de los poemarios Las adivinaciones (1952), Memorias de poco tiempo (1954), Anteo (1956), Las horas muertas (1959) y Pliegos de cordel (1963). Hasta que en 1966 se promulga la nueva ley de prensa, la llamada ley Fraga, que modificará sustancialmente las reglas de los censores. La censura de libros, hasta entonces previa, es transformada en una censura a posteriori, en la que la consulta previa al censor posee carácter voluntario. En apariencia medida aperturista, reveló los secuestros y las multas.

Las condiciones para ser censor no estaban al alcance de cualquiera, sino que debían reunir alguna de estas: ser licenciado en cualquiera de las facultades, haber publicado algún trabajo de investigación científica o crítica literaria, traducir algún idioma, pertenecer a la vieja guardia o al requeté antes del 18 de julio de 1936, ser militar, ser sacerdote. Entre ellos, el también poeta Leopoldo Panero, que no tuvo el placer de censurar a Caballero Bonald. Todos actuaron con un servilismo desmedido, con exceso de celo e ínfulas de literato frustrado.

“Los censores no leían del todo bien. Uno hacía ejercicios y piruetas imaginativas. Ángel González y Jaime Gil de Biedma burlaban a los censores y a mí me salía con facilidad porque era mi manera de escribir poesía. Gracias al hermetismo expresivo dije cosas que el censor no alcanzaba a entender”, explica el premio Cervantes. Lamentablemente, el mito del autor que esquiva a la censura gracias a sus símbolos y metáforas, al ingenio del poeta que esconde en unas palabras el significado de otras, no es del todo cierto.

La obra de Caballero Bonald más mutilada es Vivir para contarlo, que entró en las estancias del ministerio censor en abril de 1969 con el título Esfuerzos para no mentir, toda una declaración de principios que terminó corrigiendo, probablemente gracias a la buena mano negociadora de Carlos Barral con los altos cargos censores. En este libro el editor de Seix Barral tuvo que desplegar todos sus encantos para evitar que se llevaran a cabo los cortes que propuso el crítico en 16 páginas. Un nuevo récord de la barbarie.

Un sentido progresista y antirrégimen

En el informe escribe su fatal veredicto: “Libro de versos de métrica y temática variada. Tiene una constante desagradable en todos los poemas. Unos tratan los temas sociales y otros los políticos. En toda la obra se nota un cierto simbolismo en los poemas, y en el mismo título de la obra. Los esfuerzos para no mentir los realiza el autor usando simbolismos, en los que vierte un sentido progresista y antirégimen. Deben ser suprimidos los párrafos y poemas señalados en las páginas y con estas supresiones es publicable”. Con toda la educación que puede ofrecer, nuestro censor avisa de las verdaderas intenciones del autor escondidas en una poética a favor de la libertad y en contra de la dictadura.

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Tacha poemas enteros y versos sueltos, acaba con "Defiéndame Dios de mí", entero. Del poema "Mañana, me decían", tacha el verso: “Como ahora te llamo: patria impía”. También tumba el poema "El vencido", que dice así: “Esta mañana he visto a quien/ no sé y era su carne como un trozo/ de pan descuartizado, como un tajo/ de piedra su estatura. Lo sigo/ viendo ahora, oigo/ su voz sin tiempo, su esperanza/ con manos de limosna, humanamente/ estremecido como un golpe/ sangrando cada vez que se recuerda”. A pesar de la infravaloración de las capacidades del censor de las que habla Caballero Bonald, una descripción del Dios cristiano como esta era carne de tachón.

“Mi nombre está tachado con el lápiz rojo de la censura”, suelta el premio Cervantes. Recuerda la asfixia de aquellos momentos, cuando fue hasta tres veces a las islas Canarias a dar una conferencia y siempre era clausurada. Asegura que lo peor no está guardado en las cajas blancas de cartón de ese archivo, porque sostiene que hubo "una maniobra para condenarme al ostracismo. No se me podía citar, los cantantes que cantaban poemas míos eran censurados. Fue una época muy dura, sobre todo, en los años sesenta".No se me podía citar, los cantantes que cantaban poemas míos eran censurados. Fue una época muy dura, sobre todo, en los años sesenta

A pesar de la presión y de aquella patrulla de salvación, que velaba por que la sensibilidad de la Iglesia no fuera dañada y por que los paradigmas del régimen no sufrieran críticas, Caballero fue valiente con Vivir para contarlo. El poema “El registro” tampoco superó la lectura del censor: “¿Todavía vendrán, irán golpeando/ con el fusil los muebles, la ceniza/ de las últimas letras desterradas?/ ¿Vendrán ahora, cuando ya no podemos encender/ más que una sola luz/ entre tanta invasión de andar a tientas?/ Altas banderas, himnos/ de victoriosos fraudes, confundían/ sus odios con mi miedo, me marcaban/ con no sé qué inminencia/ de huérfana verdad?”.

