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Así se 'desactivó' la temida bomba nuclear de Adolf Hitler, solo para suscriptores
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ADELANTO EDITORIAL

Así se 'desactivó' la temida bomba nuclear de Adolf Hitler, solo para suscriptores

Un complot digno del mejor 'thriller', basado en sabotajes, espionajes y asesinatos, donde un grupo de científicos y espías se infiltró entre los físicos, químicos y militares nazis

Foto: Sam Kean. (EC Diseño)
Sam Kean. (EC Diseño)
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Raramente los secretos científicos han sido tan vitales como lo llegaron a ser durante la Segunda Guerra Mundial. En medio de la planificación del Proyecto Manhattan, la Oficina de Servicios Estratégicos de Estados Unidos ideó un plan secreto: la Operación Alsos, destinada a rastrear y entorpecer las investigaciones sobre energía nuclear llevadas a cabo por las potencias del Eje.

Esta fascinante historia de la batalla por la supremacía atómica queda magníficamente reflejada en 'La brigada de los bastardos', el último libro de Sam Kean, publicado por la Editorial Ariel, en el que el considerado mejor escritor de divulgación científica desgrana las mentes de esos hombres y mujeres que realizaron una de las labores de inteligencia más importantes de todos los tiempos.

El resultado fue un complot digno del mejor 'thriller', basado en sabotajes, espionajes y asesinatos. En el corazón de esta misión, se encontraba un grupo de soldados, científicos y espías que se infiltraron entre los físicos, químicos y militares alemanes para detener la amenaza más aterradora de la guerra: la bomba nuclear ideada por Adolf Hitler. Ahora, en exclusiva para los suscriptores, El Confidencial te ofrece un capítulo de 'La brigada de los bastardos', un libro que no te dejará indiferente.

El profesor Berg

El primer espía atómico estadounidense de la historia casi ni era estadounidense. Tras huir de los pogromos de Ucrania en la década de 1890, el padre de Moe Berg, Bernard, compró un pasaje de Londres a Estados Unidos en un barco de vapor abarrotado y sucio que apestaba a mortadela y a cuerpos sin lavar. Cuando llegó a Nueva York, los guetos y los bloques de viviendas hicieron que la tercera clase pareciera lujosa. Al oír que los extranjeros que se alistaban para combatir en la guerra de los Bóeres obtenían automáticamente la nacionalidad británica, se subió al primer barco con destino a Londres, solo para descubrir que la oferta había caducado. Muy a su pesar, se gastó los diez últimos dólares que le quedaban para volver a Nueva York, resignado a convertirse en ciudadano estadounidense.

Al cabo de poco, Bernard se casó con una costurera rumana llamada Rose, con la que tuvo tres hijos, y abrieron una lavandería en el Lower East Side. No tuvieron éxito. Lector empedernido, Bernard se quedaba a menudo tan absorto en sus libros mientras planchaba que quemaba las prendas de los clientes. Con el tiempo admitió sus limitaciones y abrió una farmacia en Newark, instalando a su familia en el apartamento del piso de arriba. (Como trabajaba mucho —quince horas al día—, se comunicaba con ellos gritando a través de un tubo que iba escaleras arriba). Al tratarse de la primera familia judía del vecindario, los Berg sufrieron alguna que otra discriminación (los niños gritaban: '¡Eh, asesinos de Jesús!'), pero la farmacia acabó por convertirse en un centro social en el barrio.

Bernard era especialmente famoso por sus 'cócteles Berg', laxantes elaborados a base de aceite de castor y cerveza de raíces. Antes de prepararlo, preguntaba a fulanita de tal a qué distancia vivía. 'A cuatro manzanas', le respondía. Entonces medía los ingredientes para cuatro manzanas y hacía que se lo tomara de un trago. 'Vaya directamente a casa —le advertía— y no se pare a hablar'. La gente aprendió por experiencia que no estaba bromeando.

El hijo pequeño de Bernard y Rose, Moe, que pesó cinco kilos y medio, llegó al mundo en 1902. Como Bernard trabajaba todo el tiempo, el chico tenía absoluta libertad para dedicarse a su pasión, el béisbol. Lanzaba constantemente pelotas, manzanas, naranjas y cualquier cosa vagamente esférica, y ya de niño era el mejor catcher de Newark. Se agachaba detrás de las tapas de las alcantarillas, con un guante que en sus diminutas manos parecía una almohada, y dejaba que los policías del barrio le lanzaran bolas. '¡Más fuerte! —gritaba Berg—. ¡Más fuerte!'. Al final, un policía se hartó y le lanzó una bola con todas sus fuerzas. Berg se tambaleó hacia atrás y casi se cayó. Pero aguantó. Ningún adulto podía superarlo. Al oír hablar de su hazaña, el selecto equipo de una iglesia del barrio lo fichó. Insistieron en que utilizara un seudónimo cristiano, Runt Wolfe, y Runt se convirtió rápidamente en la estrella del equipo.

