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“Debemos volver a la manera correcta de legislar”

La venganza de John McCain, la piedra republicana en el zapato de Trump

El héroe de guerra, muy preocupado por su propia imagen, siempre ha tratado de presentarse como la conciencia moral de EEUU. Incluso aunque eso suponga ir en contra de su partido

El Senador John McCain a su llegada al Capitolio para una votación sobre el sistema sanitario, el 26 de julio de 2017. (Reuters)

Como un emperador romano, el senador John McCain apuntó con su pulgar hacia abajo la madrugada del viernes 28 de julio. No decidía la vida o muerte de un gladiador, sino del Obamacare: el odiado plan sanitario que los republicanos llevan 7 años intentando revocar y que McCain, contra su partido y contra el presidente, ha salvado in extremis.

“Debemos volver a la manera correcta de legislar”, declaró el senador de Arizona, que había vuelto expresamente, con la cicatriz aún fresca, de su convalecencia por un tumor cerebral. “Debemos hacer el trabajo duro que nuestros ciudadanos esperan de nosotros y merecen”. No fue una defensa del Obamacare; fue una crítica al proceso de revocación, a la urgencia, a las negociaciones a puerta cerrada con detalles que no conocían ni los propios senadores, y a la presión constante, amenazas incluidas, de Donald Trump.

Video del momento en el que John McCain vota con el pulgar hacia abajo

McCain dijo no y la historia de su gesto podría trazarse hasta los años cincuenta. La leyenda, que tan atentamente ha cuidado el senador, dice que ya en el instituto John McCain III era un líder nato que defendía a las víctimas del abuso escolar. Un alumno independiente, feroz en la lucha grecorromana y aureolado de patriotismo. Su padre era un almirante de cuatro estrellas, igual que su abuelo, y (según McCain) podemos encontrar un antepasado suyo en el gabinete de guerra de George Washington.

La sangre o el carácter lo llevaron a las armas, aunque sin brillo: McCain puntuó de los últimos en la Academia Naval (894 de 900) y como piloto estrelló dos aviones y casi un tercero, saliendo ileso de milagro. Se ganó fama de juerguista y su constante rebeldía lo congeló en el escalafón castrense. Pero Vietnam sería su prueba existencial.

John McCain (abajo, derecha) posa con su escuadrón aéreo en 1965. (Reuters)Alcanzado sobre el cielo de Hanoi, en 1967, el piloto de combate John McCain accionó el asiento eyector y salió disparado con tanta fuerza que se rompió los dos brazos y una pierna. Cayó en un lago, en plena ciudad, y frente a decenas de curiosos fue despojado de su equipo. “¡Dios, mi pierna!”, gritó al ver el ángulo extraño que formaba la rodilla. Un vietnamita lo culeteó con fuerza y otro le hundió la bayoneta en el pie.

Lo metieron en prisión, lo colgaron de los brazos rotos, lo golpearon. Su rodilla era una pelota de fútbol morada y sólo fue ingresado cuando los captores descubrieron quién era su padre. Siguieron cinco años y medio de calvario, de torturas, de aislamiento. McCain, que llegó a pesar 45 kilos, rechazó ser liberado por privilegio familiar, insistiendo en la preferencia de quienes habían sido capturados antes. Salió, en muletas, en 1973.

Claroscuros de un héroe de guerra

“Si has pasado cinco años en una caja, tienes derecho a dar tu opinión”, diría su colega de partido, Bob Dole. Y así ha sido como John McCain, representante de la Cámara y luego senador desde hace más de 30 años, ha desarrollado su carrera política: puliendo la imagen de un héroe de guerra que no duda en seguir férreamente sus creencias.

“Es un rebelde, reconociendo que en la mayoría de los asuntos vota con su partido”, dice a El Confidencial el académico Norman Ornstein, del think tank conservador American Enterprise Institute. “Sus puntos de vista, aunque sean muy conservadores, también incluyen un deseo de trabajar con la gente de la otra bancada, lo cual ahora no es común. Sus posturas en cosas como la financiación de campaña, el cambio climático y la inmigración están enfrentadas a la corriente mayoritaria de su partido”. Ornstein, que conoce personalmente a McCain, añade que el senador es un “modelo a seguir” y que “ha destacado como alguien que luchó durante años para reducir la corrupción política”.

