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ADELANTO EDITORIAL

La guerra eterna, pandemias que asolaron el mundo, en exclusiva para suscriptores

El combate contra las enfermedades, las epidemias y las pandemias es una guerra eterna que nunca acabará pese a los avances de la ciencia, espectaculares en los últimos cien años

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Cuatro grandes catástrofes demográficas vinculadas a enfermedades contagiosas han cambiado nuestro mundo para siempre: en la Antigüedad, la Gran Plaga, que comenzó en tiempos de Justiniano en el siglo VI y terminó a finales del VIII, llevándose por delante a un tercio de la población mundial; en la Edad Media, la peste negra, con brotes sucesivos desde 1347 hasta finales del siglo XVIII, que afectó a la mitad de la población mundial; en la Edad Moderna, la llegada y propagación de las enfermedades endémicas que los europeos llevaron a América provocaron la desaparición de casi toda la población del Caribe y de una buena parte de la de los imperios azteca e inca; en la Edad Contemporánea, la gripe de 1918, que duró menos de tres años y mató a cincuenta millones de personas.

El combate contra las enfermedades, las epidemias y las pandemias es una guerra eterna que nunca acabará pese a los avances de la ciencia, espectaculares en los últimos cien años. Las pandemias son hitos históricos. Cambian el curso de la historia y después de ellas nada es igual. Ahora, el propósito fundamental debe de ser extraer las enseñanzas de las pandemias históricas y hacer una reflexión sobre el covid-19, la primera pandemia del siglo XXI.

De esta manera, el catedrático de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad de Alcalá, Pablo Martín-Aceña, analiza en su último libro, 'La guerra eterna: grandes pandemias en la historia', la evolución de las pandemias y cómo cambiaron para siempre nuestro mundo. Ahora, en exclusiva para suscriptores, El Confidencial te ofrece un capítulo de este impresionante y completo ensayo, que analiza el mundo de las enfermedades contagiosas y cómo han afectado a la humanidad a lo largo de los siglos.

¿Cuántas pandemias?

En la historia de la humanidad de los dos últimos milenios se han sucedido cuatro grandes catástrofes demográficas, todas ellas vinculadas a enfermedades contagiosas. Por el número de infectados y muertos (millones de personas) y por su extensión geográfica (varios continentes) dichas catástrofes son resultado de epidemias y pandemias que han acompañado la vida de los hombres desde su aparición en la Tierra.

Las grandes pandemias cambian el mundo. Tras su paso nada sigue igual en las naciones o en los continentes que tocan, ni en la política, ni en la economía, ni en las instituciones, ni en los individuos que las sufren. Alteran el curso de la historia. Los millones de muertos crean un vacío difícil de llenar. Son hitos que dejan una huella imborrable en las sociedades que las padecen y en la memoria del común de las gentes. Sin tener en cuenta las pandemias no se entendería el cambio social, ni las grandes transformaciones históricas.

Las pandemias causan ansiedad, temor. La palabra 'plaga' que se emplea para designarlas tiene una connotación negativa, asociada a acontecimientos violentos. Según la Real Academia Española, una plaga es una calamidad que aflige a un pueblo, un daño grave, individual o público, un infortunio, un pesar, un contratiempo, algo que causa destrucción. Su origen se encuentra en un germen patógeno incontrolado, bacteria o virus. Las enfermedades epidémicas son poderosas 'armas de destrucción masiva'.

