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¿Nos hemos vuelto demasiado optimistas con las políticas climáticas?
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Isidoro Tapia

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¿Nos hemos vuelto demasiado optimistas con las políticas climáticas?

El cambio climático no es un “camelo”. Al contrario: es tan real que seguramente sea ya inevitable. Lo que es poco verosímil es que podamos cumplir con los objetivos climáticos.

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Hace treinta años, en 1990, el Panel Intergubernamental en Cambio Climático de Naciones Unidas (IPCC) publicó su primer informe sobre el cambio del clima del planeta. A pesar de los avances registrados desde entonces, hay un dato de una tozudez inapelable: las emisiones globales de gases de efecto invernadero a la atmósfera no han dejado de crecer. Si en 1990 se situaban en 22 gigatoneladas –Gt– al año, en 2019 se habían incrementado hasta las 38 Gt de CO2-equivalente. Solo se redujeron puntualmente en el año 2009, durante la crisis económica –seguramente lo vuelvan a hacer este año, por razones tan transitorias como entonces–. Como ha señalado el periodista David Wallace-Wells, desde 1990 hemos emitido a la atmósfera, como efecto de la quema de combustibles fósiles, prácticamente la misma cantidad de CO2 que en toda la historia anterior de la humanidad.

Como predecían los análisis científicos, al aumentar las emisiones, el planeta ha seguido calentándose: si en el año 1990 el incremento respecto a los niveles preindustriales se situaba entre 0.3 y 0.4 grados centígrados, en la actualidad se acerca ya a 1 grado. Sin embargo, en todo este tiempo, hay algo que no ha cambiado: los umbrales que el consenso científico define como “de riesgo”, un aumento de entre 1.5 y 2 grados respecto a los niveles pre-industriales. A partir de este nivel se disparan los riesgos de que se desencadenen reacciones climáticas difícil de revertir (“tipping points”).

¿No resulta sorprendente que, treinta años después, a pesar de haber seguido emitiendo como chimeneas –el IPCC nunca previó la intensidad del crecimiento económico en China, por ejemplo–, el objetivo siga siendo el mismo, limitar el aumento de la temperatura a “entre 1.5°C y 2 °C”? ¿Era posible alcanzar este objetivo en 1990? ¿Lo es ahora? ¿Hay gato encerrado? Sí, pero es exactamente el contrario del que están pensando.

placeholder Planta energética de Lakisza, en Polonia. (Reuters)
Planta energética de Lakisza, en Polonia. (Reuters)

El cambio climático es real

No se trata de que el cambio climático sea un “camelo”, un “cuento chino”, como dicen los negacionistas. Al contrario: es tan real que seguramente sea ya inevitable. Lo que sin embargo empieza a ser poco verosímil es que podamos cumplir con los objetivos climáticos. Y al hilo de esta paulatina divergencia -objetivos cada vez más ambiciosos frente a una realidad, en forma de emisiones, cada vez más tozuda-, las políticas climáticas han mutado casi por completo. Es lo que analizaremos en este artículo.

Hagamos algunos números: debido a la larga vida de los gases de efecto invernadero en la atmósfera, que pueden superar los cientos de años, se dice que el cambio climático es una cuestión más de stock que de flujos, es decir, que no importa tanto cuánto CO2 emitimos al año –los flujos–, sino cuánto hemos emitido en total –el stock acumulado–. El IPCC habla por ello del “presupuesto de CO2”. Es la cantidad máxima de toneladas de CO2 emitidas durante la etapa industrial -el stock máximo acumulado en la atmósfera-, para contener el incremento global de la temperatura. A grandes rasgos, el IPCC estima que para limitarlo a 1.5°C, apenas disponemos de un presupuesto adicional de 300 Gt. Al ritmo de emisiones actual –38 Gt al año– habremos agotado el “presupuesto de 1.5 grados” por completo hacia 2028 (no por casualidad Jeremy Rifkin, sobre el que volveremos más adelante, sitúa en 2028 el fin de la era de los combustibles fósiles). Si toleramos un aumento algo mayor de temperatura, por ejemplo de 2°C, tendremos un margen también mayor: el presupuesto de CO2 se agotaría entre 2040 y 2050. Si aceptamos hasta 3 grados, entre 2060 y 2070, y así sucesivamente. La urgencia por transformar nuestro sistema productivo hacia un modelo limpio, libre de emisiones de CO2, depende del umbral de riesgo que estemos dispuestos a tolerar.

