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El fin de una era

Bienvenido Mr. Talibán: la geopolítica pospandémica pasa por el tablero afgano

La reconquista talibana de Afganistán y el fiasco estadounidense han sacudido el tablero geopolítico de Asia Central, donde Pakistán, China y Rusia tienen mucho que ganar y que perder

Talibanes en Kandahar. (EFE)

Los talibanes entraron en el radar informativo global el 11 de septiembre de 2001 de la mano de Al Qaeda y cuatro Boeing que cambiaron nuestras vidas para siempre. Menos de un mes después de que las Torres Gemelas se derritieran en directo, Estados Unidos invadía Afganistán respaldado por más de medio centenar de naciones bajo el pomposo título de Operación Libertad Duradera. En un mes cayó Kabul, para diciembre ya se había ganado la guerra. Pero conflicto afgano se enquistó rápidamente en la burocracia global con el despliegue de una fuerza militar internacional abanderada por la ONU y luego la OTAN. De repente, todos éramos corresponsables. O cómplices, según la óptica.

Afganistán fue el primer pilar de la llamada ‘guerra contra el terror’. Una seguidilla de hasta 87 teatros de operaciones que reconfiguraron la agenda militar y política global con un saldo de más de 800.000 muertos —335.000 civiles—, y unos 37 millones de refugiados, según un estudio del Watson Institute de la Universidad de Brown. Con el paso de los años, la misión se fue diluyendo en una serie de promesas que lo convirtieron en un laboratorio donde Estados Unidos y sus aliados experimentarían cómo llevar una democracia liberal occidental a un país que ni siquiera trataron de entender. En algún punto del camino, la ofensiva antiterrorista se convirtió en una suerte de costosísima misión civilizatoria criticada desde hace años por políticos de todas las latitudes geográficas e ideológicas —aunque por motivos diferentes—.

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Esta mascarada llegó a su fin el pasado lunes 16 de agosto. Hacía unas horas que los talibanes tomado Kabul, dejando fuera de juego a la diplomacia occidental. Ese día, el presidente Joe Biden interrumpía sus vacaciones y volvía a la Casa Blanca para decirles una verdad a los estadounidenses que debían oír del propio comandante en jefe. “Fuimos a Afganistán hace 20 años con objetivos claros: atrapar a los que nos atacaron el 11 de septiembre y asegurarnos de que Al Qaeda no podría usar Afganistán como base para atacarnos de nuevo. Eso hicimos. Diezmamos severamente a Al Qaeda y nunca dejamos de perseguir a Osama bin Laden hasta que lo encontramos. Eso fue hace una década. Nuestra misión en Afganistán nunca fue construir una nación. Nunca fue crear una democracia unificada y centralizada”. Negro sobre blanco. El fin de una era.

En menos de un mes, Estados Unidos rememorará el 20 aniversario del 11-S con los talibanes de nuevo asentados en el poder y en vías de ser aceptados —o de alguna forma tolerados— por parte de la comunidad internacional. El jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell, hablaba de “perseguir un diálogo por razones prácticas” mientras el ‘premier’ británico, Boris Johnson, cambiaba de opinión sobre la marcha y aseguraba que estaban dispuestos a ver cómo actuaban los nuevos hombres fuertes del país antes de tomar ninguna decisión radical. Incluso en Washington parecen dispuestos a dar un inusual voto de confianza a uno de los grupos más despreciados por la opinión pública global, tristemente célebre por lapidar mujeres, castigar ‘infieles’ y mutilar delincuentes.

“Un futuro Gobierno afgano que (...) no dé refugio a terroristas y proteja los derechos básicos de su pueblo, incluyendo los derechos fundamentales de la mitad de su población —mujeres y niñas—, es un Gobierno con el que seríamos capaces de trabajar”, dijo el portavoz del Departamento de Estado de EEUU, Ned Price, el pasado lunes. Si Washington mantiene el mismo baremo de 'derechos básicos' que utiliza con Arabia Saudí o Pakistán, muchos creen que —al menos de momento— hay espacio para la coexistencia.

