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La vejez como purgatorio en 'Las grandes familias'
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La vejez como purgatorio en 'Las grandes familias'

La novela transcurre en los años impetuosos de entreguerras, cuando Europa se sentía aún absoluta dominadora del orbe; y en París, “esa hambre de vivir (…)

La novela transcurre en los años impetuosos de entreguerras, cuando Europa se sentía aún absoluta dominadora del orbe; y en París, “esa hambre de vivir (…) era una avidez de tísico” (p. 24). En esos años las grandes familias Schoudler y La Monnerie se funden con el matrimonio de François y Jacqueline; un amor, trágico como el de los amantes de Verona, que es casi el único de la novela. Sus perspectivas de felicidad se ven suprimidas por una tribu de vejestorios que se rebelan ante el designio de acabar “como los ciervos viejos, que se desmochan, que llevan menos cornamenta cada año” (p. 14).

Y sin embargo la edad, demonio invencible, va haciendo presa de sus cuerpos y de sus mentes, mientras el castillo de arena que alzaron y gobernaron se desmorona y los van sustituyendo advenedizos como Simon Lauchaume, un personaje que sigue una deriva vital opuesta a la del propio autor, Maurice Druon: mientras que éste eligió la literatura, aquél se sume en la vida política; quizá así el autor exploraba una posibilidad que llegó a acariciar pero que, por el momento, renunció a asir –finalmente cedería ante los cantos de las sirenas políticas y alcanzó una cartera ministerial–.

 

Autor de la estirpe de Balzac pero menos sutil, Druon lo dice todo y con gran crudeza; abandona la ironía del maestro por un sarcasmo fisiognómico, que se vale de los achaques de los años y las deformidades congénitas de los personajes, ninguno de los cuales es tratado con la menor delicadeza.

Druon no se compadece de sus criaturas, las destroza como una divinidad furiosa y vengativa –sólo los hombres de iglesia, con el padre Boudret a la cabeza, pueden recibir el título de héroes en esta novela trágica y oscura–. Las relaciones entre ellos son todas destructivas, o degeneran en autodestructivas, y aun de los niños se ofrecen los datos que permiten al lector imaginar un futuro desarrollo deforme, como el morbo que despiertan en Jean-Noël los menesterosos, efervescentes de enfermedad y penuria, que limosnean cada semana a su abuelo Sigfried –patriarca del clan, a sus 96 años–.

La novela se beneficia de la efectividad de las formas clásicas, de su solidez estructural y del perfil definido y monumental de los personajes, entre los que destacan los dos ruines especuladores, Lulu Maublanc y Noël Schoudler, que se odian mortalmente y no cejarán hasta ver a su enemigo morder el polvo. Pero sólo los perdedores pueden esperar comprensión –cruel, de todos modos– por parte del autor; la humanidad de Lulu, atormentada por su nacimiento maldito, no le exime de pasar por el purgatorio de la vejez.

Las grandes familias ofrece un panorama desolador del ser humano, igualado –en un mundo de discriminación social– por la miseria a la que alude Víctor Hugo en el lema que cierra la edición: “La adversidad engendra hombres; la prosperidad, monstruos”. Sin embargo, tanta amargura no abate, sino que se asemeja a la de un buen café: al final, resulta reconfortante.

 Las grandes familias.

La novela transcurre en los años impetuosos de entreguerras, cuando Europa se sentía aún absoluta dominadora del orbe; y en París, “esa hambre de vivir (…) era una avidez de tísico” (p. 24). En esos años las grandes familias Schoudler y La Monnerie se funden con el matrimonio de François y Jacqueline; un amor, trágico como el de los amantes de Verona, que es casi el único de la novela. Sus perspectivas de felicidad se ven suprimidas por una tribu de vejestorios que se rebelan ante el designio de acabar “como los ciervos viejos, que se desmochan, que llevan menos cornamenta cada año” (p. 14).