En La funesta manía de pensar dirige su ataque contra Millán-Astray y su intervención de leyenda en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, contra Miguel de Unamuno: “Pero la abulia, la funesta/ manía de pensar, el lastre/ de aquel grito de muerte/ contra la inteligencia, fueron/ actuando lo mismo que una púa/ en mi retráctil, acolchada/ vigencia de vivir”.

Así fue cómo trató de no mentir, pero no lo consiguió. Carga contra el ejército sublevado (“Ebrios de mosto y esperma, bajaron hasta el mar adolescentes buenos, ciegos y reclutados con los aperos de la felonía”), contra los cómplices del régimen (“Unánimes orquestas y escenarios devastan la memoria”), contra la intención de olvidar (“Inmortales los crímenes”) y contra el propio dictador (“La estatura ruin del oficiante”).

“No sé por qué, pero la poesía me la tacharon mucho”. Y con furia. La primera referencia del autor entre los papeles de la censura es con Las adivinaciones, su primer libro de poemas. El informe es del 5 de febrero de 1952 y el censor cuestiona la moralidad del libro en tres páginas. “Poesías líricas, probablemente de un autor americano, de positivo valor literario. Esta última condición justifica cierto punto algunas crudezas en las páginas arriba indicadas”. Demasiado crudo para la censura, una seña que se repetirá a los ojos del censor. Hay hasta tres firmas distintas en el informe. Se corrigieron y se terminó por autorizar.

Menos estrictos en sus novelas

Así era la escritura a cuatro manos. Y cuando llegó la democracia, Caballero Bonald no recuperó los originales, corrigió lo publicado. Uno de los poemas sufridores fue "Carnal fuego armonioso", del que el censor tacha con gusto lo que debió parecerle una inconcebible escena subida de tono: “Oh amor, carnal fuego armonioso, escucha:/ escúchame la voz que por ti besa,/ remózame las manos que acarician teniéndote ceñido,/ abrígate en mi pecho donde tú palpitando me sostienes,/ dame siempre tu forma, amor, tu celeste materia iluminada/ esa embriaguez con la que un cuerpo dentro de otro agoniza/ por hundir en lo eterno la identidad humana”. También acaba con un verso en otro poema: “La ternura de un cuerpo volcado sobre otro”. 

Sea como fuere, en sus novelas no metieron tanto el lápiz rojo. De hecho, pasaron por alto esa carga simbólica del poeta reivindicativo en obras como Ágata ojo de gato, de la que en 1974 el censor A. Teixidor se encargó de redactar un informe en el que se cubría las espaldas y advertía que aunque refleja una sociedad “primitiva, precaria y de hechos en ocasiones brutales”, no es una metáfora de la dictadura. “Es la misma bruta realidad que, sin afincarse en determinado lugar hispano ni en el tiempo, presenta la cadena de maldiciones”, aclara.Ágata es una novela sobre la represión y la España de la época. El censor no lo vio del todo

“Hay situaciones desagradables, presentadas con cuidado vocabulario, suavizando lo que de cruel presentan, así como pasajes fuertes pero no excesivamente descriptivos”, y los señala. “Con todo no marcan la forma general de la obra, que políticamente no presenta inconvenientes”. Y en mayúsculas: “AUTORIZADA”, el 12 de diciembre de 1974, un año antes de que todo acabara. El propio Caballero Bonald reconoce que Ágata es una novela claramente vinculada a una sociedad fraudulenta y sobre un territorio dominado por un extranjero. “Es una novela sobre la represión y la España de la época. El censor no lo vio del todo”, dice. 

Con todo, lo peor no era la censura, sino la autocensura “porque no se podía escribir en libertad”. Se detiene en este aspecto para comentar que había siempre un temor cuando se escribía por la intercepción, a pesar de que él tras vivir en Colombia tres años se habituó a trabajar en libertad sin pensar en la reprensión. “La libertad creadora tiene tal potencia que no hay dictadura ni opresión que pueda amordazarla. Uno acaba escribiendo como uno realmente quiere hacerlo”, cual Cervantes.

Por muchos expedientes de censura que se hayan visto, uno nunca se acostumbra a esas tachaduras en lápiz rojo sobre lo impreso. Cruces tiradas con rabia desmedida, en un acto reflejo contra lo intolerable de alguien que dedica sus días a leer y acabar con la libertad. Alguien que impone los límites, que anega orillas, que ahoga el impulso de quien camina por una tierra sin fronteras. Alguien cuya retribución variaba según el número de lecturas realizadas y que era gratificado con 100 pesetas por una novela de 200 páginas. Hay folios maltratados por la ira de dos manos diferentes, con lapiceros de distinto color, que se confirman el uno al otro la soberbia vejatoria convertida en virtud dictatorial.