Sacudida en el tablero gepolítico

Quizá más significativo aún, signo de los tiempos que vivimos, es que el visto bueno de EEUU o Europa ya es muy relativo para acceder al concierto de naciones. Jugadores globales, como China y Rusia, y regionales, como Pakistán o Turkmenistán, parecen dispuestos a prestar un paraguas de legitimidad diplomática al liderazgo que emerge de la reconfiguración de poder en Kabul. Cada uno tiene diferentes intereses en juego en un entorno de alto riesgo. Afganistán se convierte así en la primera gran partida geopolítica pospandémica. Una que vuelve a mover el tablero de influencia más lejos de Occidente y que puede llegar a ser decisiva en la reforma de la arquitectura multilateral iniciada por repliegue diplomático de Washington durante la presidencia de Donald Trump y acelerada por la crisis del coronavirus.

“Ninguno de estos países [China, Rusia o Irán] pese a sus relaciones problemáticas con Estados Unidos, querían una abrupta salida estadounidense de Afganistán. Saben que hay muchos riesgos de inestabilidad prolongada en el país, dependiendo de cómo se comporten los talibanes”, explica Laurel Miller, directora del programa Asia en el instituto de análisis Crisis Group. “Pero también hace tiempo que hicieron sus apuestas y han cultivado sus relaciones con los talibanes con la esperanza de tener influencia sobre ellos si llegaba el momento de su retorno”, agrega.

En realidad, nadie sabe las verdaderas intenciones o capacidades de gestión de los actuales líderes talibanes. En sus primeras declaraciones públicas tras la toma incruenta de la capital, el portavoz del movimiento hacía todo tipo de compromisos públicos: permitir y cooperar en la evacuación de los occidentales y sus trabajadores locales, una amnistía general, una promesa de que no habrá mensaje y un mensaje ¿moderado? hacia las mujeres —que podrán trabajar, estudiar y participar en la administración, siempre bajo los límites de la sharía—.

Pero todavía hay demasiado imponderables en esta ecuación que podrían volver a sumir al país en el caos. La potencial atomización de los talibanes en varias facciones, movimientos de resistencia internos que mantenga la inercia guerracivilista o nuevos grupos terroristas que pongan de nuevo al país bajo presión o injerencia internacional. Al fin y al cabo, lo que dirimirá el futuro del régimen islamista no será su respeto a las mujeres, las minorías o los derechos humanos, sino su capacidad de mantener la estabilidad y percepción de seguridad regional.

"Los antiguos talibanes, en los 90, eran los que pedían la liberación de los 'hermanos chechenos' o los 'hermanos uigures' o incluso los musulmanes de Cachemira. Esta vez están tratando de asegurar a China, Rusia e India que entienden los problemas de los musulmanes en esos países como un problema interno y que no se van a inmiscuir", detalla Fatemeh Aman, del Middle East Institute, a El Confidencial. "Es una estrategia bien pensada y está funcionando", detalla la investigadora sénior.

Talibanes que aman los gasoductos

En diciembre de 2016, mucho antes de que los talibanes emergieran este verano de la irrelevancia mediática, los islamistas ya tomaban 'decisiones de Estado' planeando el día en que volvería a recuperar el poder. Habían pasado 15 años desde que fueron derrocados. Muchos de sus líderes estaban desperdigados en el exilio, otros presos, otros en fuga. Pero sobre el terreno se habían reagrupado y protagonizaban una interminable guerra de guerrillas contra el invasor.

