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  1. Economía

EL SECTOR AGONIZA POR FALTA DE INVERSIONES

Por qué la industria española ha dejado de ser sexy

El cierre de Nissan no ha sorprendido a nadie. Se veía venir. La renuncia a hacer políticas industriales está pasando factura. El cortoplacismo, una vez más, se ha impuesto

Los trabajadores de Nissan se concentran en la Zona Franca y cortan el tráfico. (EFE)

A Carlos Solchaga se le atribuyen dos frases que le perseguirán toda su vida. La primera la pronunció en 1988, cuando animó a los extranjeros a invertir en España con una sentencia premonitoria: “España es el país donde se puede ganar más dinero a corto plazo”. La segunda —él siempre ha negado que la dijera— la pronunciaría por aquel año, y sostenía que “la mejor política industrial es la que no existe”.

Ambas frases se sacaron de contexto. España había ingresado dos años antes en la antigua CEE y vivía un momento de euforia económica con un crecimiento superior al 4%. De ahí que el ministro de Economía —probablemente uno de los mejores que ha tenido este país— animara a invertir en España. Muchos lo interpretaron como el comienzo de la cultura del pelotazo. Y en verdad eso es lo que ocurriría años después. Dinero fácil al calor del 'boom' económico y al amparo de eso que se ha llamado capitalismo de amiguetes.

La segunda frase hay que entenderla en el marco de la reconversión industrial, que se llevó por delante decenas de miles de puestos de trabajo y dejó enormes bolsas de pobreza en zonas que antes eran prósperas. El tejido productivo de la autarquía se había quedado obsoleto y eso obligó al Gobierno de González —con el propio Solchaga como ministro de Industria— a cerrar fábricas ruinosas en aras de modernizar el país.

El Estado, sin embargo, y una vez liquidado el viejo INI del desarrollismo, renunció a hacer política industrial, y eso explica la venta de Seat a VW, el desmantelamiento de la industria naval o que Pegaso, el histórico fabricante de camiones, fuera a parar a la italiana Fiat en 1990. Una de las dos erres más famosas de los años ochenta, la reconversión y la reindustrialización, se había caído del discurso oficial (ahora se dice relato). El mercado, según se decía, era quien mejor asignaba los recursos, también en la industria manufacturera.

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La industria, desde entonces, se ha convertido en la sombra de lo que fue. No solo en España, sino también en muchos países avanzados que han tenido que competir en desigualdad de armas con las nuevas naciones emergentes. En particular, China, convertida, con el permiso de todos, en la fábrica del mundo en unos tiempos en que interesaba, sobre todo, doblegar la inflación y atar en corto a los sindicatos, lo que aceleró un proceso de deslocalización industrial que hoy ha tocado techo. No da más de sí.

La cuarta revolución

Los avances tecnológicos, la robotización, la nueva economía basada en los datos, la inteligencia artificial, el internet de las cosas o los nuevos nacionalismos económicos han hecho, sin embargo, que se hable ya abiertamente de relocalizaciones industriales, lo que unido al imparable proceso de terciarización de la economía —vinculado al aumento de rentas— ha hecho que el ecosistema económico en el que se ha movido la industria manufacturera desde hace dos siglos haya cambiado de forma radical.

Ya hay pocas dudas de que la cuarta revolución industrial será más disruptiva que las anteriores. Lo lineal, la lenta transformación de los sistemas productivos, se ha convertido en exponencial. Entre la primera revolución (el motor a vapor) y la segunda (la electricidad), se necesitó casi un siglo; entre la tercera (la electrónica) y la cuarta (la digital), se han necesitado apenas unas décadas.

Como señala un estudio de CCOO, el cambio que introduce la Industria 4.0 “no es en la producción sino en la innovación del proceso y modelo de negocio”. La clave es poseer la información adecuada en el momento adecuado y con el dispositivo adecuado. Y ahí, España está muy perdida por la desidia de las autoridades durante décadas.

O dicho de otra manera, difícilmente podrá aprovechar la nueva ola de vuelta a casa. Básicamente, porque el tejido nacional —no así el extranjero— agoniza. Mientras que los gobiernos de Alemania, Francia o Italia pueden destinar miles de millones de euros a sus campeones nacionales, la vieja idea de los Estados fuertes, España no tiene una Renault que salvar o una Alitalia a la que dopar con sustanciosas inyecciones de capital. Ni siquiera puede meter dinero en Nissan, porque sería lo mismo que engordar el capital de una empresa extranjera —franco-japonesa— a costa de las rentas nacionales.

