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vida de un superviviente convertido en activista

Hijo de Hiroshima: la bomba que creó un líder contra las armas nucleares

Hiromi nació dos veces. En su primera vida fue un niño que soñaba con morir por su país. Hoy es un doctor que lucha por la abolición de las armas nucleares. En medio, una bomba que hizo historia

El doctor Hiromi Hasai, en su casa durante la entrevista. (Foto: Nicolás Kronfeld)

Hiromi Hasai nació dos veces. En su primera vida fue Hiromi, el niño que soñaba con ser un soldado ejemplar. Estaba dispuesto a servir a Japón con total fidelidad, listo para morir en su defensa. Ahora, difunde su historia para alcanzar la paz. En su vida actual es el doctor Hasai y lucha por la abolición de las armas nucleares. En medio, una bomba que hizo historia.

Técnicamente, Hiromi nació el 21 de abril de 1931. Pero aquel niño tuvo una vida tan distinta a la del hombre que incluso podrían ser dos personas diferentes. Una parte de ese joven se perdió para siempre en el caos de Hiroshima y algo nuevo afloró en los años posteriores. Hiromi Hasai sobrevivió a la bomba atómica con la que Estados Unidos atacó la ciudad japonesa el 6 de agosto de 1945, la primera vez en la historia que un arma de esta magnitud fue lanzada contra objetivos civiles. Y su vida nunca más fue igual; las heridas sanaron pero el 'daño colateral' permaneció.

Hiromi habla lento y claro, como un profesor que sabe lo que dice. Sereno y respetuoso del protocolo que impone su cultura, abre la puerta de su casa y realiza varias reverencias a modo de bienvenida. Este abuelo de 84 años, cabello escaso y mirada cálida, repasa su vida sin reírse. Hace muecas, gesticula, pero nunca se ríe.

Nació mientras Japón invadía Manchuria y ya contaba 14 años cuando su país se retiró de la Segunda Guerra Mundial. El día en que Estados Unidos decidió apretar un botón y eliminar una ciudad entera, este adolescente trabajaba en la fábrica de municiones de Hiroshima.

El conflicto era su vida. El país lo educaba bajo el eslogan de “Nación próspera y defensa fuerte” y el Ejército le prometía que lucharía “hasta el último hombre”. Hiromi les creía y en su casa el clima era similar. Su madre lo liberaba de la responsabilidad de ser el hermano mayor, además de ser el único hombre de la casa, y le decía: “Nosotras podemos mantener a la familia, no debemos depender de ti porque pronto irás a luchar contra Estados Unidos y quizá nunca regreses de la guerra”.

El día de la explosión, este soldado en miniatura vio demasiados cadáveres como para seguir creyendo en el discurso oficial, pero donde todos veían tragedia él encontró inspiración: un chico con quemaduras por todo el cuerpo comenzó a cantar el himno de Japón sin una razón aparente; al terminar, gritó “¡Larga vida al Emperador!” y se dejó morir. “Cuando lo vi, pensé: ‘este es un hombre ejemplar’ y reafirmé mi voluntad de sacrificarme por la misma causa. Al fin y al cabo, de eso se trataba el conflicto”, rememora Hasai.

Pero Japón se rindió e Hiromi ya no supo qué pensar. En realidad, el niño nunca había reflexionado más allá de la guerra y su actitud no era ilógica: primero, porque su país nunca había estado en paz; segundo, porque de no haber trabajado fuera de la ciudad, su nombre habría engrosado las cifras de muertos que dejaron el mundo en unos segundos.

El doctor no se ríe. Inclina la cabeza antes de contestar y abre bien los ojos para enfatizar, pero nunca se ríe. Únicamente esboza una sonrisa ante una pregunta ingenua.

"¿Cuál era el pasatiempo favorito de su infancia?".

"Cuando yo era chico, no había tiempo para juegos", responde tras una mueca irónica. "Antes todo era luchar: imaginar agrupaciones, pensar estrategias de ataque y simular disparos, algo así como jugar a la guerra pero sabiendo que la muerte no era ningún chiste".

