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11 de marzo de 2004: el día del mayor atentado de la historia de España
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11 de marzo de 2004: el día del mayor atentado de la historia de España

Un nuevo libro reconstruye con mucha documentación lo sucedido ese día y los siguientes, y los juicios de los responsables de los atentados. También es un retrato del clima político del periodo

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El 11 de marzo de 2004 fue uno de los días más trágicos de la historia de la España reciente. Los atentados islamistas de ese día mataron a 192 personas y dejaron a más de 1.800 heridas. Pero, además de eso, dieron pie a una de las épocas de mayor crispación y polarización política de la democracia.

Mercedes Cabrera, catedrática de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense, autora de biografías de Juan March y Jesús de Polanco, y de libros sobre la Restauración y la historia empresarial reciente, y exministra de Educación, acaba de publicar '11 de marzo de 2004. El día del mayor atentado de la historia de España' (Taurus). Se trata de una reconstrucción muy documentada sobre lo sucedido ese día y los siguientes, y los juicios de los responsables de los atentados, pero también es un gran retrato del clima político de esos días. Este fragmento corresponde a las primeras páginas del libro.

El día de los atentados. Ha sido ETA

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El jueves 11 de marzo de 2004, a las 7.37 de la mañana, se produjo en la estación de Atocha una explosión en el vagón número 4 del tren que acababa de cerrar sus puertas para seguir su trayecto. Apenas un minuto después, cuando los viajeros se amontonaban en las escaleras de salida sin saber qué había ocurrido, hubo otras dos explosiones en los vagones 5 y 6. Cundió el pánico. Casi simultáneamente, allí al lado, en la calle Téllez, se producían otras cuatro explosiones en el convoy que aminoraba la marcha para hacer su entrada en Atocha. Los viajeros, despavoridos, no podían saber que a esa misma hora, en otras dos estaciones de cercanías, la del Pozo del Tío Raimundo y la de Santa Eugenia, tres vagones más saltaban por los aires. Todos los trenes habían salido de Alcalá de Henares. Era la hora punta de la mañana, cuando cientos de personas se encaminaban al centro de Madrid para incorporarse a sus trabajos, a sus clases, a sus quehaceres diarios.

Una de las primeras noticias la dio la Dirección General de Tráfico (DGT): se advertía a los conductores que evitaran la zona de Atocha porque estaba prácticamente tomada por peatones que deambulaban por la calzada. Las cadenas de radio y televisión comenzaron a recibir información muy confusa, pero a todas luces alarmante. La cadena de televisión Telecinco decía que estaba tratando de averiguar qué había ocurrido e Iñaki Gabilondo hablaba en la cadena SER de una explosión en las vías del AVE, sin heridos, porque había ocurrido en un vagón vacío. Poco después, sin embargo, contactó con alguien allí, un joven que con voz entrecortada, llorando, comenzó a hablar de vagones reventados, de amasijos de hierros, de cuerpos apoyados contra las ventanas rotas, de personas que no se movían, de muertos, de muchos muertos. Y lo que todavía sobrecogía más, de gente que se estaba muriendo.

Parecía, como dijo más tarde un testigo, un baile de sonámbulos, de gente moviéndose en silencio, sin apenas hablar, sin siquiera mirarse los unos a los otros. Comenzaba a vislumbrarse la magnitud del horror. Cientos de heridos yacían por los suelos, muchos de ellos mutilados; los que podían corrían, aterrorizados. Al principio se hablaba de una decena de muertos, enseguida de más de cincuenta, y pronto de más de ciento ochenta. Se quedaron cortos: en Atocha murieron treinta y cuatro personas; en la calle Téllez, sesenta y tres; en El Pozo, sesenta y cinco; en Santa Eugenia, catorce; en los hospitales, quince. Y casi mil novecientas personas resultaron heridas, algunas muy graves; pero esas cifras se conocieron más tarde.

placeholder El Monumento Homenaje a las Víctimas del 11-M en el aniversario de los atentados. (EFE)
El Monumento Homenaje a las Víctimas del 11-M en el aniversario de los atentados. (EFE)

Las noticias volaron y las emisoras de radio y televisión detuvieron su programación habitual, para volcarse en la búsqueda de novedades e imágenes de lo ocurrido; la prensa llegaría más tarde. Había sido una cadena de atentados, ya no cabía duda. Todos aquellos ciudadanos que vivían cerca de alguna de las estaciones y pudieron oír las explosiones, pero también quienes escuchaban la radio y tenían amigos, conocidos o familiares que habitualmente cogían aquellos trenes, se lanzaron a llamar a sus móviles y, cuando no consiguieron establecer contacto, se imaginaron lo peor. Todo el mundo necesitaba saber más. La angustia, el terror y el desconcierto se adueñaron de la ciudad.

