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ÓPERA

La música salva una 'Aida' hortera y demodé en el Real

La batuta de Luisotti y la cualificación de los cantantes redimen una ordinaria y desfasada producción de Hugo de Ana que convertirá la ópera de Verdi en la más representada en la historia del coliseo madrileño

La soprano Krassimira Stoyanova (i), en el papel de Aida, y el tenor Piotr Beczala, como Radamès. (EFE/Teatro Real/Javier del Real)

La temporada oficial del Real comenzó en septiembre fuera de casa con el 'Orfeo' de Philipp Glass (El Canal), pero fue este lunes cuando sobrevinieron los verdaderos fastos inaugurales. No ya reconocibles con la presencia de los Reyes en el palco borbónico y con las medidas de seguridad extremas, sino identificables en la opulencia de una 'Aida' de presuntuosa 'grandeur'.

Presuntuosa quiere decir que la propuesta escénica se resintió del efectismo, de la horterada y de la vacuidad, aunque la cualificación del reparto —Stoyanova, Beczala, Álvarez, Barton— y la reputación verdiana del maestro Luisotti impidieron que naufragara la dramaturgia demodé de Hugo de Ana.

El director de escena argentino presentó su 'Aida' en 1998. Y no es que haya envejecido mucho desde entonces, sino que ha pretendido resucitar con una coreografía de elocuente ordinariez —taparrabos, figurantes torpones— y con unas proyecciones y veladuras de resultado anticuado.

Todo lo contrario de cuanto pretendía demostrarse y de cuanto se desprende del presupuesto del montaje, aunque la reacción de los espectadores resultó indulgente con la exhumación. Una 'Aida' de fondo de armario y de gran repertorio. Un reclamo taquillero que permite hacer caja para financiar otros proyectos. Un montaje 'kitsch' y decadente cuya 'línea editorial' convierte la pirámide en el gran símbolo estético y conceptual: el poder, el triángulo amoroso, el destino fatal de los protagonistas.

Es consciente Hugo de Ana de la expectativa 'populista' que sugieren los pasajes más conocidos —la escena de la marcha triunfal parecía una parodia de teatro viejuno—, pero mucho menos del escrúpulo atmosférico con que Verdi esmeró las escenas de cámara y de intimidad. No se aprecia la psicología de los personajes. Prevalece el reclamo del oropel.

Se nota en la exquisitez del vestuario, en el esmero de los cuadros escénicos y en la (relativa) sincronización de un trabajo que implica a medio millar de artistas: desde el coro y el foso hasta los talleres de costura. El vestido de Amneris, por ejemplo, se prolonga en 20 metros de seda, mientras que el tenor 'encargado' de emular a Radamés —Piotr Bezcala en este caso— llevaba sobre sus espaldas un atuendo militar que sobrepasa los 50 kilos.

La soprano Krassimira Stoyanova (c-i), en el papel de Aida, y el bajobarítono Carlos Álvarez, como Amonasro (c-d). (EFE/Teatro Real/Javier del Real)

No ha sido demasiado 'celeste' la 'Aida' de la apertura 22/23, pero la oportunidad de escucharla redunda en una insólita competición que atañe a la soberanía de Verdi. Resulta que antes de reinaugurarse el Teatro Real en 1997, la ópera egipcia se había llegado a interpretar hasta en 303 ocasiones. No ya consolidando la hegemonía del compositor italiano en Madrid, sino superando la marca imbatible que había consolidado 'Rigoletto' entre los gustos de la melomanía local. La edad contemporánea devolvió la primacía al drama del bufón, pero la disputa por el liderazgo estadístico ha vuelto a ceñirse. Son 387 las funciones que lleva acumuladas 'Rigoletto' en el Teatro Real. Y serán 398 las representaciones que sumará 'Aida' cuando la cortina de terciopelo despida la última función en la noche del 14 de noviembre.

El récord requiere 20 sesiones y hasta tres repartos. Forma parte de ellos el concurso estelar de Anna Netrebko —25 y 30 de octubre, 2, 5 y 8 de noviembre—, aunque el protagonismo de la noche inaugural recayó este lunes en la exquisitez vocal de Krassimira Stoyanova.

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Es la búlgara una cantante de medios modestos y de una línea canora impecable. Una Aida modesta en el sentido teatral (demasiado mayor para el papel). Y compleja y matizada en el sentido musical. La pulcritud de su timbre se propaga en su canto elegiaco, en su media voz, en la sensibilidad con que concibe los pasajes más exigentes. Y hasta en el 'pathos' con que involucraba a sus compañeros de reparto. Lo demostró la escena de la agonía a la vera de Beczala. Y lo hizo el dúo junto Carlos Álvarez (Amonsaro).

El barítono malagueño ha sido uno de los grandes artífices de la historia contemporánea del Real. Por su influencia generacional. Por su madurez. Y por su versatilidad, aunque la afinidad de Verdi acaso expone mejor que ningún otro repertorio la carnosidad y emoción de una voz que envejece sin deteriorarse. Y que explica los clamores que lo 'sepultaron' al saludar.

Estaba el público moderadamente entusiasta con la función. Y supo reconocer los méritos de Beczala en el papel de Radamés. El tenor polaco ha demostrado conocerse. Y ha sabido cuándo y dónde elegir la oportunidad de los desafíos. Se destapó como un tenor mozartiano y más ligero de lo que es hoy. Evolucionó después a la categoría de tenor lírico puro ('Traviata', 'Fausto', 'Werther'). Y ha ido adquiriendo la oscuridad y el instinto percutor de un tenor lírico 'spinto' que tutea los roles veristas y que convoca al Verdi de mayor enjundia. Lo acreditó con ocasión del recital que ofició en el Teatro Real en mayo de 2021. Y lo hizo este lunes otra vez con todos los méritos que implica la entrada en frío de 'Celeste Aida'. Es un campo de minas el aria inaugural de la ópera. Un camino de iniciación al que Beczala fue incorporando su hermosa línea de canto, su color y su valentía. La delicadeza de la escena final expuso todos su refinamiento. Y condujo la velada al momento de mayor tensión, pulcritud y belleza.

La ventaja de los cantantes reunidos en el Real —imponente la Amneris de Jamie Barton y competente el Ramfis de Alexander Vinogradov— consiste en el hábitat musical que crea o recrea el maestro Luisiotti. Ha dirigido en Madrid todos los hitos verdianos de la edad contemporánea —'Nabucco', 'Rigoletto', 'La Traviata', 'Un ballo in maschera', 'Il trovatore', 'Don Carlo'…— y ha regresado al Real para explorar la partitura de 'Aida' en toda su opulencia y en toda su intimidad. La inteligencia con que elude el peligro de la sobreactuación es tan evidente como la sensibilidad con que describe los pasajes introspectivos. Como si fuera música de cámara. Y como si quisiera demostrarnos todas las gradaciones posibles del claroscuro.

Exige mucho a la orquesta y al coro la batuta de Luisotti. Y reaccionan la una y el otro con una cualificación que explica por sí misma el umbral del éxtasis musical con que ha comenzado la temporada madrileña. La 'Aida' de siempre interpretada, acaso, como nunca y representada como ya no viene haciéndose ni en los teatros más modestos de provincias.

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