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No le servirá a Trump para dar la vuelta

¿'Bidengate'? ¡Venga ya! Por qué los escándalos ya no funcionan en EEUU

A pocos días de las elecciones, la campaña de Donald Trump trata de aprovechar su último cartucho: las acusaciones de corrupción contra Joe Biden y su hijo Hunter

Foto de archivo del candidato demócrata, Joe Biden, junto a su hijo Hunter Biden. (Reuters)

A menos de una semana de las elecciones presidenciales, la campaña de Donald Trump, unos ocho puntos por detrás en los sondeos, trata de aprovechar su último cartucho: las acusaciones de corrupción contra Joe Biden y su hijo Hunter. Desde hace unos días, afloran informaciones de fuentes anónimas en medios conservadores; pistas que confirmarían los sucios tejemanejes del joven Biden a la sombra de su padre: un lucrativo puesto en una gasista ucraniana, acuerdos de negocios en China y un ordenador que presuntamente escondería todo tipo de bombas políticas.

Los medios progresistas se han apresurado a rebajar o desmentir estas alegaciones y a tacharlas de intento desesperado por dar la vuelta a las encuestas. Las redes sociales Twitter y Facebook, sospechosas a ojos conservadores de beneficiar a los progresistas, limitaron la difusión de una información sin verificar publicada en 'The New York Post'. El canal Fox News ha trabajado en esa misma línea y ha dado espacio a los republicanos, que exigen una investigación oficial al respecto.

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El proceso tiene un aire a 'déjà vu', solo que en pequeño y de signo contrario, de aquel castillo de alegaciones que fue el Rusiagate: las sospechas de que la campaña de Trump había conspirado con el Kremlin para ganar las elecciones. Un escándalo con partes reales y ficticias que tuvo a la opinión pública sobre ascuas durante casi dos años: 22 meses de conjuras, acusaciones y editoriales moralmente superiores, que quizá no lograron cambiar ni una sola opinión en Estados Unidos.

Las señales parecían estar por todas partes: conversaciones de miembros del equipo de Trump con el embajador de Rusia en Washington, intentos de agentes rusos de facilitar a los republicanos información sobre Hillary Clinton, gustosamente bienvenida por la campaña; una política rusa de propaganda, desinformación y pirateo informático para sembrar la discordia política, y todo envuelto en la admiración abierta de Donald Trump por el autócrata del Kremlin.

La presunta trama rusa

La bola de nieve dio de comer a los periodistas del 'New York Times' y del 'Washington Post' durante meses, y el vicefiscal general de EEUU encargó la investigación a uno de los sabuesos más respetados del país: el exdirector del FBI Robert Mueller, que con su templanza y su mandíbula cuadrada se puso manos a la obra para dilucidar si Trump y los suyos habían conspirado, realmente, con Rusia.

La investigación, finalizada en marzo de 2019, se cobró unas cuantas cabezas. Mueller imputó a 34 personas (siete estadounidenses, 26 rusos y un holandés), de las cuales cinco (entre ellas, el exjefe de campaña de Trump Paul Manafort) fueron condenadas por distintos delitos. Ninguno de ellos relacionado, sin embargo, con la presunta connivencia entre la campaña republicana y Moscú.

El equipo especial de Mueller, después de pasar casi dos años interrogando y separando el grano de la paja, llegó a dos conclusiones. Primero, que no hay pruebas de dicha conspiración. Y segundo, Mueller dejaba la obstrucción a la Justicia de la que también se acusaba a Donald Trump durante la pesquisa (había despedido al director del FBI, James Comey) en manos del Departamento de Justicia, que la desestimó.

Un encuentro entre el presidente ruso, Vladimir Putin, y Donald Trump, en el marco del G-20. (Reuters)

Las conclusiones no gustaron, literalmente, a decenas de millones de norteamericanos. Una encuesta de Ipsos y la agencia Reuters reflejaba que, pese a la denodada labor del equipo de Mueller y a su desenlace, el 48% de los estadounidenses continuaba creyendo que el equipo de Trump había conspirado con Rusia para ganar las elecciones. El Partido Demócrata y los periódicos que habían invertido tanto en la causa mostraron su disconformidad, y el antaño loado Mueller, el duro detective independiente, Mueller el justo, Mueller el insobornable, pasó a ser un investigador blandito y acobardado que se había quedado corto.

