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Peor que la coprofagia, la autobiografía
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Peor que la coprofagia, la autobiografía

Uno de los materiales simbólicos más potentes de Los otros (2001) de Alejandro Amenábar eran los libros de muertos, esos álbumes de fotografías donde se inmortalizaba

Foto: Peor que la coprofagia, la autobiografía
Peor que la coprofagia, la autobiografía

Uno de los materiales simbólicos más potentes de Los otros (2001) de Alejandro Amenábar eran los libros de muertos, esos álbumes de fotografías donde se inmortalizaba la imagen de un ser querido que acababa de morir: padre, hermana, esposa, hijo. En los libros de muertos culmina la idea de lo siniestro, de las cosas familiares que en este caso se vuelven extrañas bajo el prisma de la muerte y la inminencia de la putrefacción.

Los libros de muertos representan la hipérbole de las teorías sobre la fotografía como arte mortuorio. No se me ocurre una forma peor de recordar a un ser querido que fotografiarlo en el ataúd. Con esa apariencia de máscara de cera y esa nariz filosa que acaba convirtiendo distintos rostros en el mismo. Sin embargo, una cosa son los libros de muertos, las fotografías, y otra diferente las palabras, el filtro del lenguaje, las aproximaciones a la enfermedad, la ausencia y el duelo que proliferan en la literatura y en el cine. La más reciente La ridícula idea de no volver a verte de Rosa Montero publicada en Seix Barral.  

Autobiografía y muerte

En las páginas finales de la novela en la que Marcos Giralt Torrente, con una voz sobrepuesta a al temblor, artificiosamente natural o naturalmente artificiosa, una voz difícil de templar en la literatura, reconstruye la enfermedad y la muerte de su padre, el tiempo de vida y el tiempo ganado a la muerte, el peso de la vida que sigue y se perpetúa, la mala y la buena conciencia, el significado del duelo, la relación paterno-filial y cómo todas las ternuras y las consanguineidades no permanecen inmunes al dinero.

El narrador que coincide con el autor del libro repasa algunos nombres de esos relatos autobiográficos que se centran en las relaciones con los padres y la muerte: Modiano, Pamuk, el Simenon de Carta a mi madre y El olvido que seremos de Abad Faciolince, Joan Didion, David Gilmour, Le Clézio, Carrère, La familia de mi padre de Lolita Bosch

Puntos de vista de padres e hijos que repasan sus encuentros y sus desencuentros y cómo ese magma sentimental se enfría, se calienta o sencillamente sufre una mutación ante la muerte. Porque el esfuerzo de la autobiografía implica una desarrollo hipertrófico del músculo de la memoria y es casi siempre una aproximación al acto de morir.

A la lista de Marcos Giralt me gustaría sumar otros nombres: Coetzee en Verano (Mondadori) donde sobrecoge la descripción del vínculo entre el escritor y su padre, pero también la calidad casi cómica de una escritura que supuestamente nace a posteriori de la desaparición del mismo Coetzee; Habla, memoria de Nabokov (Anagrama); el James Ellroy de Mis rincones oscuros (Ediciones B) donde el redimido pero salvaje escritor disecciona su trauma como hijo de una madre violada y asesinada cuyo crimen jamás se resolvió, el carácter indeleble de algo más pesado que una presencia fantasmagórica.

Hilario J. Rodríguez en Construyendo Babel (Tropismos); Elena Figueras que en Creímos que también era mentira (Caballo de Troya) hace que la autobiografía semi-enmascarada y el indisoluble retrato generacional se desencadenen a partir de la conciencia de una enfermedad a la que lamentablemente no sobrevivió. Philippe Forest en Sarinagara (Sajalín editores).

Precisamente el duelo de un padre ante la pérdida de una hija pequeña, la redención a través de la cultura, la búsqueda del consuelo en el dolor compartido y en la empatía con los otros, incluso con los más lejanos, con los que están al otro lado del cristal y no podemos ver, todo eso que se sugiere y sobre lo que se reflexiona en Sarinagara se relaciona con la novela de la que quiero hablar con mayor detenimiento.

Porque lo merece. Por la experiencia de vida, pero sobre todo por la excelente calidad de un texto que ha dejado de pertenecerle a su autor, Sergio del Molino. También muy pronto llegará a las pantallas españolas la última película de Isabel Coixet, Ayer no termina nunca que aborda el tema del duelo. Y la crisis.

