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Se impuso en la final por 6-3, 6-3 y 6-4

Nadal agranda la leyenda con su tercer US Open en una plácida final contra Anderson

El español, número uno del mundo, gana en Nueva York su decimosexto torneo de 'grand slam'. No tuvo enfrente rival a la altura de su talento, pero el título vale lo mismo que todos los anteriores

Rafa Nadal, con el trofeo del US Open. (Reuters)

Quizá no es justo hablar de un trámite, pero en la práctica fue eso más que cualquier otra cosa. Rafa Nadal era favorito en la final del US Open contra Kevin Anderson, casi de una manera abrumadora. Y lo que se vio en la pista no fue más que la interpretación del guion marcado de antemano, un jugador eminentemente superior que tenía una misión y no iba a dejar de hacerla por ningún motivo posible. Con Nadal, las sorpresas suelen ser escasas, no es un tipo que se deja asustar.

Kevin Anderson es un gran sacador. En el resto de su juego se encuentra un tenista aseado, pero poco más. Insuficiente a todas luces para plantarle cara a uno de los mejores jugadores de todos los tiempos. Escaso, muy escaso, para desafiar a un hombre que resta la bola con suma facilidad, un defensor colosal capaz de detectar y devolver cualquier envío, por duro que sea.

Nadal es, además, un táctico de primer nivel. Cuando entró en la Arthur Ashe, tenía un credo del que no se iba a apear en ningún caso: no precipitarse. El partido, esta vez, no iba a ser más que un cómputo de errores, la capacidad propia para limitarlos, también para forzárselos al rival. Rafa sabía que todos los minutos que pasasen corrían a su favor y que los puntos, cuanto más largos mejor.

Anderson tenía que escapar de eso, pero en ningún momento tuvo opción de hacerlo. Ni siquiera es que Nadal jugase especialmente bien, durante buena parte del primer set se limitó a cumplir, no mucho más. Pero daba lo mismo, las herramientas del sudafricano le han dado para llegar a la final en uno de los cuadros más sencillos de la historia del 'grand slam', pero en ningún caso son suficientes para forzar la posición de una leyenda como el español.

Nadal, en el primer set, iba sacando sus servicios casi sin que el sudafricano le chistase. Cuando Anderson servía, en los momentos en los que el riesgo se suponía mayor, él siempre tenía la manera de contrarrestarle. Consiguió ponerle presión cada vez que empezaba el juego, también porque Rafa es un jugador increíblemente hábil para detectar por dónde va a venir el peligro. Se situaba a varios metros de la línea de fondo, daba por hecho que el bombazo iba a llegar, pero esa posición retrasada no quería decir necesariamente que renunciase a la iniciativa del juego, solo que después de ese arranque iba a contraatacar y a buscarle las cosquillas a Anderson.

Terminó el primer set con 6-3 y la sensación de que Nadal tenía para mucho más. Y así fue, porque en el segundo parcial el resultado fue el mismo, 6-3 también, pero las sensaciones mejoraron. El balear tiene unas piernas superdotadas que le permiten llegar a todas las bolas con facilidad y pegar de parado. Da pasos cortos, pero con una frecuencia altísima. Eso le permite estar siempre equilibrado, tranquilo, pudiendo soltar el brazo tanto de derecha como de revés.

No fue el partido más bonito de la historia del tenis, uno porque no podía, otro porque no lo necesitaba. Hubo poco ritmo y nula incertidumbre, uno que mandaba desde el primer punto y otro que parecía agradecido por el simple hecho de estar allí, a sus 31 años, disputando por fin una final de un grande. En realidad, lo normal es no conseguirlo nunca. Son mayoría los tenistas que soñaron jugar un partido así y no lo hicieron. Kevin Anderson puede decir que jugó contra Nadal una final del US Open, un éxito indudable, una anécdota que contar a los nietos.

Este ha sido el 'grand slam' más sencillo de la historia de Nadal. Es la primera vez, en la era Open, que el campeón no tiene que ganar a ninguno de los 25 primeros jugadores del 'ranking' para ganar el torneo. Ha sido un Abierto de Estados Unidos bastante extraño, desmejorado por las bajas. Pero vale exactamente igual que los otros 15 grandes que están en las vitrinas de Rafa. Es un paso más dentro de la historia de la leyenda, el último granito de arena en un palmarés magnífico. Solo Federer es mejor, el tenis del español es la historia más grande posible.

El legado inacabable de Nadal

Además, el año 2017 es un monumento al deporte, quizás el más grande de todo su legado, aunque no haya sido en el que más haya ganado. Rafa ha vuelto de la nada, de un par de años de irrelevancia y lesiones. Se le dio por amortizado, y con razón, no es tan común ver tenistas que vuelven del lugar en el que en algún momento estuvo el ahora número uno. Pocos esperaban que pudiese haber un año en el que ganase de nuevo dos grandes, pero aquí está, 2017 ha sido ese año. Incluso él mismo ha reconocido por momentos que dudó. Demasiado dolor, demasiados problemas.

El valor de todo esto es incalculable porque define al personaje, su resistencia, la capacidad de sacrificio para reconstruir una carrera que ya se veía en el alambre. Entre las muchas cosas buenas que se pueden decir de este excepcional deportista, quizá la mejor de todas es que nunca se rinde. Se ve en cada partido, en esas veces en las que ha tenido que hacer de tripas corazón para llevarse un encuentro, pero sobre todo se ve cuando se analiza su carrera. Nadal ha caído, se ha levantado, ha vuelto a caer y ha pateado al conformismo hasta alejarlo de su lado. Le ha pasado de todo, pero él nunca pensó que eso significase el final. "Es increíble lo que me ha pasado este año después de dos con muchos problemas de lesiones", resumía Nadal antes de coger la copa de campeón.

Es Nadal un esforzado trabajador. Aunque en los últimos años ha bajado un poco su carga de entrenamientos, cosas de la edad y de la fragilidad de su físico, él sigue destacando por su capacidad de sacrificio. Cuando está en un torneo es sencillo verle entrenar, porque pasa horas y horas en la pista, matizando cosas, ensayando de cara a la gran batalla. Quizás él no tiene el talento de su mayor rival, Federer. No goza de esa facilidad casi irresistible del suizo, que parece no necesitar moverse para someter a sus rivales. A cambio, él ofreció algo más del pueblo, menos aristocrático: trabajo, trabajo y más trabajo.

Esto no debería llevar a engaño, Nadal tiene mucho talento. Decir que es algo menos que el de Federer no es un desdoro. En muchas ocasiones se ha intentado retratar al español como un compendio de esfuerzo, dedicación e, incluso, testosterona. Alguno, incluso, estaba feliz con esa definición, como si ese punto de machada fuera un elemento superior al resto de las cosas. Es cierto que ha sido bravo, pero sin su potente derecha no hubiese conseguido nada. Tampoco lo habría logrado sin esas piernas que le transportan a todas partes en cuestión de décimas de segundos. Ni con el físico que le permite parecer descansado cuando su rival está ya en las últimas. Sí, Nadal tiene mucho de jugador racial, pero para ganar 16 grandes hay que ser, más que nada, un tenista superior.

Y lo que queda por venir, porque Rafa ha logrado inocular en la gente la sensación de que todo esto no ha terminado: 16 grandes, 10 en París, tres en Nueva York, dos en Londres, uno en Melbourne. Mucha cantidad, también mucha calidad. Decenas de partidos muy diferentes, circunstancias cambiantes y una constante sostenida en el tiempo: un jugador para la historia.

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