La mañana de la bomba

El 6 de agosto de 1945, Hiromi dejó la ciudad bien temprano. Se fue a 15 kilómetros del centro de Hiroshima junto al resto de los alumnos de su curso, que una semana antes habían sido movilizados para trabajar en la fábrica de municiones. Por eso, porque así lo quiso el destino, él y sus compañeros fueron los únicos de la escuela que estaban lejos del 'epicentro' durante el día más negro de la historia de Japón.

Mientras participaba en el entrenamiento previo, una luz intensa emergió en el cielo soleado de aquella mañana. Hiromi corrió y vio una avalancha de nubes bajas que procedían del centro de la ciudad. Cuando finalmente estuvieron sobre él, un aire muy caliente envolvió su cuerpo y las ventanas de la fábrica estallaron al unísono. "¿Qué pasa?", se preguntó Hiromi. Lo siguiente que recuerda es el anhelo de llegar hasta las montañas y encontrar refugio, mientras corría con el corazón en un puño.

Hiromi estudió Ingeniería, fue enviado a EEUU como representante japonés para desarrollar un medidor de radiación, se especializó en emisiones nucleares y nunca habló de su experiencia

Al mismo tiempo, 1.500 metros más cerca del infierno, su madre y su hermana de cuatro años sobrevivían milagrosamente a la explosión y los rayos de calor. Eran las 8:15 de un día en el que 64 kilos de uranio deshicieron Hiroshima y provocaron la muerte casi instantánea de más de 70.000 personas.

Pasaron las primeras horas, llegó el mediodía y, sin nuevos ataques, los estudiantes regresaron a la fábrica. En el camino se cruzaron con los primeros supervivientes. Los alumnos no creían lo que veían. “Caminaban con quemaduras agonizantes y la cara hinchada, sin nariz y con los ojos tan cerca de la boca como entre sí. Estaban tan dañados que algunas partes de su cuerpo se caían de repente”, recuerda Hasai.

Con el pasar de las horas, más y más heridos llegaban en camiones hasta la fábrica. Tan solo verlos provocaba dolor y ayudarles era traumático: “Después de ayudar a un sobreviviente a bajar del vehículo, sentí algo húmedo pegado a mi mano; miré y noté que una parte de su piel se había adherido a mí”, recuerda más de 70 años después del episodio.

Fueron miles los que no soportaron el ataque, decenas de miles. Y sus cadáveres saturaron la ciudad, por lo que pronto comenzaron las cremaciones. “Todavía recuerdo el hedor”, confiesa Hasai. El niño quería comprender qué había pasado, pero cuando preguntaba a los supervivientes cada respuesta lo aterraba un poco más: "Un proyectil cayó justo en mi casa"; "En mi jardín hubo una explosión"; “Fue un rayo mortífero”; “Es un nuevo tipo de bomba”... Hiromi no entendía nada. "¿Cómo pudieron caer tantas bombas sin que hayamos visto una sola formación en el cielo?", dudaba.

La caminata para buscar a su familia fue una pesadilla. Las casas se habían transformado en carbón; las estaciones más lejanas del ferrocarril se podían ver con claridad, porque solamente los esqueletos de acero de algunos edificios se mantenían en pie. La ciudad era un desierto y los cuerpos sin vida, su arena. Hiromi anduvo muchos kilómetros y atravesó el gran cementerio que era Hiroshima, hasta encontrar a su madre y su hermana con vida. Un oasis entre tanta sequía.

El doctor mueve los ojos como quien repasa una escena y entrecierra los párpados. Revive el desastre y, como sin querer, acelera el relato de su regreso a la ciudad. Tanto tiempo después, el episodio todavía se le hace largo, quiere llegar al final y encontrar viva a su familia. Es entonces cuando llega el alivio.