McCain y su esposa Cindy en un mitin en Phoenix, durante la campaña electoral de 2008. (Reuters)

La aureola de McCain también tiene manchas. A finales de los ochenta fue uno de los cinco senadores que recibieron dinero del magnate Charles Keating Jr y de su banco de préstamos; fue el escándalo de los “Cinco de Keating”. Aunque técnicamente no quebrantó ninguna ley, McCain devolvió el dinero, atravesó su propio desierto y dedicó los años siguientes a luchar por la transparencia en la financación de campaña.

Su estrella ascendió; en 2000 perdió las primarias de su partido, pero en 2008 logró la candidatura para disputar la presidencia al demócrata Barack Obama. El político septuagenario, de mandíbula cuadrada, que había superado un cáncer de piel, necesitaba compensar su imagen adusta con una llamarada de color. Un toque cercano con el que llegar a la turbulenta base del partido, ajena al debate anodino de Washington.

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Argemino Barro. Nueva York

Fue así como John McCain aceptó de compañera de ticket a la entonces gobernadora de Alaska, Sarah Palin, y abrió la puerta a las tinieblas del populismo conservador: al Tea Party, Marco Rubio, Ted Cruz, y su culminación: Donald Trump. Una serie de “pájaros locos”, en sus palabras, que le proporcionarían años de irritación y dolores de cabeza.

McCain peleó cada milímetro de campaña. Cuando alguna señora gritaba “¡Obama es un musulmán!”, el candidato la calmaba y le explicaba que eso no era cierto. Corrían otros tiempos. La noche del 4 de noviembre John McCain dio uno de los discursos de concesión más elegantes que se recuerdan mientras apaciguaba los abucheos a Obama, levantando costosamente los brazos tiesos por los que lo habían colgado en Vietnam.

Abusado por el nuevo matón del barrio

Siguieron días amargos. Según el testimonio de sus colegas, el McCain post-2008 era un ser intratable: saltaba por cualquier cosa y trataba de quitarse la etiqueta invisible de perdedor. El político de Arizona es un hombre muy preocupado por su imagen. Hasta hace poco fue el senador con más seguidores en Twitter (2,2 millones) y el que más veces ha sido entrevistado en la CBS. Y no deja pasar la oportunidad de decir algo con firmeza.

John McCain bromea con el senador demócrata Bernie Sanders durante la ceremonia de inauguración de Trump, en enero de 2017. (Reuters)

En 2015, John McCain, que se había consolidado como el principal crítico del presidente Obama en política exterior, volvió a ocupar los focos de manera inesperada. Un depredador de nuevo cuño salió a escena, y sediento de atención y de tumbar a los grandes pilares del establishment, arremetió contra el héroe de guerra. John McCain es una institución, y Donald Trump se le subió encima como un gamberro.

“Es un héroe de guerra porque fue capturado. Me gusta la gente que no ha sido capturada, ¿vale?”, declaró el entonces precandidato republicano. McCain respondió taimadamente, con un comunicado. El chico que defendía a los débiles en el instituto había sido, él mismo, abusado, y desde entonces su imagen ha perdido lustre por ese equilibrio incómodo entre la dignidad marcial que se esfuerza en mantener y la prosaica disciplina de partido. A los crecientes desmanes del magnate siempre siguió una condena matizada de John McCain: una serie robótica de comunicados de efecto cada vez más tenue.

Opinión

Hasta la última semana de julio. El Obamacare, símbolo, para los republicanos, de todo lo que marcha mal en Estados Unidos, se enfrentaba a la prueba final. John McCain volvió de Arizona para votar sí al debate que daría una nueva ley sanitaria. Se presentó ante el Senado con su cicatriz, con su tumor recién descubierto, e interpretó una vez más el papel de hombre valiente dispuesto a decir verdades que muchos no quieren oír. Su alegato patriótico le mereció el aplauso de ambos partidos y McCain dijo sí a debatir. Donald Trump le agradeció el sacrificio, pero quedaba el voto definitivo de la revocación.

El viernes, a la una y media de la madrugada, con el vicepresidente Mike Pence en la sala para romper con su voto un posible empate, McCain se aproximó, solemne, al estrado, y dijo a los reporteros: “Contemplad el espectáculo”. Giró su pulgar hacia abajo. Hubo vítores apagados, y el rostro del líder republicano, Mitch McConnell, recordó más que nunca a una masa de pan crudo que amanece grisácea sobre un mostrador.

Ese pulgar fue quizás un gesto de honor al proceso democrático, a la necesidad de cribar mejor los detalles de una reforma tan compleja; o quizás una venganza servida bien fresquita al gran abusón de la Casa Blanca. Horas después, como si cabalgara hacia el atardecer, John McCain tomó el avión de vuelta a Arizona. Tenía otra batalla que luchar.

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