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La Atlántida, Fenicia, Tartessos: ¿quién escribió antes?
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La Atlántida, Fenicia, Tartessos: ¿quién escribió antes?

Existe una ingenuidad general entre los historiadores: creer lo que está escrito. Sienten una natural veneración por la letra impresa o grabada o meramente dibujada, como

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La Atlántida, Fenicia, Tartessos: ¿quién escribió antes?

Existe una ingenuidad general entre los historiadores: creer lo que está escrito. Sienten una natural veneración por la letra impresa o grabada o meramente dibujada, como si el sentido natural de la palabra no fuera la falsedad y el encubrimiento. Ello ha llevado a creer los cronicones antiguos como si de cámaras de seguridad de tratara, cuando no eran más que folletos propagandísticos. Claro que, cada vez menos historiadores –serios- están dispuestos a tragarse el socorro mariano de la batalla de Covadonga o que el imperio español se vino abajo en Rocroi. Entonces, ¿por qué creer las viejas tesis clásicas del origen de la cultura que, en el fondo, no son más que panfletos que los griegos se tragaron íntegros y con guarnición? ¿Y si Europa enseñó a Asia, en vez de ocurrir al revés? Tal es la propuesta de este libro: “¿Escribió antes Occidente que Oriente?”.

La eurocéntrica teoría en occidente lux no es nueva, pero cuenta cada vez con más adeptos, muchas veces cuartomilenaristas y parientes. En cambio, la profesora Vázquez Hoys no es un esperpento como tantos paracientíficos y pseudocientíficos que creen descubrir, a partir del más leve (y muchas veces también trivial) indicio constantes revelaciones que deben conducir, de manera inexorable, a una nueva revolución del campo científico. Vázquez Hoys es una estudiosa seria, un miembro respetado del Establishment académico; y este, cuando comienza a zarandearse por temblores internos, evidencia señales de cambio de paradigma. Vázquez Hoys, que por supuesto ha sido duramente atacada por este libro, sólo hace lo que es obligación en todo estudioso que se precie: enfrentarse a los prejuicios. Cuando la ciencia se cierra tercamente sobre sí misma, cuando teorías e hipótesis se tornan dogmas defendidos con obcecación, se traiciona a sí misma y exhibe, de nuevo, la decadencia del paradigma.

Lo bonito de la historia es que siempre es mentira. El historiador, por honestamente que trabaje, siempre yerra, siempre está más o menos lejos de los hechos. ¿Existe la verdad? La verdad es siempre un consenso, un acuerdo. Y uno de los asensos más estables de la historia antigua es que Oriente es el origen de la civilización al completo. Todo nace allí: la ciudad, la agricultura, la escritura. Ante esto, Vázquez Hoys exhibe dos objetos de época megalítica (IV milenio a.C.), hallados en Huelva, cubiertos por signos de escritura, dos mil años anteriores a los primeros signos de escritura fenicia presentes en la Península. La duda es si son signos de escritura o de protoescritura, aunque parece evidente que son “signos hechos a propósito para transmitir un pensamiento”. Este libro, Las golondrinas de Tartessos, “intentará explicar y hacer comprender por qué son importantes y por qué existe la impresión de que pueden cambiar la Historia, con mayúsculas, de la civilización en general y de la Península Ibérica en particular”.

A lo largo del volumen -que incluye excursos de cronología, megalitismo, etc.- muestra diversas pruebas, más o menos circunstanciales, pero que en conjunto presentan un buen remedio frente al “estigma de la heterodoxia”. La “navecita” de Huelva no es un hecho aislado: una golondrina no hace verano. Pero una buena bandada quizá preludie los calores del estío: en toda Europa han aparecido muestras de escritura o protoescritura: las tablillas de Tartaria, la figurita de Mezin, las inscripciones en La Lloseta o la placa de Gradesnica. Muchos de estos signos pueden considerarse o no escritura, pero es claro que indican un pensamiento abstracto complejo. Los hombres que decoraron  la estatuilla de la “señora de Pazardick” no se limitaban a observar el entorno. Para Harald Haarman esta sería una forma de escritura correspondiente a la cultura autóctona europea previa a las migraciones indoeuropeas. Además, contamos con el testimonio de Estrabón (s. I a.C.): “los turdetanos tenían leyes escritas en verso de seis mil años de antigüedad” (aunque es bien sabida la tendencia a la exageración de los antiguos, ¿verdad, Matusalén?).

El libro está bien documentado, cuenta con abundante material gráfico, pero el estilo es reiterativo hasta el agotamiento y abusa de los subrayados tipográficos. Emplea la repetición allí donde la evidencia es insuficiente, debido a las ineludibles lagunas en el conocimiento de tiempos tan remotos. Sin embargo, hay coincidencias con visos de hipótesis que no precisan aditamentos estilísticos, sino meramente rectitud interpretativa. El libro produce una sensación general de evanescencia. Por una parte, los ortodoxos juran y perjuran, que la teoría establecida cuenta con respaldo suficiente. Entonces, ¿qué hacer con las pistas que aparecen inasumibles por la doctrina? Por otra, los heterodoxos cuentan con pistas todavía inconexas y un buen número de pálpitos e intuiciones. Afortunadamente no lo sabemos todo. Afortunadamente no podemos saberlo todo. Si por milagro un día encontráramos la última respuesta, al ser humano no le quedaría ya sino tenderse en un rincón y languidecer.

LO MEJOR: la apuesta valiente y seria de una teoría alternativa.
LO PEOR: las mayúsculas.

Existe una ingenuidad general entre los historiadores: creer lo que está escrito. Sienten una natural veneración por la letra impresa o grabada o meramente dibujada, como si el sentido natural de la palabra no fuera la falsedad y el encubrimiento. Ello ha llevado a creer los cronicones antiguos como si de cámaras de seguridad de tratara, cuando no eran más que folletos propagandísticos. Claro que, cada vez menos historiadores –serios- están dispuestos a tragarse el socorro mariano de la batalla de Covadonga o que el imperio español se vino abajo en Rocroi. Entonces, ¿por qué creer las viejas tesis clásicas del origen de la cultura que, en el fondo, no son más que panfletos que los griegos se tragaron íntegros y con guarnición? ¿Y si Europa enseñó a Asia, en vez de ocurrir al revés? Tal es la propuesta de este libro: “¿Escribió antes Occidente que Oriente?”.

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