Polarización y conspiranoia

En otras palabras, el Rusiagate fue un recordatorio de lo polarizada que está la opinión pública en Estados Unidos. Por tanto, la probabilidad de que el 'Bidengate', estos días, cambie un solo voto es tan exigua que incluso los propios conservadores han pedido a la campaña de Trump que deje de insistir en el tema.

Centrarse en el escándalo “es un error, porque la persona media no lo entiende”, declaró Mike Huckabee, exgobernador republicano de Arkansas. “Es demasiado complicado y, francamente, no les importa [a los votantes]”. Huckabee añadió que para ganar unas elecciones hay que hablar de seguridad, impuestos y del coste de la sanidad, que son lo que impacta en la vida diaria de la gente.

El caso del Rusiagate nos recordó también que las teorías conspirativas no son patrimonio de ningún partido político. Quizá la conspiración de QAnon, según la cual los demócratas son una cábala de pedófilos conjurados para derrocar a Donald Trump desde las entrañas del Gobierno, sea especialmente loca y delirante. Pero técnicamente nadie está a salvo de descender, en algún momento, a las madrigueras más oscuras de la imaginación. Siempre y cuando pueda confirmar allí sus prejuicios más arraigados. Por ejemplo, que Trump es un agente del Kremlin.

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El presunto caso de corrupción de los Biden también tiene elementos de verdad, como recuerda el analista Ian Bremmer, crítico abierto de Donald Trump. “Por supuesto que Hunter se lucró del apellido Biden”, dijo en Twitter. Cobraba “50.000 [dólares] al mes de una compañía energética ucraniana corrupta porque era el hijo del vicepresidente. Si no, ese curro no sale. Esto es una menudencia comparado con la corrupción de Trump y su familia. Pero sigue siendo un problema”.

Un medio tan poco sospechoso como ProPublica, el portal sin ánimo de lucro que ha investigado, entre otras cosas, los conflictos de intereses de la familia Trump, publicó el pasado febrero un reportaje sobre los tejemanejes de la familia Biden. Según ProPublica, el hermano del candidato, Jim Biden, se ha servido muchas veces del nombre vicepresidencial para sanear sus negocios. En 2006, por ejemplo, recurrió a un acaudalado donante de Joe Biden para salvar una operación fallida. El banco WashingtonFirst, financiado por William Oldaker, prestó a Jim y a su sobrino, Hunter Biden, el dinero que habían perdido en la compra de un fondo de inversión.

"Por supuesto que Hunter se lucró del apellido Biden. Cobraba 50.000 al mes de una compañía ucraniana porque era el hijo del vicepresidente"

“No fue la primera vez (ni la última) durante su larga carrera que Jim Biden acudió a la red política de Joe para conseguir el tipo de asistencia que hubiera sido casi inimaginable para alguien con un apellido diferente”, dicen los reporteros de ProPublica. “Estas transacciones esclarecen el bien sincronizado tango que los hermanos Biden han bailado durante medio siglo. Han emprendido carreras solapadas: uno como aspirante presidencial con una red expansiva de donantes demócratas sólidos; el otro como empresario que ha ayudado a su hermano a recaudar dinero político y ha cultivado la misma red para ayudar a financiar sus propios negocios”.

Otros detalles, como la supuesta reunión de Joe Biden con socios de su hijo Hunter, han sido desmentidos por cabeceras independientes como 'The Wall Street Journal'. Por no hablar de las conspiraciones salvajes acerca del supuesto material que tendría el presunto ordenador de Hunter Biden, que sin embargo van haciendo la ronda por las madrigueras de internet y las redes sociales.

Otros escándalos con elementos de ficción y realidad, como los correos electrónicos pirateados de Hillary Clinton en 2016 o las investigaciones de la campaña de Trump iniciadas desde la Administración Obama, han ido alimentando la prensa desde hace cuatro años: y se han ido dando de bruces contra el hecho de que en este país ya casi no quedan votantes indecisos. Conciencias flexibles y capaces de experimentar la magia, a pocos días de las elecciones, de cambiar de opinión.

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