Entre epidemias y pandemias, con un número de víctimas superior o igual a 1.000, Pasquale Cirillo y Nassim N. Taleb, en un trabajo sobre tasas de mortalidad mundial, han contabilizado 72, una cada 28 años, y al menos 19 con más de 100.000 muertos. Una de las más letales fue la plaga Antonina del siglo II con 7,5 millones de muertos, el 3,7% de la población. Infinitamente peor fue la plaga Justiniana del siglo VI, que duró doscientos años y aniquiló a sesenta millones de personas, el 30% de la población. Afectó a tres continentes, Asia, África y Europa. Aún más dañina fue la peste negra, que apareció en Asia central a principios de la década de 1330 y alcanzó el Occidente un decenio después. La ola más mortífera entre 1347-1348 y 1352 causó cerca de cuarenta millones de muertes, un 35% de la población. La pandemia se prolongó cuatro centurias, hasta finales del siglo VXII, cobrándose un número incalculable de víctimas. Una combinación de enfermedades epidémicas fue la causante de la tercera gran catástrofe demográfica mundial que despobló el continente americano en el siglo XVI, tras la llegada de los españoles a las costas del Caribe. Desapareció la práctica totalidad de la población indígena. En el siglo XVIII, la viruela fue la asesina principal. En el XIX, el cólera, la malaria y la tuberculosis azotaron todos los continentes de costa a costa. Y en el siglo XX la última pandemia histórica, la gripe de 1918, se llevó por delante a cincuenta millones de personas en dos años, el 2,5% de la población del planeta. Y ahora, en el siglo XXI, el covid-19, que apareció hace año y medio en la provincia de Wuhan en China, a 15 de enero de 2021 ha causado dos millones de muertos.

Bacterias y virus: la guerra eterna

El combate contra las enfermedades es la historia de una guerra eterna, que nunca acabará pese a los avances continuos de la ciencia. Como sostiene Salvador Macip, un médico e investigador de primera línea en el campo de la biomedicina, es una guerra en la que se lucha contra compañeros de viaje, los microorganismos, que coexisten con los hombres desde hace más de 30.000 millones de años, y con mucha familiaridad desde que los hombres abandonaron la vida nómada de cazadores y recolectores y se hicieron agricultores, allá por el año 10.000 a. C. Los neolíticos comenzaron a compartir el espacio vital con los animales domésticos, lo que propició el salto de muchos microbios de una especie a otra. Macip recuerda que los microbios estaban antes que nosotros, y si alguna catástrofe eliminara a todos los habitantes del planeta, ellos –bacterias y virus– serían los únicos supervivientes.

Las bacterias son unos microbios formados por una sola célula. Hasta principios del siglo XVIII no se supo quiénes eran, ni qué forma tenían. En 1590, el holandés Zacharias Janssen, constructor de lentes, inventó el microscopio, y unos cuantos decenios después, Anton van Leeuwenhoek, un fabricante de paños nacido en Delf, rediseñó el maravilloso invento de su compatriota y con él pudo ver por primera vez protozoos, espermatozoides, glóbulos rojos y bacterias. Los llamó animalculae y los describió como 'pequeños animales' que estaban en todas partes. En 1838 comenzaron a denominarse oficialmente 'bacterias'. Los virus son microorganismos aún más pequeños. Su descubrimiento se remonta a la década de 1870 cuando unos científicos, también holandeses, advirtieron que unos agentes misteriosos podían atravesar los filtros que retenían a las bacterias.

El primer virus se describió en 1898 y desde entonces se han identificado más de 5.000 tipos diferentes. Son las formas de vida más pequeñas que existen, sin capacidad de funcionar solos y necesitan invadir una célula para multiplicarse. Son los organismos más abundantes en el planeta y se encuentran en toda clase de ecosistemas.

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Enfermedades que matan por millones

Las enfermedades epidémicas son uno de los jinetes del Apocalipsis y forman parte, junto a la guerra y el hambre, de ese triste triunvirato que ha sido la causa de las sucesivas catástrofes demográfica. Ahí está para recordarlo la invocación que empleaban los hombres de la era preindustrial, 'A bello, fame et peste libera nos Domine' (Dios, líbranos de la guerra, el hambre y la peste).

De las tres parcas, las epidemias son las más mortíferas, las que en menos tiempo arrasan poblaciones enteras. Bacterias y virus se mueven más rápidamente que las tropas. Las infecciones actúan más directamente que la falta de alimento. Las guerras terminan, el hambre da tregua, mientras que los bacilos y los virus, lejos de desaparecer se multiplican, mutan y atacan sin cesar y, en ocasiones, de forma huracanada, contagian a centenares, miles, millones de personas. Aunque éste no es un libro de medicina ni de epidemiología, sí conviene describir con brevedad algunas de las principales enfermedades causantes de las grandes pandemias históricas: la peste, la viruela, el sarampión, el cólera, el tifus, la tuberculosis, la malaria, la fiebre amarilla, la difteria y la gripe. Son diez, el número de las plagas bíblicas que asolaron Egipto. Todas las enfermedades tienen historia y sus orígenes se remontan a tiempos antiguos. De ninguna se tuvo un buen conocimiento hasta la revolución científica de los siglos XVII-XVIII.