Los enfrentamientos se habían agudizado desde el año anterior, en el que los talibanes llegaron a tomar control de Kunduz —la sexta ciudad del país— durante dos semanas, antes de ser expulsados por el ejército afgano con soporte aéreo y terrestre de los norteamericanos. Los atentados en varias regiones del país, incluyendo Kabul, estaban en auge. Por aquel entonces, Naciones Unidas calculaba que la mitad del las provincias del país estaban en peligro de volver a manos de los talibanes. La mayoría de las tropas internacionales habían abandonado en el país y quedaban unos 10.000 efectivos estadounidenses y de la OTAN para apoyar al ejército afgano.

Sin embargo, en esas fechas, los entonces líderes insurgentes ordenaban a sus muyahidines que cooperaran en la protección de varias infraestructuras clave que promovía el Gobierno de Ashraf Ghani con países vecinos. “No solo respaldamos todos los proyectos nacionales que sean de interés para nuestro pueblo y resulten en el desarrollo y prosperidad de la nación, sino que estamos comprometidos a protegerlos”, dijo el grupo en un comunicado, un compromiso que reiterarían en varias ocasiones.

Estas incluyen el gasoducto TAPI (Turkmenistán-Afganistán-Pakistán-India), una instalación de 1.800 kilómetros valorada en 10.000 millones de dólares con la que Turkmenistán aspira a transportar sus ingentes reservas gasíferas -las cuartas del mundo- para abastecer la creciente demanda de Asia del Sur; la red eléctrica CASA-1000, presupuestada en 1.200 millones de dólares y que permitiría exportar 1.300 MW de superávit hidroeléctrico de Kirguistán y Tayikistán a Afganistán y Pakistán mediante un tendido de 1.222 kilómetros, o la línea férrea Turkmenistán-Tayikistán, cuyo trazado sobre el papel atraviesa Afganistán y que lleva años generando titulares a cuentagotas.

Estos faraónicos proyectos acumulan años de retraso y algunos analistas incluso dudan de que algunos se vaya a completar alguna vez-; pero se ha convertido en una visión común que alinea sobre el papel los intereses de varios actores en la región. En todos los casos, la inestabilidad afgana era citada recurrentemente como uno de los grandes obstáculos para avanzar. No cabe duda de que los talibanes serán invitados a la mesa. De hecho, ya lo han sido. El pasado mes de febrero, una delegación talibana encabezada por el mulá Abdul Baradar -, quien se perfila como el nuevo hombre fuerte de Afganistán- viajó a Turkmenistán para insistir en su compromiso en seguir impulsando esta cooperación regional. En el comunicado conjunto tras el encuentro, ambas partes destacaron “la importancia de mantener la paz y estabilidad en Afganistán”.

Pakistán, cara a cara con su criatura

El país con más fichas en la mesa -para ganar o perder- es la vecina Pakistán. Poco después de la toma de Kabul, el primer ministro, Imran Khan, pregonó su satisfacción por la caída del gobierno pro-estadounidense felicitando a los afganos por haber roto “las cadenas de la esclavitud”. La relación viene de lejos. Los primeros líderes talibanes fueron pastunes de la frontera que estudiaron en seminarios pakistaníes en los 80 y que luego regresaron radicalizados para apoyar al movimiento islámico que tomó el poder en los 90. Durante esos años brutales (1996-2001), Islamabad era de los poco que reconocía su gobierno.

Después del 11-S, el país renegó públicamente de esta amistad, pero los siguió apoyando discretamente entre bambalinas, justificando este contacto como una forma de asegurarse que no hacían conexiones radicales en el país. Pakistán siempre ha jugado un papel ambiguo en esta historia, siendo al tiempo aliado de Washington en la ‘guerra contra el terror’ al tiempo que daba a los talibanes soporte e inteligencia para sobrevivir a la campaña militar cuando casi estuvieron a punto de desvanecerse en 2003. Ahora, el gambito talibán los pone frente a frente con su criatura.