Peor que la coprofagia

Aunque a menudo la realidad se expresa y se comprende a partir de sus metáforas, ¿qué sucede cuando las metáforas dejan aparentemente de existir?, ¿qué sucede cuando las metáforas no funcionan como un placebo porque nombrar es un modo de purgarse y de conjurar el dolor?, ¿cuando las metáforas no son ese eufemismo, esa manta con que cubrir un cuerpo quemado, todo lo que no queremos ver?

Dos de los mejores textos sobre los que he tenido la ocasión de reflexionar en los últimos tiempos –La hora violeta y Amour de Haneke- renuncian aparentemente a las metáforas para entregarnos dos relatos obscenos sobre el amor en la muerte. Amour es una historia pornográfica que nos obliga a redefinir los significados que llenan dos sílabas, A-mour, convencionalmente habitadas por el deseo, la imposibilidad de la unión, la diferencia –de edad, de clase, de raza- como acicate de la pasión, el sexo inhibido o el sexo rezumado, el cataclismo emocional, las cumbres borrascosas, la batidora, el pijama para dos, la comedia musical...

En el Amour de Haneke, esas dos sílabas se cargan de exigencia, sacrificio, contradicciones y de un destino cuyos detalles no nos apetece saber porque todos tenemos la soberbia de pensar que ya los conocemos: cómo es la enfermedad, la consunción, la pérdida del habla, la horrenda posibilidad de que hasta el roce más cariñoso duela. No queremos oír y, como los niños, nos tapamos las orejas y hacemos ruidos con la boca.

La crudeza de Haneke tiene que ver con una narración de sofisticada limpieza expresiva que, alejándose de lo disfuncional o lo psicopático, nos habla de lo que ya sabemos. Y lo que ya sabemos, lo común, es más insoportable que cualquier extremo o excentricidad: es mucho peor que la coprofagia, el asesinato o el deseo de fornicación con la propia madre. Es algo mucho peor que cualquier tabú espectacular.  

La hora violeta

Sergio del Molino nos cuenta en La hora violeta la muerte de su hijo Pablo víctima de una leucemia. La hora violeta es una metáfora del crepúsculo que utiliza T.S. Eliot en La tierra baldía y que, de algún modo, también está contenida en uno de los libros de duelo más importantes de la literatura española, Mortal y rosa de Umbral. Sergio del Molino busca una palabra que no existe en los diccionarios: la que nombraría a los padres que pierden a los hijos. La que serviría, hasta cierto punto, para apaciguar a la víctima ordenando el caos.

Pero no existe una palabra para contener ese sentimiento que posiblemente excede al dolor de las viudas y los huérfanos del mundo. La pregunta es por qué Sergio del Molino nos cuenta una experiencia en la que los lectores casi siempre nos sentimos intrusos. Quizá el impulso del que nace esta novela no es una catarsis, un deseo de poner orden o una purgación del dolor, pasar el negro del luto a los malvas del alivio-luto, sino la necesidad de compartir una experiencia proyectándola en la comunidad para buscar consuelo.

Salir del laberinto del dolor encontrando una mano tendida tras el relato de eso que no se quiere oír y sin embargo nos hermana. La reflexión sobre el dolor es un imperativo moral. O quizá no sea un imperativo. Quizá ni siquiera sea un acto moral. Sin embargo, es una reflexión que nos hace humanos y, sensibilizándonos ante el mal propio y el ajeno, afianza los vínculos con nuestra comunidad y nuestra especie.

El supuesto consuelo se logra desde una alianza laica sin religiosidad ni falsas esperanzas que tampoco se fomentan a un nivel narrativo: se escribe desde la certeza de la muerte convirtiendo cada esperanza en burla y colocando al lector en la morbosa y horrible posición de saber que Pablo no murió de mentira, que no es un actor de un melodrama lacrimógeno.

Del Molino cuenta esta historia con apasionamiento y desapego. Escribe: “La borrachera y el suicidio son actos civilizados, y yo he renunciado a la civilización, soy pura barbarie”. El libro es excepcional. Humana y literariamente. Pese a que pueda parecer lo contrario, no es fácil escribir un libro bueno con este material. A veces la intensidad de la experiencia nos llena la boca. Y eso mata a la mejor literatura.

Uno de los materiales simbólicos más potentes de Los otros (2001) de Alejandro Amenábar eran los libros de muertos, esos álbumes de fotografías donde se inmortalizaba la imagen de un ser querido que acababa de morir: padre, hermana, esposa, hijo. En los libros de muertos culmina la idea de lo siniestro, de las cosas familiares que en este caso se vuelven extrañas bajo el prisma de la muerte y la inminencia de la putrefacción.