La peste causó las dos primeras catástrofes

Las dos primeras pandemias históricas están vinculadas al bacilo yersinia pestis, el germen de la peste, cuyo descubrimiento se debe a dos bacteriólogos, Alexandre Yersin, un estudiante suizo de Louis Pasteur, y a Shibasaburo Kitasato, un cercano colaborador japonés de Robert Koch. En 1894 ambos fueron enviados por sus respectivos gobiernos a hospitales de Hong Kong donde se había desatado una epidemia que afectaba a toda la provincia china de Cantón.

En pocas semanas identificaron en la sangre y los tejidos de los apestados el mismo tipo de bacteria, consiguieron aislarla y desarrollar su cultivo. Yersin la bautizó con el nombre de su maestro, Pastereulla pestis, que luego se cambió. También llegaron a una importantísima conclusión: era probable que las ratas fuesen el principal vehículo transmisor.

El hallazgo no impidió la propagación de la enfermedad. Del bullicioso puerto chino la peste viajó en buques de vapor hacia América, Australia, Indonesia, Madagascar y la India. Pobreza y subdesarrollo se combinaron para que el bacilo matase a millones de personas. La epidemia pilló desprevenida a la administración colonial británica, que, con tardanza, estableció la Comisión India para la Investigación de la Peste en 1905. De la misma formó parte William Glen Liston, entomólogo británico. Recibió un lote de ratas enfermas capturadas en un bloque de pisos en Bombay, atestado de gente infectada por el bacilo descubierto por la pareja Yersin-Kitasato. Dedujo que la rata negra (rattus rattus) funcionaba como huésped del auténtico vector del bacilo, una pulga, la xenopsylla cheopis. Liston argumentó que la gran mortalidad sufrida por los roedores infectados había hecho cada vez más difícil que las pulgas encontraran huéspedes donde alimentarse y que la hambruna les llevó a buscar un huésped vicario o alternativo, y los más próximos eran los humanos. El germen se transmitía de las ratas (muertas) a los hombres a través de la picadura de las pulgas.

La rata negra era la que mejor cumplía esa función de transmisión, pues se mueve con libertad por viviendas, graneros, molinos, establos y tiendas de ultramarinos. Muerto el roedor, la pulga pasaba a molineros, panaderos, tejedores, tenderos, lavanderos; a los profesionales en contacto con los enfermos, médicos, curanderos, monjes, sacerdotes, sepultureros, y a los que acudían a mercados, iglesias y monasterios. Pero las ratas son animales sedentarios que no se mueven más allá de su entorno doméstico. Sin embargo, transportadas en barcos y carromatos, pueden efectuar viajes kilométricos, dar la vuelta al mundo, colarse en ciudades y pueblos, y desembarcar en cualquier puerto de cualquier continente. Y allá donde iba la rattus rattus iba también la xenopsylla cheopis.

De la yersinia pestis se conocen tres variedades. La antiqua, cuyo origen cabe localizar en la región de los grandes lagos africanos y que recibe ese nombre por ser la causante de la pandemia del mundo antiguo. La medievalis, la típica de la Edad Media, tuvo su punto de partida en algún lugar en las estepas de Asia central. Y la orientalis, que toma su nombre por ser responsable de las pandemias más contemporáneas que asolaron el sudeste asiático y China. En cualquiera de estas variedades, la peste se manifiesta en tres formas. La bubónica, la más extendida en Europa desde fines de la Edad Media hasta principios del siglo XVIII, hace su entrada en el hombre a través de la picadura cutánea. El tiempo de incubación no pasa de una semana, cuando aparecen los bubones o ganglios en la ingle, las axilas, el cuello y manchas negras esparcidas por todo el cuerpo. La fiebre asciende hasta los 40-42 grados y, antes de la muerte, el paciente infectado sufre cefaleas y vértigos que le llevan a un estado de delirio. La septicémica, más grave y con efectos más rápidos que la anterior, afecta en cuestión de horas a todos los órganos vitales, el corazón, los pulmones y los riñones, produciendo una muerte súbita. En la peste pulmonar, la menos frecuente de las tres, el germen invade el cuerpo por vía mucosa, a través de las partículas en suspensión que deja la tos o la simple respiración. El proceso de la enfermedad es también muy rápido, y la muerte, con los síntomas aparentes de infecciones respiratorias agudas, sobreviene en dos o tres días. No se conoce ninguna inmunidad natural del hombre frente a la peste y se ignora la razón o razones por las cuales ha desaparecido casi por completo, si bien todavía quedan algunos focos menores en distintas partes de África.