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Además de celebrar una victoria “moral”, se anota un importante tanto político ante su archirrival India, cuya creciente influencia se ve cercenada de golpe en un país que Islamabad considera su patio trasero. Además, la estabilidad en Afganistán podría desbloquear los proyectos de infraestructura que ahora son incluso más providenciales para las economías regionales tras el golpe del covid. Pero también es uno de los más expuestos. La nación sería uno de los principales destinos de cualquier potencial flujo de refugiados -que se sumarían a los tres millones que ya hay en su territorio- y su seguridad nacional podría verse debilitada si resurge la actividad terrorista en la porosa frontera binacional.

Porque si alguien estaba más exultante que el primer ministro, esos eran los talibanes autóctonos del 'Tehrik-i-Taliban Pakistan’ (TTP). Aunque sus pares afganos llevan años marcando distancias para evitar perder el respaldo de Islamabad, el éxito de la lucha muyahidín avivará sin duda la narrativa del TTP, autores de la masacre en 2014 de 150 personas -la mayoría niños- en una escuela en Penshawar. Los talibanes afganos ya no necesitan refugio porque tienen su propio país. Y nada impide que hagan por sus ‘hermanos islámicos’ pakistaníes lo que un día el gobierno de Pakistán hizo por ellos.

China, primer asalto al título

“¿Afganistán hoy, Taiwán mañana? La traición de EEUU asusta al PDP”, titulaba el diario estatal chino Global Times pocas horas después de que Kabul cayera en manos de los talibanes. La propaganda china no tardó en reaccionar al fiasco estadounidense y aprovechaba para mandar un nuevo mensaje a rivales y aliados por igual: Washington ya no es un socio confiable. Pero Pekín tiene mucho más en juego que el regodeo mediático. EEUU se queda casi sin presencia en Asia Central y Afganistán se convierte en un eslabón clave para sus ambiciosos proyectos comerciales y de infraestructuras.

A finales de julio, una delegación encabezada de nuevo por el mulá Baradar se reunió con el ministro de Exteriores chino, Wang Yi, en un encuentro al más alto nivel. Querían cortejar al gigantesco vecino asiático, cuyo músculo financiero puede marcar la diferencia para el país. La importancia que se dio en China dio al encuentro, tras dos décadas de relaciones soterradas, mostró un inesperadamente elevado interés de Pekín.

“Para China, Afganistán es un país que ofrece muchas posibilidades interesantes: un ‘hub’ para los ejes de transporte a través de Eurasia y con considerables recursos naturales” explica Andrew Small, investigador para Asia del ECFR. Minas de cobre, reservas de tierras raras, litio, cobalto. El Gobierno afgano cifró la riqueza mineral del país en más de tres billones de dólares, incluyendo combustibles fósiles. Pekín clasifica la industria de las tierras raras como "estratégica" y, tras años de inversiones, cuenta con la absoluta hegemonía del sector REE (por sus siglas en inglés) indispensables para la industria de las telecomunicaciones, defensa y energías verdes.

Fiel a su estilo, Pekín ha tratado de presentarse como un aliado más pragmático y menos intervencionista que Occidente, sin moralinas ni hipocresías. Es improbable que los chinos quieran mantener presencia militar en el país y utilizarán su libro de jugadas con incentivos diplomáticos y económicos para persuadir a sus nuevos vecinos islamistas. Asgurar esta reserva es crucial para su primer asalto por el trono de potencia de referencia global.

“Los talibanes esperan la participación de China en la reconstrucción y el desarrollo de Afganistán. Estamos de acuerdo”, ha declarado Hua Chunying, portavoz del Ministerio de Relaciones Exteriores de China, esta semana. Ya desde hace años Pekín había estudiado la opción de extender el Corredor Económico China-Pakistán (CPEC) hasta Afganistán, con la construcción de autopistas (de Kabul a Peshawar), trenes (a Kandahar) y oleoductos. Esa ampliación podría multiplicar el flujo de carga en la Nueva Ruta de la Seda, proyecto bandera de Xi Jinping. Hasta ahora, sin embargo, la situación de inseguridad había arrinconado estas ambiciones.