Intervencionismo

Como escribió el profesor Rafael Myro, unos de los mayores especialistas del país en políticas industriales, “las industrias europeas pagan hoy el precio de un notable abandono por parte de las administraciones públicas desde el inicio de la década de 1990, que, apoyado en el rechazo al intervencionismo excesivo a veces, y sobre todo mal orientado, de las décadas anteriores, adoptó pautas preferentemente burocráticas, y más raquíticas desde el punto de vista presupuestario”. Es decir, un ‘dejar hacer’ exacerbado, utilizando la vieja expresión de los fisiócratas franceses, que hoy pasa factura.

Los casos de Nissan y Alcoa son los más recientes, pero no serán los últimos. Hoy, la industria pierde peso respecto del PIB, un 16%, cuando al comenzar el siglo se situaba en el 18,7%, y lo mismo ha sucedido en términos de valor añadido. Ha pasado del 20,6% al 17,7%, y lo que es peor, con una clara tendencia a la baja. Pero es que si se tiene en cuenta solo la industria manufacturera, ya tan solo representa el 12,6% del PIB. Es decir, la mitad del 25,9% que llegó a pesar a comienzos de los ochenta, cuando comenzó la gran poda industrial. El objetivo de la UE de lograr que en 2020 la industria manufacturera represente el 20% del PIB se ha esfumado pese a la retórica hueca de este y los anteriores gobiernos.

Como sostienen un antiguo alto cargo del sector automovilístico y directivos de varias multinacionales en España, “la industria ha dejado de ser sexy” para los gobiernos, pese a que los salarios son más elevados que en el resto de los sectores, la innovación es mayor y, además, incorpora un alto nivel de cualificación profesional. En su lugar, han crecido el sector servicios de bajo valor añadido, la precariedad laboral o la escasa inversión en formación de los trabajadores, lo que ha acabado por afectar a la estructura social. Las clases medias se resienten y, en su lugar, emergen el precariado y el fenómeno de los trabajadores pobres que sobreviven, en muchos casos, a costa de las prestaciones públicas.

Multinacionales

¿Qué ha pasado? ¿Cómo se ha llegado a esta situación? Existe una primera evidencia. España ha destruido el tejido industrial propio y se ha puesto en manos de multinacionales que ven cada vez menos atractivo producir en España, cuyas ventajas competitivas tienden a decrecer. La estabilidad laboral o la seguridad jurídica —que es lo que buscan los grandes inversores en el largo plazo— ya lo ofrecen otros países no necesariamente asiáticos, y con menos costes laborales. Marruecos, Portugal o la República Checa son algunos ejemplos cercanos.

Opinión
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Existe otra evidencia. La destrucción del tejido nacional (salvo en la industria de componentes del automóvil, que ha encontrado un nicho de mercado propio) ha hecho depender de multinacionales que ahora han empezado a regresar a sus países, y esto, en un proceso de relocalización y de revisión de las cadenas de valor, es clave. Es verdad que el efecto sede es cada vez menos relevante, pero está demostrado que las multinacionales suelen situar los grandes centros de innovación, de mayor valor añadido, en los países de su matriz.

En España, por el contrario, y según Estadística, únicamente el 1,8% de las empresas industriales, las de mayor tamaño, eran filiales de empresas extranjeras, pero es que en conjunto representan el 24,2% del empleo y el 41,3% del volumen de negocio del sector, lo que da idea de la dependencia de la industria española de las multinacionales. Las exportaciones, de hecho, dependen fundamentalmente de compañías extranjeras que un día se instalaron en España o compraron empresas nacionales para aprovechar las ventajas competitivas y beneficiarse del mercado único.

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¿Y qué se les ofrece a cambio? Altos costes de la energía, fragmentación administrativa por la quiebra de la unidad de mercado, una pobre red de transportes por mercancías en un país que es campeón mundial en trenes de alta velocidad o un deficiente sistema de formación profesional que no cubre las demandas, lo que ha obligado a muchas empresas a desarrollar sus propios sistemas de aprendizaje.

En definitiva, una política industrial, en caso de que exista, más destinada a apagar incendios, como los de Nissan o Alcoa, que a generar una estrategia a medio y largo plazo. De aquellos polvos, estos lodos. Con amenazas, como las vertidas por Raúl Blanco, el secretario general de Industria, no se solucionan los problemas. Ni con el griterío político. Ahora toca rasgarse las vestiduras,

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