No se conoce ninguna inmunidad natural del hombre frente a la peste y se ignora la razón o razones por las cuales casi ha desaparecido

Las enfermedades que mataron en América

El catálogo de enfermedades que arrasó la población del Nuevo Mundo tras la llegada de los conquistadores es extenso. Incluye, según el cuadro descrito por Massimo Livi Bacci, que ha estudiado sus estragos, casi todas las que afligían a los habitantes de Eurasia desde tiempos neolíticos: la viruela, el sarampión, la malaria, el tifus, la varicela, la difteria, la escarlatina, la tosferina y, por supuesto, la peste y la gripe. Aquí se repasan alguna de ellas.

La viruela ha matado a más humanos a lo largo de la historia que cualquier otra enfermedad contagiosa. Fue la enfermedad asesina de la población de América tras la llegada de los conquistadores, la principal causante de la hecatombe. Se desconoce su origen. Existe evidencia de su letalidad desde época muy temprana, pues se han hallado restos en momias egipcias datadas en el siglo III a.C. También en China y la India por la misma época. En el siglo XVIII se estima que en Europa moría cada año un tercio de los contagiados y que muchos de los supervivientes desarrollaban ceguera. Parece ser que en China, en el siglo XVI, comenzó una forma primitiva de inoculación del virus para mitigar sus efectos. En 1765, el fraile chileno Pedro Manuel Chaparro hizo también inoculaciones con pus de pústulas de los varicosos. La británica Lady Montagu (1686-1762) observó en un viaje a Turquía cómo los circasianos que se pinchaban con agujas impregnadas en pus de viruela de las vacas no contraían la enfermedad. Inoculó a sus hijos y, a su regreso a Inglaterra, repitió y explicó el procedimiento. En 1796, Edward Jenner descubrió la primera vacuna moderna después de hacer ensayos con muestras de pústulas de la mano de una granjera infectada por el virus de la viruela bovina, e hizo inoculaciones sucesivas en un niño de ocho años que no desarrolló la enfermedad. Luego fue Francisco Javier Balmis y Berenguer quien llevó la vacuna a América en la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, un hito en la historia de la medicina. No obstante, pese a la existencia de la vacuna, en el siglo XIX todavía perecían cerca de medio millón de europeos al año, y un número mayor en el resto de los continentes. En el siglo XX, la viruela siguió contagiando a entre trescientos y quinientos millones en todo el mundo. En 1977 se diagnosticó el último caso. La OMS certificó la erradicación de la enfermedad en todo el planeta en 1980.

El sarampión es una enfermedad vírica muy infecciosa que ataca en la infancia. Su origen, como el de tantas otras, se remonta a tiempos del Neolítico. La primera descripción clínica de la enfermedad data del siglo X y fue obra del médico persa Al-Razi a finales del siglo IX, que enumeró sus síntomas y los distinguió de los de la viruela. Al médico escocés Francis Home se debe el descubrimiento en 1757 de la epidemiología del sarampión y demostró que se trataba de un virus muy contagioso y letal que se adueña del sistema sanguíneo. En 1846, el danés Peter L. Panum avanzó en el conocimiento y diagnóstico de la enfermedad: estado de debilidad, fiebre alta, inflamación de los pulmones y del cerebro que conduce a la muerte. La vacuna no llegó hasta 1966.