Pero, de nuevo, todo pasa por la variable contener el terrorismo. Con un Afganistán en manos de los talibanes, China corre el riesgo de que el país se convierta en refugio seguro para grupos de etnia uigur, considerados terroristas por Pekín, o grupos insurgentes pakistaníes y del Baluchistán, que en el pasado ya han atentado contra intereses económicos chinos en el país vecino.

La sonrisa forzada de Putin

En la mañana del domingo, antes de que los talibanes tomaran Kabul y coronaran su fugaz reconquista, los informativos del canal estatal ruso RT en español se referían a los talibanes como grupo extremista. En la noche, una vez coronada su fugaz reconquista, el adjetivo “extremista” ya había desaparecido de los guiones. “La diplomacia rusa está señalando claramente que han movido ficha”, explica un experto en propaganda rusa.

Durante años, Afganistán ha sido una de las líneas estelares en la narrativa marco antiimperialista de Rusia, una de las potencias más críticas con la ocupación de EEUU y sus socios. Probablemente, el fiasco en la evacuación estadounidense ha generado un sentimiento de revancha en ciertos rincones del Kremlin donde se recuerda cómo la dramática salida de Afganistán durante la época soviética fue considerada durante años una humillación nacional. Y algunos se frotarían las manos con regocijo al ver cómo los señores de la guerra que se aliaron con la Casa Blanca salían hace unos días por el mismo Puente de la Amistad por el que sacaran sus últimos tanques del país hace más de 30 años rumbo a Uzbekistán. Justicia poética.

En realidad, a Vladimir Putin le venía bien la presencia militar estadounidense. No solo como munición habitual junto con Libia e Irak en su propaganda contra Washington, sino porque se beneficiaban colateralmente de su esfuerzo por mantener la zona relativamente pacificada, al tiempo que drenaba recursos y foco a su rival. Pero Moscú vio hace tiempo soplar los tiempos de cambio y lleva años preparándose para este escenario que amenaza la estabilidad de su patio trasero en Asia Central.

En 2019, Rusia se convirtió en uno de los protagonistas en las negociaciones de paz iniciadas por la administración de Donald Trump con los talibanes y la oposición afgana. Delegaciones de talibanes acudieron a Moscú para algunas rondas de las conversaciones, incluyendo al mulá Baradar. Rusia abogó por que fueran incluidos en el Gobierno de coalición, cooperaron con ellos en la lucha contra el Estado Islámico e incluso fueron señalados por suministrarles armas.

A Rusia le conviene que la estabilidad de Afganistán pueda favorecer el desarrollo de los ‘istanes’ y apalancar su influencia en una región con una alicaída presencia estadounidense. Los rusos también practican una efectiva diplomacia económica, en la que ofrecen sus empresas estatales -especializadas en extracción e hidrocarburos- así como vías de financiación alternativas con acuerdos de gobierno a gobierno.

Además, las exigencias rusas nada tendrán que ver con derechos humanos o libertades fundamentales, sino con la estabilidad. “Quieren evitar a toda costa que Afganistán implosione y se convierta de nuevo en un foco de extremismo que ponga en jaque un área estratégica”, agrega el experto. Moscú está dispuesta a esperar, pero consciente de que existen riesgos si los talibanes vuelven a ser los versos libres del integrismo islámico.

"Tayikistán es el país que corre en estos momentos el mayor peligro", advertía hace poco el vicepresidente del Comité de Defensa del parlamento ruso, Yuri Shvitkin. “Uzbekistán tiene grandes fuerzas militares en la frontera, Turkmenistán cuenta con un apoyo considerable de China, mientras que en Tayikistán existen bastantes partidarios del movimiento talibán", avisó en declaraciones a la agencia rusa Interfax, recalcando que en la zona está desplegada la 201 División Militar del Ejército.

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