En las estaciones de tren comenzaron a concentrarse coches de policía, bomberos, equipos de emergencia y ambulancias, médicos voluntarios, taxis, coches particulares e incluso autobuses que se ofrecían para trasladar heridos, y también decenas de ciudadanos de a pie que querían ayudar como fuera. Todos los servicios de Renfe habían quedado suspendidos. Quienes llegaron a las estaciones difícilmente podían imaginar lo que iban a encontrarse. Los vagones destripados, el olor picante de los explosivos, los objetos desparramados por el suelo, los cuerpos sin vida y destrozados, la gente perdida, algunos con miembros amputados; todos despavoridos o noqueados, muchos en el suelo, algunos quejándose, gritando y pidiendo ayuda, otros sin moverse, mudos. Los que podían hablar preguntaban quién iba en aquellos trenes. No podían aceptar que el objetivo de aquel horror fueran solo ellos, los cientos de trabajadores, estudiantes, ciudadanos anónimos que a aquella hora llenaban los trenes de cercanías que los llevaban al centro de Madrid. Las sirenas de las ambulancias, de los coches de policía y de los bomberos llenaron el espacio, junto con los gritos y los lamentos de dolor, las peticiones de auxilio, las llamadas de ayuda, la angustia de quienes no sabían a quién acudir. Móviles que durante un tiempo sonaron y que nadie podía contestar. Imágenes que nadie olvidaría.

No se sabía a quién atender primero. Era difícil adivinar el grado de urgencia de cada uno y decidir por dónde empezar. Los bomberos trataban de sacar los cuerpos entre el amasijo de hierro de los vagones y los sanitarios intentaban clasificar la gravedad de los heridos, improvisaban torniquetes con cinturones de pantalón y de gabardinas, y hacían camillas con lo primero que encontraban. En el polideportivo Daoíz y Velarde, cerca de la calle Téllez, se instaló un hospital de campaña. Fueron muchos los heridos atendidos allí antes de que los camilleros consiguieran trasladarlos a las ambulancias. Desde las ventanas de las casas los vecinos tiraban mantas, que se pedían a voces. También el Samur improvisó otro hospital de campaña cerca de la estación de Santa Eugenia. El consejero de Sanidad de Madrid, Manuel Lamela, declaró más tarde que se movilizaron más de setenta mil sanitarios entre médicos, enfermeros, celadores y técnicos. Todos los hospitales de Madrid, que a aquella hora cambiaban el turno nocturno, suspendieron permisos e intervenciones quirúrgicas no urgentes, convocaron a todos sus médicos y personal, y abrieron los quirófanos para atender a los heridos que llegaban, y que pronto desbordaron su capacidad. Desde otras ciudades y comunidades autónomas, médicos y hospitales ofrecían su ayuda.

placeholder Un recuerdo improvisado en Atocha a las víctimas del 11M. (EFE)
Un recuerdo improvisado en Atocha a las víctimas del 11M. (EFE)

La policía municipal de Madrid había acordonado la zona y despejado las vías de salida de las estaciones, y trataba de impedir la entrada a ellas. El comisario jefe de los Técnicos Especialistas en Desactivación de Artefactos Explosivos (Tedax), Juan Jesús Sánchez Manzano, había llegado a Atocha a las ocho de la mañana, y organizó la presencia de unidades en las otras estaciones, que ayudaron a desalojar a los heridos, mientras buscaban otros posibles artefactos explosivos. De hecho, se encontraron dos bolsas sospechosas, una de ellas en la estación de El Pozo y otra en Atocha. Fueron detonadas porque no se consiguió desarmarlas. Solo después, con la ayuda del servicio municipal de limpieza, comenzaron a “barrer” vías y andenes, recogiendo todos los restos y objetos desperdigados, que iban metiéndose en bolsas para ser llevados en furgonetas a la unidad central de la policía.

En Atocha estaban también desde muy temprano el director general de la Policía Nacional, Agustín Díaz de Mera, el subdirector general operativo, Pedro Díaz Pintado, y el comisario general de Seguridad Ciudadana, Santiago Cuadro. No era fácil comunicarse, porque, además de la saturación de llamadas, la policía había instalado inhibidores en previsión de posibles artefactos que pudieran activarse con detonadores a distancia. Pronto llegaron los equipos de forenses, organizados por el juez Juan del Olmo, titular del juzgado número 6 de la Audiencia Nacional, de guardia aquel día, y por la fiscal Olga Sánchez. Se personaron en Atocha y se hicieron cargo de las diligencias, en coordinación con otros jueces y magistrados de la Audiencia Nacional, que se ofrecieron a colaborar; más de sesenta personas. El levantamiento de los cadáveres fue una penosa tarea, debido al destrozo ocasionado por las explosiones y a la dificultad de recomponer los cuerpos. Iba a prolongarse hasta mediada la tarde.