La malaria o paludismo, también llamada fiebres tercianas en España, se sabe que es una zoonosis cuyo huésped es el mono, igual que en el sida. Pasó a los humanos hace unos 10.000 años, se han encontrado restos en momias egipcias del año 3000 a.C. y se habla de ella en tratados chinos de 2700 a.C. La causa un protozoo del género plasmodium descubierto a fines del siglo XIX. El parásito entra en el cuerpo humano a través de la picadura de un mosquito, el anofeles, que actúa como vector. Una vez en el cuerpo, van derechos al hígado, donde se multiplican antes de pasar a la circulación. La enfermedad se extiende con rapidez cuando los mosquitos pican a personas enfermas, capturan los plasmodium que hay en la sangre, vuelven a la tarea de seguir transmitiendo el protozoo a terceros, y así sucesivamente. Una vacuna que llegó a probarse en la población fue la llamada SPf66 desarrollada por el investigador colombiano Manuel Elkin Patarroyo. En estudios de fase I demostró eficacia en un 75% de los vacunados, pero en las fases II y III bajó al 30-60%. Aunque existe una cura eficaz (insecticidas, mosquiteras, tratamientos preventivos como la quinina), la gente sigue muriéndose de malaria. Se infectan entre trescientos y quinientos millones de personas todos los años y un millón acaba muriendo, la mayoría niños. El 60% de los casos se producen en el África subsahariana y un 20% se lo reparten Nigeria y Zaire.

placeholder Pablo Martín Aceña, autor del libro. (Galaxia Gutenberg)
Pablo Martín Aceña, autor del libro. (Galaxia Gutenberg)

El cólera es otra de las enfermedades infecto-contagiosas provocada por una bacteria. La primera descripción se encuentra en los escritos de Hipócrates de Cos (460-277 a.C.), de Galeno de Pérgamo (129-216 d.C.) y del médico chino Wang Shuhe (180- 270 d. C.). Parece que su origen se encuentra en las riberas del Ganges, desde donde se propagó por toda Asia y Europa. A finales del siglo XV viajó con Vasco de Gama infectando la costa africana, recaló en Calcuta en 1498 y se diseminó después por el Indostán. En los siglos XVIII y XIX se produjo una expansión incontrolada de la enfermedad y se tiene constancia de seis pandemias a cuál más mortífera. Partiendo del delta del Ganges, el llamado 'cólera morbo asiático' se extendió por los cinco continentes. En 1854, el médico italiano Filippo Pacini y el británico John Snow aislaron el bacilo del cólera y descubrieron que se reproducía en aguas contaminadas con materias fecales. En 1885, el bacteriólogo catalán Jaime Ferrán y Clúa elaboró la primera vacuna, siguiendo los pasos de Pasteur, y la probó en sí mismo. La enfermedad sigue siendo endémica en más de cincuenta países y se infectan 2,9 millones de personas al año, de los que 100.000 acaban muriendo.

El tifus es una enfermedad infecciosa causada por varias especies de bacterias que se transmiten por la picadura de diferentes artrópodos como piojos, pulgas, ácaros y garrapatas que anidan en aves y mamíferos. La llevaron los conquistadores a América y fue una de las que más mortíferas. Entre el siglo XVI y el XIX surgieron brotes epidémicos en todas las regiones del mundo. En el pasado ha acompañado a los ejércitos con regularidad, por ejemplo, en la guerra civil inglesa, la guerra de los Treinta Años y las guerras napoleónicas. Durante la retirada de Napoleón de Moscú en 1812 murieron más soldados franceses de tifus que en los combates. Y durante la guerra civil americana y en la Primera Guerra Mundial se alió con la gripe. La primera vacuna efectiva la desarrolló el biólogo polaco Rudolf Weigl en el período de entreguerras.

La fiebre amarilla, o vómito negro, es una enfermedad infecciosa viral aguda que transmiten mosquitos de varios géneros. Es endémica en regiones tropicales y subtropicales. Existe una vacuna efectiva, pero no se conoce cura, por lo que a las personas no vacunadas sólo se les puede proporcionar tratamiento sintomático cuando enferman. En África la propagaron los europeos y en América los conquistadores y los esclavos que fueron trasladados para trabajar en minas y plantaciones. La fiebre amarilla fue un misterio para la ciencia durante siglos hasta que, en 1881, el cubano Carlos Finlay identificó al mosquito Aedes como el vector de transmisión. Todavía hoy se contabilizan 200.000 contagios y 30.000 muertes al año.

