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¿tan malo como parece?

Nacionalismo morboso

Hay que rescatar un nacionalismo que permita la generosidad patriótica y sirva de antídoto contra un individualismo desarraigado capaz solo de nebulosos compromisos universales

Estudiantes con esteladas durante una concentración convocada por la ANC y Òmnium. (Reuters)

¿Son el nacionalismo y el patriotismo venenos a eliminar o sería interesante recuperarlos? Con esta pregunta terminé mi artículo de la semana pasada. El sentimiento de pertenencia al grupo es profundo y, como vimos, tiene efectos positivos (sacrificarse por la comunidad), negativos (tendencia a la exclusión y a una evaluación desmesurada de lo propio) y peligrosos (admitir que los derechos abstractos de la nación tienen prioridad sobre los derechos individuales). Pero tal vez haya un nacionalismo sano, que permita rescatar la generosidad patriótica, y sirva de antídoto contra un individualismo desarraigado capaz solo de nebulosos compromisos universales. Se trata, pues, de rechazar el 'nacionalismo morboso'.

Esta expresión se inspira en un artículo de Ortega titulado "Democracia morbosa". “La bondad de una cosa —escribe— arrebata a los hombres y, puestos a su servicio, olvidan fácilmente que hay otras muchas cosas buenas con quienes es forzoso compaginar aquella, so pena de convertirla en una cosa pésima y funesta”. El error surge al convertir una cosa parcial en totalidad, en alterar las prioridades. Criticaba el absurdo del hombre que “como tantos hoy, se llega a nosotros, y nos dice: '¡Yo, ante todo, soy demócrata!”. Esta expresión podríamos sustituirla por “¡Yo, ante todo, soy nacionalista!”. Para ilustrar esa exageración, exasperada y fuera de sí, contaba un cuento que, no sé si el lector, pero desde luego Junqueras, que es creyente, entenderá. Había una vez un monaguillo que no sabía su papel en la misa y que, a cuanto decía el oficiante, respondía: "¡Bendito y alabado sea el Santísimo sacramento del altar!". Hasta que, harto de la insistencia, el sacerdote se volvió y le dijo: "¡Hijo mío, eso es muy bueno, pero no viene al caso!".

Si la independencia de Cataluña fuera beneficiosa para sus habitantes, para España y para Europa, ¿quién podría negarse a aceptarla y a defenderla?

El nacionalismo morboso va mas allá del afecto por los lugares familiares, por la lengua y la cultura en que se crio, pretende convertirse en el máximo donador de sentido y, este es el paso peligroso, se reconoce con derecho a ser Estado, un concepto que procede de otra tradición. Nación viene de 'nacer'. Estado es una organización política. En las aulas de la Universidad de Salamanca, los alumnos se distribuían por 'naciones', es decir, por su lugar de nacimiento. Los estados, en cambio, no tienen nada natural. Son meros productos del poder. Se han constituido por dominación, matrimonios, anexiones, compras, etc.

Manifestación a favor de Puigdemont y la causa independentista en Bruselas. (Reuters)

En el caso español, lo ha estudiado bien José Luis Villacañas en su libro 'La formación de los reinos hispánicos'. Una vez constituidos, se esfuerzan en cohesionar a su población, que puede tener orígenes diversos. Algunas de esas colectividades mantienen un sentimiento nacional y aspiran a encontrar una formulación estatal, sin percatarse de que son niveles diferentes. El Estado comienza teniendo dominio territorial y luego se empeña en integrar a las posibles naciones. Muy tardíamente, el Estado absorbió el concepto de nación, porque así parecía enraizarse en la naturaleza y legitimarse, pero nunca se identificaron ambos conceptos. En este momento, lo que llamamos naciones consolidadas son estados que han triunfado en un proceso histórico de cohesión.

La nación, un concepto confuso

Cuando un grupo se siente nación y quiere tener su territorio y su Estado, se da cuenta de que tiene, primero, que definir quiénes pertenecen a esa nación, y luego averiguar cómo puede hacerse con un territorio que tiene que compartir. Esto fuerza al grupo promotor a emprender un doble proceso de imposición. Hacia dentro, fortaleciendo las señas de identidad, que son inevitablemente discriminadoras. Hacia fuera, intentando expulsar del territorio a quienes no forman parte de la nación que quiere convertirse en Estado o forzando la integración. Así ha sucedido siempre, y así sigue sucediendo. Estos procesos incluyen una inevitable coacción, que puede ser más o menos violenta.