La única persona a la que no le impresionaba la habilidad de Moe para el béisbol era su padre. Era ciudadano estadounidense a regañadientes y no aprobaba un deporte tan típicamente americano. Despreciaba a los jugadores, a los que consideraba unos zoquetes en comparación con sus verdaderos héroes, los académicos. Pero el caso es que Moe también era muy buen estudiante: se graduó a los dieciséis años en el instituto y consiguió que lo admitieran en la Universidad de Princeton. Allí, siguiendo una de las pasiones de su padre, se especializó en lenguas romances y algunos semestres seguía seis cursos; por si eso fuera poco, se atrevió con el sánscrito y el griego. Cuando, más adelante, Berg se hizo famoso, ninguna de sus peculiaridades atraía más la atención que su facilidad por las lenguas. Algunos de sus admiradores afirmaban que hablaba seis con fluidez, otros decían que ocho, y otros, una docena.

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Pinche en la imagen para más información.

Para disgusto de su padre, Berg también jugaba al béisbol con los Tigers de Princeton. En aquel entonces, los partidos de la Ivy League atraían a menudo a multitud de espectadores, hasta veinte mil personas, y Berg triunfó como parador en corto titular del equipo. A ello ayudaba el hecho de medir metro ochenta y cinco y tener unas enormes manazas: 'Estrecharle la mano era como darle la mano a un árbol', recordaba uno de sus compañeros. En su tercer año, los Tigers a punto estuvieron de derrotar a los campeones mundiales, los Giants de Nueva York, en un partido de exhibición en los Polo Grounds que perdieron 3 a 2. Posteriormente condujo a los Tigers a un récord de 21-4 en su último año —incluyendo una serie de 18 victorias—, con un promedio de .337, que incluye un .611 contra sus rivales Harvard y Yale. Él y el segunda base del equipo aquel año, otro lingüista, discutían en el campo las estrategias defensivas en latín para evitar que los del otro equipo se enteraran.

Se supone que un parador en corto alto, bien plantado, el típico estadounidense de Princeton y con talento para las lenguas romances, ha de ser un tipo popular, y efectivamente la gente admiraba a Berg. Pero desde la distancia. En la facultad tenía pocos amigos de verdad y en parte la culpa era de Princeton. La mayoría de los chicos de Princeton (en aquel entonces era una universidad solo para hombres) habían asistido a escuelas preparatorias de lujo y algunos llegaban a clase en coches con chófer. Berg, en cambio, a duras penas podía pagar la matrícula de 650 dólares trabajando los veranos como monitor de campamento en New Hampshire y repartiendo regalos de Navidad durante las vacaciones de invierno. Los lujos caros que adoptó —batines, brillantina perfumada— no engañaban a nadie. El hecho de ser judío tampoco ayudaba. En su último año, el equipo de béisbol de Princeton eligió a alguien un poco más adecuado (léase blanco, anglosajón y protestante) como capitán, cosa que le dolió. Y cuando llegó el momento de entrar a formar parte de un eating club (la versión de Princeton de las fraternidades), fue admitido con la condición de que no molestase ni abogara en favor de otros judíos. Humillado, Berg se negó a incorporarse al club.

Pero su aislamiento no era solamente culpa de Princeton. La principal característica de Berg, la que definió toda su vida, era su secretismo. Era apuesto e ingenioso. Los hombres admiraban su erudición y sus habilidades atléticas. Las mujeres quedaban embelesadas cuando susurraba en francés y en italiano. Pero nunca asistía a fiestas, nunca invitaba a nadie a cenar, nunca permitía que nadie se le acercase. Era un solitario incorregible que apartaba constantemente a la gente y cultivaba un aire de misterio.

Así se hizo la Operación Alsos, que rastreó y entorpeció las investigaciones sobre energía nuclear realizadas por las Potencias del Eje

Seis meses después de su mejor temporada en la liga profesional, Berg sufrió una grave lesión. En abril de 1930, durante un partido de exhibición en Little Rock, cuando volvía a la primera base durante un intento de pickoff, los tacos se quedaron clavados en el barro y se rompió el ligamento de la rodilla derecha, por lo que hubo de pasar por el quirófano en la Clínica Mayo. Estuvo unos meses sin jugar y trató de volver, pero estaba claro que no se había recuperado. Una neumonía a mitad de temporada lo debilitó aún más. En definitiva, la lesión y la enfermedad hicieron que se perdiera los dos años siguientes, por lo que su actividad se limitó a veinte partidos con Chicago y —después de que Chicago le rescindiera el contrato— diez con Cleveland. Como su futuro en el béisbol parecía incierto, empezó a ejercer la abogacía en Wall Street fuera de temporada para ganar dinero. No le gustaba nada.

En 1932, tras dos años de rehabilitación, Berg se había recuperado lo suficiente para fichar por los Washington Senators. Sin embargo, sus piernas ya no eran las mismas. Su bateo, que en su día había sido aceptable, se deterioró; era más lento que nunca, lo que hizo que se convirtiera en un auténtico estorbo en el camino a la base y era incapaz de mantenerse en cuclillas durante horas bajo el sol con aquella rodilla. De modo que Washington lo relegó a catcher del bullpen (zona de calentamiento junto al banquillo donde calientan los lanzadores suplentes). A Berg nunca le volverían a confundir con alguien nominado para ser MVP.