placeholder Una bandera china junto a la chimenea de una planta de cogeneración en Pequín. (Reuters)
Una bandera china junto a la chimenea de una planta de cogeneración en Pequín. (Reuters)

Volvamos al “escenario de 1.5°C”, que es al que se comprometió la comunidad internacional en el Acuerdo de París (literalmente, “manteniendo el calentamiento global muy por debajo de los 2 °C y prosiguiendo los esfuerzos para limitarlo a 1.5 °C.). Para cumplir con este objetivo, en 1990 disponíamos de casi cuarenta años; ahora en cambio tenemos menos de diez. ¿Se nos ha acabado el tiempo, como dice Nathaniel Rich? Y si es así, ¿cómo es posible entonces que los objetivos climáticos sigan siendo los mismos? La respuesta es que, seguramente, no sea posible. Por mucho que digan los compromisos políticos, es inevitable que el incremento de la temperatura se vaya por encima de los 2°C, seguramente a 3°C o incluso más. Por supuesto, eso no significa que haya que abandonar los esfuerzos por preservar el clima. Si seguimos sin hacer nada, dentro de unos años tampoco el escenario de 3°C será ya factible. E incrementos muy altos, de 5 o 6°C, pueden ser catastróficos para la vida en el planeta. Lo que ocurre es que, incluso en el mejor de los casos, es decir, si la humanidad es capaz de descarbonizar por completo las economías, tendremos que convivir con incrementos de la temperatura de 3°C o más (de hecho, según los cálculos de la Agencia Internacional de la Energía, incluso si todos los países cumplen sus compromisos de París el incremento se irá por encima de los 3°C). El mundo será muy diferente al que hoy conocemos.

Por mucho que digan los compromisos políticos, es inevitable que el incremento de la temperatura se vaya por encima de los 2°C, seguramente a 3°C

(Una nota adicional para los “muy cafeteros”: ¿cómo es posible que los escenarios de emisiones sigan considerando factible el escenario de entre 1.5 y 2°C? La respuesta es con una dosis de contabilidad “creativa”: suponiendo que las emisiones en la segunda mitad del siglo XXI serán “negativas”, es decir, que se desarrollarán técnicas para eliminar el CO2 de la atmósfera a través de la geoingeniería. Un campo en el que se investiga pero que hasta el momento no ha dado resultados).

¿Cómo ha afectado a las políticas climáticas esta disociación entre objetivos y realidad? De una forma muy acusada. Veremos a continuación por qué.

El ecologismo fue conservador

A menudo se olvida que el ecologismo es un movimiento de raíz profundamente conservadora; de hecho, durante mucho tiempo se hablaba de “conservacionismo”, un término ahora en desuso. Más allá del lejano precedente del Club Sierra en Estados Unidos, fundado a finales del siglo XIX, el verdadero despegue del ecologismo tuvo lugar durante el régimen nazi en Alemania. Los nazis practicaban el conservacionismo y la agricultura ecológica, como han señalado historiadores como Ferry o Gottlieb. La Ley de conservación natural nazi aprobada en 1935 (“Reichsnaturschutzgesetz”) fue una norma pionera en la protección de la naturaleza y de las especies animales. Tras el paréntesis de la segunda guerra mundial, y el consiguiente hiato durante la reconstrucción industrial de los países contendientes, la publicación en 1962 de “Silent Spring”, de Rachel Carson, marca el siguiente hito del movimiento ecologista. La obra de Carson constituiría una llamada de atención generacional, mientras el corpus doctrinal ecologista lo formarían autores como Paul R. Ehrlich ("The Population Bomb", 1968) o Barnett y Morse ("Scarcity and Growth", 1970), culminando en la obra colectiva “Los límites del crecimiento”, un informe encargado al MIT por el Club de Roma que fue publicado en 1972, justo antes de la primera crisis del petróleo.