El problema está en que en el mundo moderno, el concepto de 'nación' resulta confuso, porque todos somos mestizos. Hubo una época en que se puso de moda estudiar el 'alma de los pueblos'. En 1903 se publicó en Madrid la revista 'Alma Española', en la que aparecieron los artículos de Miguel S. Oliver: “Alma mallorquina”; José Nogales: “Alma andaluza”; Francisco Acebal: “Alma asturiana”; Vicente Blasco Ibañez: “Alma valenciana”; Juan Maragall: “Alma catalana”; Manuel Feliú: “Alma riojana”; Rodrigo de Acuña: “Alma granadina”; Antonio Royo Villanova: “Alma aragonesa”, y Vicente Medina: “Alma murciana”. Resulta difícil distinguir tantas almas. Por eso, quienes defienden una identidad se ven obligados a establecer ideologías de pureza. La más sencilla es la racial. Le sigue la identidad religiosa. Y a continuación, la lengua como elemento identificador. Este es ya un criterio menos contundente, porque una lengua puede hablarla mucha gente de distintas naciones y de distintos estados. El inglés no es un idioma identificador. El castellano, tampoco. Para serlo, tiene que ser una lengua que se considere minoritaria y vulnerable. Un bien que hay que proteger.

Manifestación ultraderechista bajo el lema 'La Cataluña leal a España' en Barcelona. (EFE)

La cultura tampoco es un criterio definido. François Jullien acaba de publicar un libro titulado ‘La identidad cultural no existe’. La evolución ha producido todo tipo de polinizaciones culturales cruzadas e intentar rearmar un concepto identitario (pueblo, nación, lengua, cultura, raza, etc.) exige inevitablemente políticas de reforzamiento identitario y de exclusión del otro. Y ambas cosas pueden provocar consecuencias injustas.

El nacionalismo morboso va mas allá del afecto por la lengua y la cultura, pretende convertirse en el máximo donador de sentido

Más sensato me parece un concepto de identidad concéntrica, que puede integrar nacionalismos y patriotismos concéntricos también. Hace años, me invitó Jordi Pujol a hablar sobre nacionalismo en un ciclo que organizaba. Defendí la idea de que frente a un 'nacionalismo reivindicador', que se centra en reclamar cosas, podía edificarse un 'nacionalismo de la responsabilidad'. Cada uno de nosotros estamos incluidos en círculos distintos de responsabilidad, con mayor o menor carga afectiva. Yo me siento responsable de mi familia en primer lugar, luego de mi ciudad, de mi nación, de Europa, de la Humanidad. Esta es la escala de mis responsabilidades y, en general, de mis afectos más cordiales. Pero hay ocasiones especiales en que el orden se altera. Aunque mi familia sea mi prioridad, puede ser justo que ayude a personas que no son de mi familia pero que necesitan mi ayuda urgentemente. Hace falta, entonces, una ponderación de las responsabilidades. Los derechos subjetivos nos obligan a hacerlo.

No hay pues círculos cerrados de responsabilidad, sino que son permeables, e intercambiables respecto de la situación. Esto nos permite tener distintas lealtades, y establecer organizaciones políticas flexibles. El Estado debe proteger esos distintos círculos, sin necesidad de identificarse con ninguno. Las formas políticas deberían evolucionar hacia modos de interacción de suma positiva, es decir, en los que todos los participantes resultarían ganadores. Esa es la razón por la que intentamos construir Europa. Si la independencia de Cataluña fuera beneficiosa para sus habitantes (fueran o no catalanes), para el resto de España y para el resto de Europa, ¿quién podría negarse a aceptarla y a defenderla? Lo malo es que, hasta donde sé, nadie se ha preocupado de justificarlo rigurosamente. En cambio, es evidente que lo que es malo para Cataluña es malo para el resto de España, y lo que es malo para España lo es, claro está, para Cataluña.

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