Y a pesar de todo, curiosamente, la lesión de rodilla fue lo mejor que pudo sucederle a su carrera. Puede parecer extraño decir que alguien ha nacido para ser catcher del bullpen, pero ese era el caso de Moe Berg. Con su percepción cerebral del juego demostró ser un mentor perfecto para los lanzadores jóvenes, y el ritmo relajado del bullpen le iba de maravilla. No tenía que calentar ni entrenar demasiado y, en cambio, podía holgazanear por las instalaciones y hojear periódicos 'vivos'. (Los aficionados llegaban incluso a llevarle ediciones en lenguas extranjeras a la cancha). Además, disponía de mucho tiempo para charlar con los periodistas deportivos, los cuales le encontraban irresistible, divertido, parlanchín y fuente de titulares. La prensa lo adulaba, y ¿por qué no habría de ser así? Ahí estaba aquel enorme, torpe y cejijunto catcher de Newark que había estudiado en Princeton y en La Sorbona y que hablaba diecisiete idiomas. Eso vendía mucho.

La mayoría de los artículos sobre el 'profesor Berg' se centraban en sus excentricidades, como que podía leer jeroglíficos y recitar la obra poética completa de Edgar Allan Poe; que para comer pedía compota de manzana en lugar de bistecs o bocadillos; que compraba diccionarios 'para ver si estaban completos'; que viajaba con ocho trajes negros idénticos y nunca vestía ninguna otra ropa; que en una ocasión se ventiló un libro sobre el espacio-tiempo no euclidiano en el bullpen durante un partido doble en Detroit, y que la siguiente vez que visitó Princeton llamó a Albert Einstein para debatir el tema en profundidad. (Por todo ello, un periodista le puso al catcher el sobrenombre de 'Einstein con pantalones de deporte').

placeholder Sam Kean, autor del libro. (Library of Congress)
Sam Kean, autor del libro. (Library of Congress)

En total, Berg recibió más cobertura periodística que ningún otro jugador que estuviera calentando banquillo en la historia del béisbol, cosa que no gustaba mucho a sus compañeros de más talento. En uno de los mayores desaires deportivos de todos los tiempos, un periodista le preguntó a un compañero de equipo de Berg sobre la capacidad de este para hablar muchos idiomas. El compañero, que probablemente había escuchado la misma pregunta demasiadas veces, se burló: 'Sí, pero bueno, no sabe batear en ninguno de ellos'.

A menudo Berg interpretaba el papel de cascarrabias ante los periodistas, pero en su fuero interno le encantaba ser objeto de atención de los medios de comunicación, en parte porque ello le proporcionaba diversas ventajas. Por ejemplo, fue uno de los tres jugadores de las grandes ligas seleccionados para visitar Japón en 1932 para llevar a cabo una serie de talleres benéficos sobre béisbol. Enseñó a los jóvenes los aspectos más importantes del deporte: la primera y la tercera variantes defensivas, cómo forzar bolas bajas con lanzamientos rasos para conseguir dobles, e incluso cómo manejar bolas ensalivadas. Por su parte, los jugadores japoneses adoraban a Berg, y su tez oscura —y su única ceja— les parecían bastante exóticas. Más adelante, Berg se referiría a Japón como 'el paraíso de los árbitros', porque los jugadores eran muy educados con ellos.

La estancia en Japón le proporcionó a Berg una excusa para viajar más, y cuando sus compañeros zarparon de regreso a casa, él se dirigió al oeste, visitando Corea, China, Indochina, Camboya, Siam, Birmania, India, Irak, Arabia Saudí, Siria, Palestina, Egipto, Creta, Grecia, Yugoslavia, Hungría, Austria, Holanda, Francia e Inglaterra. Obviamente, volvió a los entrenamientos de primavera de nuevo en baja forma, pero esta vez a nadie le importó, ya que tenía un montón de nuevas historias con las que deleitar a sus compañeros de equipo y a los periodistas.

Sin embargo, en su fuero interno, una etapa del viaje le dejó preocupado. A finales de enero de 1933 llegó a Berlín e inmediatamente se hizo con varios periódicos. Todos presentaban el mismo titular: Alemania tenía un nuevo canciller, un provocador de cuarenta y tres años llamado Adolf Hitler. Berg se pasó el día observando a una multitud de nazis jubilosos que celebraban su victoria en las calles. Al volver a casa le dijo a todo aquel que quiso escucharle que Europa estaba abocada al desastre.

Raramente los secretos científicos han sido tan vitales como lo llegaron a ser durante la Segunda Guerra Mundial. En medio de la planificación del Proyecto Manhattan, la Oficina de Servicios Estratégicos de Estados Unidos ideó un plan secreto: la Operación Alsos, destinada a rastrear y entorpecer las investigaciones sobre energía nuclear llevadas a cabo por las potencias del Eje.

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