placeholder La central nuclear de Cattenom, en Franca. (EFE)
La central nuclear de Cattenom, en Franca. (EFE)

La tesis dominante en el ecologismo entonces, de raíz neomalthusiana, era que el planeta se encontraba amenazado por la sobreexplotación de los recursos, a raíz de las revoluciones industriales y la expansión de la sociedad de consumo en la segunda mitad del siglo XX, a su vez concebida como una estrategia política por Occidente –un instrumento de propaganda y atracción cultural– durante la Guerra Fría. Todavía cada año, en torno al mes de agosto, encontramos reminiscencias de aquellas tesis, cuando se celebra el denominado “día de sobrecapacidad de la Tierra” (https://www.overshootday.org/), que presuntamente marca el día en que el planeta “agota los recursos que anualmente puede regenerar” (es posible que el pasado 22 de agosto leyesen tuits de varios ministros conmemorando esa fecha).

Las tesis ecologistas brotaron políticamente con fuerza en Alemania, por encima de ningún otro país, al principio de forma tímida, durante los movimientos estudiantiles en los años sesenta, después con más fuerza en las movilizaciones antinucleares de los setenta, y finalmente a principios de los ochenta con motivo de las protestas contra los planes de instalación de misiles nucleares. El Partido Verde alemán se fundaría en 1980, entrando por primera vez en un gobierno de coalición con los socialistas en 1985 en el estado de Hesse. En paralelo, varias organizaciones y “think tanks” convergerían para formar la Fundación Heinrich Boll, el instituto alemán de referencia en políticas medioambientales.

El movimiento ecologista entonces se seguía articulando en torno a un principio de raíz fundamentalmente conservadora: el principio de precaución. El ecologismo tenía como objetivo evitar la materialización de los escenarios más adversos, aunque fuese a costa de postergar el cambio tecnológico o la transformación social. Es precisamente el principio de precaución el que explica una postura tradicional ecologista que a menudo se le reprocha como contradictoria: su oposición a la tecnología nuclear para usos civiles. Objetivamente, la energía nuclear representa lo más cerca que ha estado la humanidad en los dos últimos siglos de desarrollar una tecnología “limpia” de aprovechamiento masivo. Sin embargo, los riesgos asociados a su gestión segura, incluidos los residuos radiactivos, aconsejan, si se aplica el principio de precaución, excluirla de las matrices energéticas.

Con el clima nos movemos en el filo de la navaja. Ya no tenemos tiempo para “transiciones energéticas”. Hace falta ir mucho más rápido

Algo profundo, sin embargo, ha cambiado en los últimos años. Como se suele decir en nuestro idioma, “a la fuerza ahorcan”. El retraso en la transformación de nuestros sistemas productivos hacia modelos “limpios”, la procrastinación global en la lucha contra el cambio climático desde principios de los noventa, ha tenido como efecto que el ecologismo ha hecho de la necesidad virtud, abandonando el principio de “precaución” para seguir siendo viable. Ha dejado de ser conservador para convertirse en “optimista”. Se ha vuelto, por decirlo así, “pinkeriano”. Como dice el premio Nobel William Nordhaus, con el clima estamos jugando “en un casino”, nos movemos en el filo de la navaja. Ya no tenemos tiempo para “transiciones energéticas”. Hace falta ir mucho más rápido.

placeholder Chimeneas de una fábrica de papel en Hanoi, Vietnam. (Reuters)
Chimeneas de una fábrica de papel en Hanoi, Vietnam. (Reuters)

Incluso los análisis más sosegados, como el de Nicholas Stern, reconocen que la batalla contra el cambio climático depende de generar un bucle virtuoso que se retroalimente: que los objetivos movilicen vastas cantidades de recursos públicos y privados, que estos den lugar a un avance tecnológico sin precedentes, y que a su vez los consumidores discriminen entre los productos según su huella climática. Solo de esta manera lograremos avanzar lo suficientemente rápido para evitar los escenarios más adversos del cambio climático.