La tuberculosis la causa un microorganismo, mycobacterium tuberculosis, conocido como bacilo de Koch, en honor a su descubridor, en 1882, el prusiano Robert Koch. El mycobacterium puede viajar en las gotas de saliva y es tan contagioso como el virus de la gripe. No la llevaron los europeos a América, sino que ya campeaba a sus anchas entre los indígenas. Mataba antes de 1492 y siguió matando después, en tierras americanas y en todo el planeta. Se han constatado indicios de su presencia en huesos humanos datados en el Neolítico. Hacia el año 5.000 a.C., en restos óseos en un cementerio de Heidelberg. En Tebas, en momias egipcias de 3.000 a.C. y en un papiro de 1.500 a.C. que describe los síntomas. En Oriente se encuentran referencias en el libro de los Vedas (en el más antiguo Rig-Veda, 1.500 a.C.). El primer texto clásico en mencionar la enfermedad es 'Historiae', de Herodoto, en el que cuenta cómo uno de los generales del emperador persa Jerjes abandonó la campaña contra Grecia debido al agravamiento de su tisis. Hipócrates describe un cuadro clínico en su 'Tratado sobre las enfermedades'. En la Edad Media habla de ella Maimónides, y en los siglos XVII y XVIII la describen con exactitud médicos y anatomistas. En el siglo XIX es la enfermedad romántica por excelencia y en los siglos XX y XXI continúa haciendo estragos. Aproximadamente un tercio de la población mundial, unos 2.000 millones, están infectadas por el mycobacterium tuberculosis, aunque su morbilidad es sólo un 10% de esa población. Según la OMS, cada año se detectan diez millones de nuevos infectados y mueren 1,5 millones de personas.

La gripe: el asesino que causó la cuarta catástrofe

La gripe es una enfermedad vírica común. Miles de personas la padecen todos los años. Su origen cabe retrotraerlo a tiempos neolíticos, cuando se produjeron las primeras concentraciones de población y animales domésticos en las riberas de los ríos en China, el valle del Indo, el Nilo y la región de Mesopotamia entre el Éufrates y el Tigris. Se atribuye a los médicos chinos antiguos un conocimiento precoz de la enfermedad. En su 'Libro IV de las epidemias', Hipócrates describe una enfermedad respiratoria común en los meses de invierno.

El término influenza, con el que también se conoce la gripe, parece haberse empleado en la Italia de la Edad Media de forma general para referirse a las enfermedades infecciosas. Dos historiadores, Domenico y Pietro Buoninsegni, convencidos de la influencia de las estrellas en la salud de los hombres, la bautizaron con ese término, que perdura hasta la actualidad. Otros tratadistas señalan que el término influenza se acuñó en 1702 en Milán y que hace referencia a la influencia del frío como factor desencadenante. Algunos autores han sugerido que el médico François Boissier de Sauvages acuñó el término gripe como derivación de los verbos franceses agripper (atacar) o gripper (atrapar, coger). El término influenza se emplea más en inglés y alemán, mientras que gripe es el usual en francés, español y portugués.

Francisco Valleriola, en su obra 'Loci medicinae comunes' de 1563, ofrece la primera descripción científica de la gripe al referirse a la tos seca y fuerte, dolor de cabeza, opresión respiratoria, escalofríos, fiebre alta. Otros atribuyen la primera descripción al médico inglés Thomas Snydenham, con motivo de la gripe de 1679, y al inglés John Huxman, que estudió la epidemia de 1732-1733.

Las primeras epidemias que afectaron a Europa y de las cuales se tiene buena referencia se produjeron en 1510, 1557 y 1558, año en que se difundió hacia Asia y África alcanzando categoría de pandemia. En el siglo XVIII se sucedieron al menos cinco pandemias, 1729-1730, 1732-1733, 1761-1762, 1781-1782 y 1788-1789, siendo esta última la más mortífera, propagándose por el continente euroasiático y por todas las colonias americanas, del norte y del sur. En el siglo XIX se produjeron tres pandemias, en 1830-1831, 1833 y 1889-1890. En el siglo XX la gripe golpeó con fuerza en cuatro ocasiones: en 1918, la pandemia que se estudia en este libro; la asiática de 1957, la de Hong Kong de 1968 y la aviar de 1997. Y en lo que va de siglo XXI, en dos, la gripe porcina de 2009 y la que el mundo padece en la actualidad: el covid-19.