Mientras los madrileños empezaban a darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, el silencio, el miedo y la incertidumbre se extendían por calles, casas y lugares de trabajo, y la necesidad de saber dónde estaban sus familiares y amigos se apoderaba de muchos. El número de fallecidos pronto superó las instalaciones del Instituto Anatómico Forense, a donde se estaban trasladando los cuerpos. Se pensó en habilitar el aeropuerto militar de Torrejón para acogerlos, pero finalmente se optó por convertir el pabellón número 6 de la Feria de Madrid, Ifema, en una gran morgue improvisada. Allí comenzaron a trabajar los forenses en las autopsias de unos cuerpos muchas veces irreconocibles. Cuando terminaban su trabajo, los pasaban a la policía científica para su identificación, tarea que hacían con extremo cuidado. También se fueron acumulando allí los objetos y pertenencias diseminados por las estaciones de tren.

placeholder Las estaciones de El Pozo y Santa Eugenia recuerdan a las vÍctimas del 11m. (EFE)
Las estaciones de El Pozo y Santa Eugenia recuerdan a las vÍctimas del 11m. (EFE)

El pabellón número 10 se habilitó para recibir a quienes habían peregrinado por los hospitales, a aquellos que se negaban a aceptar que sus familiares o amigos estuvieran entre las víctimas mortales, y que acababan allí. Una legión de psicólogos los atendía. En aquellos pabellones iban a convivir durante muchas horas con miembros de los cuerpos de seguridad del Estado, forenses, sanitarios, psiquiatras, traductores —porque entre las víctimas había extranjeros— y voluntarios a los que hubo que pedir que dejaran actuar a quienes trataban de poner orden en medio de la conmoción. Se instalaron veinte mesas cubiertas con manteles azules, con sillas alrededor y ceniceros, y rollos de papel higiénico que servían para enjugar las lágrimas. Había que“recoger datos, pedir que se rellenaran formularios, hacer listas, informatizar y comprobarlo todo, y, al mismo tiempo, tranquilizar y dar ánimos.

Un gran número de periodistas de distintos medios de comunicación, españoles y de otros países, iban llegando en tromba. Venían buscando, en las estaciones y en el recinto ferial, las imágenes del horror, y las encontraron. También descubrieron la generosidad y la entrega no solo de los profesionales, sino de muchos madrileños que querían ayudar, quizá para aliviar las sensaciones provocadas por el desconcierto. Las estaciones de Atocha, de El Pozo y de Santa Eugenia no tardaron en llenarse de velas encendidas, de flores, de textos escritos, de juguetes y de muchos otros presentes. De todo aquello que a los cientos de personas que se acercaron les parecía que era la mejor manera de mostrar su dolor y su solidaridad.

Fueron varios los escenarios de la tragedia. Las estaciones de tren y sus inmediaciones, los hospitales, los pabellones de Ifema. Allí la masacre presentaba su cara más atroz, la más dura, la que semanas y meses más tarde, años en muchos casos, siguieron arrastrando las víctimas, no los muertos, sino los heridos y los traumatizados, los mutilados de por vida; los que no podían recuperar el oído tras el estruendo de las explosiones, horrorizados por el pánico, trágicamente incrédulos al tratar de buscar razones para lo ocurrido. Sus familiares y conocidos, sin aliento hasta que averiguaban el destino de aquellos a los que buscaban; inconsolables si lo que finalmente sabían era que habían muerto, o felices si comprobaban que habían sobrevivido, aunque las secuelas físicas y psicológicas resultaran en muchos casos terribles.

placeholder Homenaje a las víctimas de Atocha. (EFE)
Homenaje a las víctimas de Atocha. (EFE)

Los vecinos, los que a diario se saludaban tan temprano por la mañana camino del trabajo o del colegio de los niños, se preguntaban quiénes iban en aquellos vagones reventados. No conocían sus nombres, pero sabían que todos los días, a aquella hora, tomaban uno de aquellos trenes y, de pronto, sintieron la urgencia de saber qué había pasado. Cientos de personas encadenadas por la durísima realidad, por la quiebra repentina de los hábitos diarios, de la seguridad a la que probablemente estaban acostumbrados. En medio del espanto, todo el mundo quería saber qué había pasado, cuántas y quiénes eran las víctimas, creían quizá que esa información podría paliar la sensación de inseguridad y la dislocación de la conciencia que semejante brutalidad causaba.