La inversión más ambiciosa

Hace unos días se presentaba en España la “Hoja de Ruta del Hidrógeno”, recuperando una línea de trabajo que Rifkin lleva propugnando –cada vez con menos énfasis- desde hace al menos dos décadas (el hidrógeno no es una fuente primaria de energía, sino un vector, es decir, su virtualidad es almacenar energía para liberarla según se necesite). Tecnologías anteriormente proscritas por los movimientos ecologistas, como la nuclear, vuelven a examinarse con interés, como los pequeños reactores modulares (SMR, por sus siglas en ingles), la apuesta preferida por Pinker, para los que en breve podrían existir prototipos comercializables, tras recibir más de 4.000 millones de dólares de ayudas públicas en EEUU. Baterías, vehículos eléctricos, redes inteligentes; ninguna tecnología se queda atrás. Joe Biden ha prometido dedicar 400.000 millones de dólares solo a programas de I+D en tecnologías verdes, el equivalente a dos veces el programa Apolo, después de ajustar por la inflación. Cerca de un 40% de los fondos europeos dedicados a la reconstrucción post-Covid se dedicarán a proyectos verdes, así como la mayor parte de los 72.000 millones de transferencias que recibirá nuestro país. Seguramente se trata del programa de inversión pública en un sector más ambicioso de la historia, si excluimos la industria militar durante las guerras mundiales. La estrategia climática ha virado por completo: del conservacionismo del Club de Roma hemos pasado, siguiendo con la analogía del casino de Nordhaus a apostar –a invertir dinero público- en muchos números de la ruleta, confiando en que alguno de ellos nos permita dar el salto tecnológico al que el retraso de las últimas décadas nos ha condenado.

Las políticas climáticas se han empapado de la excitación y el optimismo propio de las apuestas. La duda es si estamos preparados para el juego

La estrategia no está exenta de riesgos: desde grandes fiascos –cuando se juega a la ruleta hay que estar preparado para perder dinero muchas veces–, los riesgos de “cierre” (“lock-in”) si se apuesta por las tecnologías equivocadas, o los efectos transicionales en muchas empresas o economías. Al fin y al cabo, la lucha contra el cambio climático es la mayor operación de “picking winners” de la historia de la política industrial.

Joe Biden ha prometido alcanzar “la neutralidad climática” (es decir, cero emisiones) en 2050, como también ha hecho la UE. Hace años advertía Giddens que “pensar en el largo plazo no puede significar fijar objetivos en una fecha lejana y sentarse mientras tanto de brazos”. Es, resumidamente, lo que pasó en los noventa. Esta vez parece que, además de las palabras, nos vamos a jugar también el dinero. Las políticas climáticas se han empapado de la excitación y el optimismo propio de las apuestas. La duda es si estamos preparados para el juego: si resistiremos en la silla cuando perdamos, y si sabremos levantarnos cuando hayamos ganado lo suficiente.

Las opiniones de este artículo son estrictamente personales y no representan a ninguna institución

Hace treinta años, en 1990, el Panel Intergubernamental en Cambio Climático de Naciones Unidas (IPCC) publicó su primer informe sobre el cambio del clima del planeta. A pesar de los avances registrados desde entonces, hay un dato de una tozudez inapelable: las emisiones globales de gases de efecto invernadero a la atmósfera no han dejado de crecer. Si en 1990 se situaban en 22 gigatoneladas –Gt– al año, en 2019 se habían incrementado hasta las 38 Gt de CO2-equivalente. Solo se redujeron puntualmente en el año 2009, durante la crisis económica –seguramente lo vuelvan a hacer este año, por razones tan transitorias como entonces–. Como ha señalado el periodista David Wallace-Wells, desde 1990 hemos emitido a la atmósfera, como efecto de la quema de combustibles fósiles, prácticamente la misma cantidad de CO2 que en toda la historia anterior de la humanidad.

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