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Ordenar el caos
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Ordenar el caos

Edward L. Bernays fue una figura fascinante. Nacido en Viena a finales del siglo XIX, emigró a Estados Unidos, donde trabajó como experto en comunicación al

Edward L. Bernays fue una figura fascinante. Nacido en Viena a finales del siglo XIX, emigró a Estados Unidos, donde trabajó como experto en comunicación al servicio del Gobierno americano durante la Primera Guerra Mundial para convertirse en los años veinte en la máxima figura de las relaciones públicas, es decir, de la propaganda aplicada a los negocios y a la política. Además, Bernays fue un verdadero innovador, en la medida en que fue capaz, como pocos, de entender el terreno en el que jugaba y de poner las nuevas ideas al servicio de sus fines. Así, tomó las reflexiones teóricas de gentes como Gustave Le Bon o Sigmund Freud (del que era sobrino) y extrajo de ellas métodos novedosos.

Otra cuestión es que el innegable genio práctico de Bernays fuese socialmente provechoso. Desde luego lo fue para el mundo empresarial y para parte del político, pero también abrió una puerta por la que se han deslizado toda clase de males. Bernays entendió, y lo explicita en Propaganda, texto cuya primera edición data de 1928, que el conocimiento verdadero de un relaciones públicas era el de la anatomía social; que un experto en propaganda debía saber presionar los puntos clave del cuerpo social para lograr la reacción que se pretendía. Y, en ese sentido, Bernays no sólo sabía perfilar las claves del problema, sino que también mostró gran talento a la hora de poner en práctica las soluciones, como demuestra uno de sus mayores éxitos, la extensión del consumo de tabaco.

En las primeras décadas del siglo XX, los fumadores eran esencialmente hombres. Había un pequeño porcentaje de mujeres, no obstante, que fumaban en entornos restringidos, o directamente a escondidas, ya que se trataba de una actividad reservada a los hombres y, por tanto, socialmente recriminada. Bernays, que vio el potencial comercial que yacía en esa mitad de la población, puso en marcha una serie de estrategias para revalorizar la imagen pública del tabaco y para fomentar su permisividad. Una de ellas fue la presencia del cigarrillo en las películas hollywoodienses y su habitual consumo por las estrellas cinematográficas. Pero las más llamativas y eficaces fueron esa serie de acciones que permitieron que la opinión pública identificase el tabaco con la libertad. Durante un desfile del 4 de julio, Bernays pagó a una serie de atractivas modelos que formaban parte del mismo para que realizaran el trayecto fumando. Lo que provocó las reacciones airadas de parte del público (entre quienes probablemente también se encontraban algunos contratados por Bernays), que las increpó e insultó. Se tomaron fotografías del incidente, que fueron publicadas en prensa y acompañadas por artículos de opinión que resaltaban cómo esas actitudes no eran modernas, atacaban a la libertad individual que la Constitución defendía y resultaban antiamericanas. El resultado fue inmejorable.

Y también aplicó Bernays ese marco de pensamiento a la actividad política. Como explica en Propaganda, el político debe, ante todo, ser un constructor de escenarios, y no limitarse a actuar pasivamente ante las demandas de los medios de comunicación. Debe entender que la sociedad está compuesta por grupos y no por individuos aislados y, por tanto, debe ser capaz de influir en los centros de interés. Y, sobre todo, ha de saber, si pretende gozar de una carrera exitosa, que mucho más que ofertar soluciones, debe crear la demanda para que estas sean apreciadas.

Precisamente por eso, estamos ante un texto que podría calificarse como de otro tiempo. Sin duda, porque algunas de sus enseñanzas han sido de sobra asimiladas, otras han sido notablemente perfeccionadas, e incluso algunas resultan inservibles. Pero lo que le confiere verdaderamente carácter añejo es el desparpajo con que expone sus teorías, que le emparenta con Walter Lippman y su defensa del periodismo como instrumento para el control social. Así, Bernays puede afirmar que en lugar de que existan comités de hombres sabios que elijan a nuestros gobernantes, hemos escogido la competición de la propaganda y de la sofistería, en la que un puñado de hombres desconocidos por el público dirigirá el destino de muchos a través de la convicción operada en la opinión pública. Pero, para Bernays, esto no era negativo, ya que la manipulación consciente e inteligente de los hábitos y de las opiniones de las masas era un instrumento necesario para ordenar un mundo social informe. Que, como dice (p.46) haya “soberanos invisibles que controlan los destinos de millones de personas” o que nuestros pensamientos y costumbres estén moldeados en gran medida por autoridades que no se nos manifiestan como tales, no sólo no es un amenaza a la libertad sino que resulta imprescindible para poner orden en el caos que es la vida social.

LO MEJOR: Su sinceridad y su clarividencia.

LO PEOR: Que necesitaría una actualización.

Edward L. Bernays fue una figura fascinante. Nacido en Viena a finales del siglo XIX, emigró a Estados Unidos, donde trabajó como experto en comunicación al servicio del Gobierno americano durante la Primera Guerra Mundial para convertirse en los años veinte en la máxima figura de las relaciones públicas, es decir, de la propaganda aplicada a los negocios y a la política. Además, Bernays fue un verdadero innovador, en la medida en que fue capaz, como pocos, de entender el terreno en el que jugaba y de poner las nuevas ideas al servicio de sus fines. Así, tomó las reflexiones teóricas de gentes como Gustave Le Bon o Sigmund Freud (del que era sobrino) y extrajo de ellas métodos novedosos.