Las autoridades, locales, autonómicas y nacionales, abandonaron sus compromisos. El alcalde, Alberto Ruiz-Gallardón, desvió su coche oficial y se presentó en Atocha. Allí estaba el concejal de Seguridad, Pedro Calvo. Pronto llegaron también la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, el vicepresidente primero del Gobierno, Rodrigo Rato, y el ministro de Fomento, Francisco Álvarez-Cascos, así como el de Interior, Ángel Acebes. La policía tuvo que obligarlos a desalojar porque se temieron nuevas explosiones. Algunos de ellos se trasladaron después a los otros escenarios de los atentados, a El Pozo y a Santa Eugenia. También fue a Atocha el juez Baltasar Garzón, titular del juzgado número 5 de la Audiencia Nacional, que se encontró allí con el fiscal jefe de Madrid y los jueces y fiscales que habían acudido para ayudar en el levantamiento de cadáveres. Aunque los heridos ya habían sido retirados cuando él llegó, el espectáculo era todavía espeluznante.

Poco después de las 8.00 se había constituido un gabinete de crisis en la Comunidad de Madrid, integrado por el vicepresidente y los consejeros de Transporte, Educación, Sanidad y Consumo, Familia y Asuntos Sociales. Hubo también una reunión de urgencia en el Ministerio del Interior para coordinar las tareas, a la que asistieron Agustín Díaz de Mera, Esperanza Aguirre y Ruiz-Gallardón, junto con el vicealcalde Manuel Cobo y el delegado del Gobierno, Francisco Javier Amusátegui. El ministro, Ángel Acebes, después de pasar por Atocha, encargó al secretario de Estado de Seguridad, Ignacio Astarloa, que convocara a los mandos policiales, los directores generales de la Policía Nacional y de la Guardia Civil, Agustín Díaz de Mera y Santiago López Valdivieso; a los subdirectores operativos de los dos cuerpos, Pedro Díaz Pintado y Faustino Pellicer; a los responsables de información de la Policía Nacional y de la Guardia Civil, Jesús de la Morena y el general José Manuel García Varela, y al jefe superior de la policía de Madrid, Miguel Ángel Fernández Rancaño.

placeholder Un hombre rinde homenaje a las víctimas de los atentados en su primer aniversario. (EFE)
Un hombre rinde homenaje a las víctimas de los atentados en su primer aniversario. (EFE)

Tras dejar encauzada esa reunión, el ministro se dirigió a La Moncloa. Fue el último en llegar a la reunión para la que el presidente, José María Aznar, había llamado a los dos vicepresidentes del Gobierno, Rodrigo Rato y Javier Arenas, al portavoz del Gobierno, Eduardo Zaplana, al secretario de Estado de Comunicación, Alfredo Timermans, y al secretario general de la Presidencia, Javier Zarzalejos. No era una reunión formal de la comisión delegada del Gobierno para asuntos de crisis. No estaban el ministro de Asuntos Exteriores ni el de Defensa. Tampoco se encontraba Jorge Dezcallar, director del Centro Nacional de Inteligencia (CNI).

Aquel 11 de marzo era jueves. El domingo siguiente, 14 de marzo, estaban convocadas unas elecciones generales. Todos los candidatos se hallaban en campaña cuando comenzaron a llegar las noticias. José Luis Rodríguez Zapatero, secretario general del PSOE y cabeza de lista, estaba en la sede de Radio Televisión Española (RTVE); desde allí había hecho una breve entrevista para la COPE y habló también con la SER. Su aparición en Los desayunos de TVE se redujo a diez minutos, para que la cadena pudiera hacerla compatible con el seguimiento de la información. Sus palabras fueron contundentes: “ETA ha intentado intervenir en la campaña. Yo pediría a todos los ciudadanos que el domingo, en reacción a ETA, acudan masivamente a las urnas”. Pidió, además, una respuesta unánime, sin divisiones entre los demócratas. Al salir de allí, camino de la sede del partido en la calle Ferraz, ya se sabía que el número de víctimas era elevadísimo. Llamó al presidente Aznar para expresarle su solidaridad y apoyo, y encargó a Alfredo Pérez Rubalcaba que se mantuviera en contacto permanente con el Gobierno, con Javier Zarzalejos, y a José Blanco, secretario de organización del partido y encargado de la campaña, que hiciera lo propio con su homólogo en el PP, Gabriel Elorriaga.

El 11 de marzo de 2004 fue uno de los días más trágicos de la historia de la España reciente. Los atentados islamistas de ese día mataron a 192 personas y dejaron a más de 1.800 heridas. Pero, además de eso, dieron pie a una de las épocas de mayor crispación y polarización política de la democracia.

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