Pero sigue sin reírse. Hiromi casi nunca lo hace. Tan solo una pregunta absurda sobre su comida favorita durante la guerra provoca ese gesto. La escasez era tan grande que la elección era imposible; comían lo que había y si no había nada, masticaban bronca, saboreaban guerra.

La lucha contra un presente insólito

Después de la guerra llegaron las enfermedades provocadas por la radiación que dejó la bomba e Hiromi sufrió mucho los primeros dos años. Mientras luchaba contra una tuberculosis violenta, contemplaba el sufrimiento de su hermana: la explosión la condenó a una vida corta llena de dolor que no superó los 53 años.

¿Cree que sus nietas llegarán a vivir en un mundo sin bombas atómicas? Hiromi se ríe con ganas. De nuevo, es probable que la pregunta le parezca absurda

Hiromi estudió Ingeniería, fue enviado a Estados Unidos como representante japonés en un proyecto conjunto para desarrollar un medidor de radiación, se especializó en investigaciones sobre emisiones nucleares y nunca habló de su experiencia. Primero, por respeto a los fallecidos el día de la explosión; después, por las discriminaciones que sufrieron los supervivientes japoneses y, finalmente, para no afectar la credibilidad de sus estudios. Parecía condenado a callar para siempre pero el momento de romper el silencio llegó en 2008, cuando puso fin a su carrera científica y sintió que debía contar su historia para dar un mensaje contundente: “Necesitamos eliminar las armas nucleares, necesitamos paz”.

Desde entonces, Hiromi relata el sufrimiento de aquellos días. Algunas veces tiene que ser emotivo, otras, demasiado figurado, tiene que impactar. La razón es que del otro lado, el enemigo es poderoso. Entre los países con bombas atómicas hay demasiadas potencias: Estados Unidos, Rusia, China, Francia y Reino Unido... mientras, India, Pakistán y Corea del Norte han realizado pruebas, y tanto Israel como Irán son probables poseedores no declarados.

En sus conferencias, Hiromi cuenta que vio gente morir incinerada y explica qué pasa durante el segundo posterior a una explosión nuclear. A veces profundiza en sus conocimientos técnicos, se vuelve exacto y detallista, se convierte en un especialista en pos de la paz. Junta sus manos para describir cómo el calor desciende hasta la superficie, expone argumentos racionales...

El doctor es consciente de que debe esforzarse todo lo posible. Mientras él difunde las consecuencias de estas armas de destrucción masiva, Corea del Norte anuncia que ha probado con éxito una bomba de hidrógeno, EEUU ultima los ensayos de un explosivo atómico de alta precisión, Rusia filtra su plan 'secreto' de crear un torpedo nuclear mega-radiactivo e Irán despierta las críticas de la Agencia Internacional de Energía Atómica. Hiromi tiene rivales de peso.

Sus discursos siempre terminan con un deseo: “Que nadie vuelva a sufrir lo mismo que Hiroshima aquel día”. Si se suman los países que igualan o superan el uranio enriquecido de las 10 potencias ya nombradas, la lista casi llega a 20. Por eso su lucha tiene sentido. “Si no abolimos las bombas atómicas, el resultado será desastroso. Los países que dicen que son necesarias para mantener la paz no hacen más que esconder sus verdaderas malas intenciones disfrazadas con buenas palabras. Deben asumir que necesitamos un camino de coexistencia si quieren evitar que el mundo se destruya”.

A estas alturas, Hiromi parece ofuscado. Cuando le piden que se extienda en las razones contra la carrera nuclear se exaspera, le parecen demasiado obvias. Para él, sobran los motivos. Los que dudan le roban su escaso tiempo libre, ese que solo tiene para sus nietas, las tres pruebas de que la vida ganó, incluso en Hiroshima.

"¿Cree que ellas llegarán a vivir en un mundo sin bombas atómicas?".

Hiromi se ríe con ganas. Es la tercera vez que lo hace y la primera que muestra tanta determinación. De nuevo, es probable que la pregunta le parezca absurda.

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Bomba atómica Japón
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