Pese a su repetición, el conocimiento de la enfermedad permaneció en la sombra hasta finales del siglo XIX. En 1892, el médico alemán Richard Pfeiffer creyó haber descubierto el agente específico de la gripe cuando aisló el haemophilus influenzae, al que puso su nombre (bacilo de Pfeiffer), y que durante décadas fue considerado el germen causante de la gripe de manera errónea. El paso siguiente lo dio en 1898 Martinus W. Beijerinck, que, como resultado de sus investigaciones, sugirió que el agente no era un microbio, sino un 'contagium vivum fluidum', esto es, que la causa de la enfermedad no era un bacilo, sino un virus.

Las primeras epidemias de gripe que afectaron a Europa se produjeron en 1510, 1557 y 1558, año en que alcanzó la categoría final de pandemia

Con el tiempo, los ensayos clínicos desmintieron esa causa, pues el bacilo estaba tanto en personas enfermas con diferentes patologías como en personas sanas. No cumplía el principio básico de la necesaria conexión entre germen y entidad morbosa. Dos bacteriólogos de Nueva York, William Park y Anna Williams, del Departamento de Sanidad de la ciudad, pusieron en duda que sólo una bacteria causara la enfermedad. Alexander Fleming, a la sazón capitán del cuerpo médico del ejército británico, había descartado la teoría bacteriológica y corroboró esos resultados.

De manera simultánea, René Dujarric de la Rivière, un médico y aristócrata francés que investigaba en los laboratorios del ejército galo y estaba al corriente de los trabajos de sus colegas, llegó a conclusiones similares: la causa de la gripe era un virus. Lo corroboraron Charles Nicolle y Charles Lebailly, del Instituto Pasteur. No obstante, en 1918, pese a las numerosas objeciones, el bacilo de Pfeiffer se mantuvo oficialmente como el agente específico de la gripe, lo que condujo a diagnósticos equivocados y tratamientos ineficaces.

Pasó tiempo antes de que los hallazgos mencionados se hicieran un hueco, porque la ciencia tiene su ritmo. En 1931, el virólogo americano Richard Shope confirmó a Dujarric y logró aislar el virus en el estornudo de un humilde hurón. La metodología de Shope fue empleada por C. H. Andrewes, P. P. Laidlaw y W. Smith para estudiar un brote gripal en Inglaterra en 1933 y aislaron el primer virus de la gripe humana. Fue el paso para que los científicos empezaran a buscar vacunas. La primera la inventó un ruso, A. A. Smorodintseff, en 1936, que se administró a los obreros de su país para reducir el absentismo

La gripe es una zoonosis. Hoy se sabe que la gripe está causada por un virus ARN, el influenzavirus. Sus huéspedes naturales son las aves acuáticas salvajes. Se trata de un parásito, lo que significa que únicamente puede sobrevivir dentro de otro organismo o huésped. Es incapaz de reproducirse por sí solo, por lo que tiene que invadir una célula huésped y apoderarse del aparato reproductor de la misma. Si muere el huésped, el virus perece. Hay tres tipos de virus de la gripe: A, B y C. El más común y asesino es el primero. El B es poco frecuente entre los humanos y el C todavía menos. La peligrosidad del virus reside en su capacidad de mutar cada año porque tiene una gran habilidad para traficar con información genética. Debido a la capacidad de cambiar un poco cada temporada, no existe una vacuna capaz de inmunizar contra todas las variantes de tipos de gripe.

Cuatro grandes catástrofes demográficas vinculadas a enfermedades contagiosas han cambiado nuestro mundo para siempre: en la Antigüedad, la Gran Plaga, que comenzó en tiempos de Justiniano en el siglo VI y terminó a finales del VIII, llevándose por delante a un tercio de la población mundial; en la Edad Media, la peste negra, con brotes sucesivos desde 1347 hasta finales del siglo XVIII, que afectó a la mitad de la población mundial; en la Edad Moderna, la llegada y propagación de las enfermedades endémicas que los europeos llevaron a América provocaron la desaparición de casi toda la población del Caribe y de una buena parte de la de los imperios azteca e inca; en la Edad Contemporánea, la gripe de 1918, que duró menos de tres años y mató a cincuenta millones de personas.