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A palos con la literatura inglesa
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A palos con la literatura inglesa

Si es usted devoto lector de Cumbres borrascosas -o cualquier otro relato paramero y meteorológico-, Lejos del mundanal ruido o la obra de David Herbert Lawrence,

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A palos con la literatura inglesa

Si es usted devoto lector de Cumbres borrascosas -o cualquier otro relato paramero y meteorológico-, Lejos del mundanal ruido o la obra de David Herbert Lawrence, mejor no siga leyendo. Porque, en esta divertida novela, Stella Gibbons emprende la cervantina tarea de aniquilar a la novelística romántica y bucólica, por medio de una ácida parodia y, ni la familia Brönte, ni Thomas Hardy, ni el autor de Hijos y amantes -éste por motivos diferentes, su supuesta misoginia-, entre muchos otros, salen bien parados. Como periodista obligada a lidiar tantas veces con los egos hinchados de los escritores más o menos de moda, más o menos prestigiosos, Gibbons dispone su venganza mediante un relato que, como debe ser, cuenta con todos los ingredientes del género a desmantelar, desordenados y alterados en sus proporciones, para lograr algo que, sin dejar de ser lo mismo, es bastante diferente.

 

La protagonista, Flora Poste, es una digna representante de la frívola aristocracia británica, capaz de zamparse con deleite una tartaleta de manzana con verduras -y con eso está todo dicho-. Acaba de perder a sus padres, lo que no tiene demasiada importancia porque apenas los conocía, siempre estaban viajando. Más relevante resulta el hecho de que no eran tan ricos como creía, y la pobre hija de Robert Poste hereda una ridícula renta y ninguna propiedad. Sin embargo, Flora no es una heroína llorona; su vida está regida por los pensamientos y directrices éticas del abate Fausse-Maigre, y siguiendo los sabios consejos de su obra -que Flora carga siempre consigo- El sentido común de índole superior, resolverá iniciar una vida de parásita, alojándose en casa de aquellos parientes que la acepten.

Escribe a varios, pero finalmente resuelve alojarse con los Starkadder de Sussex. Frente a sus otras opciones únicamente espantosas, ésta le parece, al menos, interesante; y porque algo le hicieron a su padre, Robert Poste -relacionado con una cabra viva o muerta-; y porque Flora tiene algunos “derechos”, aunque ignora cuáles sean. Además, según le asigna su amiga la señora Smiling, Flora tiene “el complejo de Florence Nightingale más repugnante que he visto en mi vida” (p. 36), pues imagina que “alguno de mis parientes está metido en algún lío o sufre alguna desgracia, y resulta que yo puedo echar una mano” (p. 36). Y ése es el argumento de la novela: Flora tratará de ordenar la vida en la deprimente y tétrica granja de Cold Comfort.

Caracteres para no olvidar

Una galería de personajes geniales, imborrables, caracterizados en función de sus excesos y peculiaridades más cerriles, como Meriam, sujeta anualmente a “los desastrosos efectos de la abundancia de los perfumes de parravirgen en las noches de verano demasiado largas” (p. 111); Amos, el predicador escatológico que evita cuidadosamente llamar a Flora por su nombre y prefiere los circunloquios como “pobre pecadora miserable que te arrastras por el fango”; Elfine, la asilvestrada doncella extraída de la novelística romántica, y que termina cambiando la poesía por el Vogue -“la atmósfera de ‘pajarillos silvestres revoloteando alrededor de una ninfa’ que envolvía a Elfine como un vapor pestilente” (p. 199); o la terrible tía Ada Doom, que vio “algo sucio en la leñera”, cuando no era mayor que un pajarillo, que marcará el destino familiar de manera ineluctable.

La hija de Robert Poste es una novela con varios estratos. El lector elige cuán hondo excavará, aunque para llegar a los más profundos necesitará un gran conocimiento de la novelística inglesa del XIX y de principios del XX, pues el texto está repleto de guiños y parodias. Se burla de algo tan ajeno al espíritu narrativo inglés como es la frase ampulosa y emperifollada, porque “tengo en mente a todos esos miles de personas que, al contrario que yo, desempeñan labores vulgares y sin sentido en oficinas, en tiendas y en sus hogares, y que no siempre están seguras de si una frase es literatura o bien una simple estupidez”; para facilitar las cosas, señala con asteriscos -dos o tres, según su calidad- aquellos fragmentos especialmente “literarios”, es decir, retorcidos, retóricos y recargados.

Una soberbia y amarga ironía, que cristaliza en las respuestas de Flora a sus rurales primos y al señor Mybug -trasunto de D. H. Lawrence- y lo esperpéntico de las situaciones permiten que, aún renunciado a la prospección “arqueoliteraria”, la novela se lea con fruición. Gibbons, que se consideraba “una principiante en el más encantador, difícil y perverso de todos los oficios”, se propuso divertir, y lo logró holgadamente; tan holgadamente que acabó escribiendo verdadera literatura, de esa que se asienta en la memoria y se recuerda con emoción.

 

La hija de Robert Poste, ed. Impedimenta. 368 págs. 22,75 €. Comprar libro.

Si es usted devoto lector de Cumbres borrascosas -o cualquier otro relato paramero y meteorológico-, Lejos del mundanal ruido o la obra de David Herbert Lawrence, mejor no siga leyendo. Porque, en esta divertida novela, Stella Gibbons emprende la cervantina tarea de aniquilar a la novelística romántica y bucólica, por medio de una ácida parodia y, ni la familia Brönte, ni Thomas Hardy, ni el autor de Hijos y amantes -éste por motivos diferentes, su supuesta misoginia-, entre muchos otros, salen bien parados. Como periodista obligada a lidiar tantas veces con los egos hinchados de los escritores más o menos de moda, más o menos prestigiosos, Gibbons dispone su venganza mediante un relato que, como debe ser, cuenta con todos los ingredientes del género a desmantelar, desordenados y alterados en sus proporciones, para lograr algo que, sin dejar de ser lo mismo, es bastante diferente.