Ellen Atlanta: "Ser 'influencer' suena a libertad, pero suele ser una forma de servidumbre digital"
La periodista lleva años analizando cómo las redes sociales moldean la forma en que las mujeres se ven (y se juzgan) a sí mismas. Conversamos con ella sobre su nuevo libro
Responder a la pregunta de qué podemos hacer para cambiar un mundo que está obsesionado con la imagen y que, por esta obsesión, ha distorsionado el cuerpo de las mujeres, es muy complicado. Sin embargo, Ellen Atlanta lo hace en su libro Diva virtual (Deusto).
Ellen Atlanta es periodista y asesora de empresas centradas en la generación Z y la cultura milenial. Además, ha centrado su trabajo en repensar las redes sociales para así contribuir en la creación de espacios virtuales más seguros para las mujeres y eso es lo que ha hecho con su libro.
Portada de 'Diva Virtual' (cedida)
La relación que muchas mujeres tienen con su cuerpo es complicada desde que son muy pequeñas y las redes sociales han contribuido a perpetuar este problema. Charlamos con la autora sobre ello:
Pregunta. ¿Conoces a alguna mujer que no haya pasado épocas de su vida pensando día tras día en su aspecto físico? Yo no.
Respuesta. No. Creo que todas las mujeres que he conocido —por muy seguras de sí mismas, políticamente conscientes o aparentemente "por encima de eso" que parezcan— han pasado por fases de autoobservación obsesiva. No es vanidad; es condicionamiento. Desde muy pequeñas nos enseñan que ser guapas es nuestro principal valor. La cultura nos entrena para medir nuestro valor a través del reflejo: ya sea un espejo, una foto o una red social.
Incluso los momentos de "amor propio" suelen darse bajo la misma mirada de la que intentamos escapar. Sigues representando aceptación ante un público imaginario. Esa es la tragedia: hemos sido tan entrenadas para observarnos que se vuelve difícil simplemente habitar nuestro cuerpo.
P. ¿Nunca vamos a ser perfectas a ojos de la sociedad? ¿Siempre va a haber algo que podamos "mejorar"?
R. La perfección es el modelo de negocio. Las metas están diseñadas para moverse —así es como el sistema nos mantiene sumisas y consumiendo—. En cuanto un ideal empieza a parecer alcanzable, surge otro: una nueva textura de piel, una nueva proporción, un nuevo régimen de bienestar. La "mejora" se vuelve infinita, lo que significa que la insatisfacción también.
"El momento en que dejas de aspirar a ser perfecta, te vuelves políticamente desobediente"
La verdad es que la promesa de perfección nunca se pensó para cumplirse. Es una forma de mantener a las mujeres ocupadas —gastando, comparándose, ajustándose, disculpándose—. La salida no es perseguir una nueva forma de perfección, sino cuestionar por qué creemos que debemos arreglarnos. El momento en que dejas de aspirar a ser perfecta, te vuelves políticamente desobediente.
P. Si nos incomoda y no estamos de acuerdo con lo que proyectan los influencers con vidas y cuerpos perfectos, ¿por qué no podemos dejar de consumir su contenido?
R. Porque no solo lo consumimos: lo estudiamos y, en cierto modo, vivimos a través de él. Parte de nosotras busca el truco, la pieza que falta para que nuestra vida parezca más coherente o visible. Las redes sociales convierten la comparación en una especie de investigación: ¿cómo lo hacen y qué hago yo mal? Aunque sepamos que es una actuación, no podemos dejar de mirar, porque ofrece a la vez un espejo y una vía de escape.
También hay una sensación de comunidad tejida en esa mirada. Los comentarios, las referencias compartidas, los chistes internos crean la ilusión de pertenencia, aunque la relación sea unilateral. Ver la "vida perfecta" de alguien puede sentirse como visitar a una amiga, incluso cuando erosiona silenciosamente tu propia autoimagen.
La cultura influencer funciona como una tragaperras: cada desplazamiento ofrece una dosis de aspiración, envidia o conexión. El algoritmo conoce nuestras inseguridades mejor que nosotras mismas y nos las devuelve envueltas en estética. No es debilidad lo que nos engancha; es arquitectura. El sistema se alimenta de fricción emocional: la mezcla de deseo, comparación y consuelo que nos mantiene desplazando el dedo en busca de alivio.
P. Se habla mucho de retrasar el acceso de los jóvenes a las redes sociales. ¿Crees que esto ayudaría a su autoestima?
R. Ayudaría, pero solo si cambiamos lo que encontrarán cuando finalmente entren. Retrasar el acceso puede proteger los cerebros en desarrollo de los aspectos más dañinos de la cultura de la comparación y permitir que los jóvenes construyan un sentido de sí mismos antes de que un algoritmo les diga quiénes son. Pero es una pausa, no una cura.
El problema no es solo cuándo entramos en esos espacios, sino cómo están construidos. Si entregamos a los adolescentes las mismas plataformas gobernadas por las mismas métricas de belleza y popularidad, heredarán las mismas inseguridades.
P. ¿Qué consejos darías a los padres de una niña preadolescente?
R. Primero, recordar que tu hija está creciendo en una economía visual: se le enseña a verse como una marca antes de entender siquiera qué significa eso. El objetivo no es aislarla de la cultura, sino darle las herramientas para descodificarla. Habla de las imágenes como hablarías de la ficción o la publicidad: ¿quién hizo esto, por qué y qué me está vendiendo?
Intenta construir en casa una cultura que valore lo que no puede fotografiarse: el humor, la amabilidad, la curiosidad, la imaginación. Esas cualidades crean un escudo frente a la presión constante por actuar. Y da ejemplo de imperfección: deja que te vea sin maquillaje, sin disculpas, sin necesidad de estar "perfecta"; muestra tus rollitos o tus estrías con aceptación y naturalidad. Las niñas aprenden confianza no por oír que son guapas, sino por ver mujeres cómodas en su piel.
Sobre todo, asegúrate de que sepa que su valor no depende de su reflejo: puede ser la protagonista de su historia, no solo la imagen dentro de ella.
P. ¿Por qué crees que es tan difícil para las famosas admitir que se han hecho retoques estéticos?
R. Porque la "belleza natural" es uno de los últimos mitos que mantiene en pie toda la economía de la belleza. Se espera que las celebridades —especialmente las mujeres— parezcan sobrehumanas, pero fingen que es sin esfuerzo. Admitir intervenciones rompe el hechizo. Revela que la belleza, como todo en el capitalismo, tiene una cadena de suministro.
También hay vergüenza en la ecuación. Recompensamos a las mujeres por el resultado, pero las castigamos por el esfuerzo. Si envejeces naturalmente, "te has dejado". Si te intervienes, eres "falsa". Es un juego trucado donde el único movimiento ganador es el secreto.
Cuando alguien habla con honestidad sobre cirugías, filtros o inyectables, puede parecer radical porque recupera la autoría. Pero incluso esa honestidad acaba siendo absorbida por el marketing: la confesión se convierte en parte de la marca. El reto no es solo admitir lo que se ha hecho, sino desmantelar la idea de que la belleza debe mantenerse a toda costa.
P. ¿Estamos más o menos empoderadas que hace 40 años? ¿Qué papel juegan las redes sociales en esto?
R. Somos más visibles, pero no necesariamente más poderosas. Hace 40 años el feminismo luchaba por derechos —legales, políticos, corporales—. Hoy hemos ganado visibilidad, pero hemos perdido cohesión. Las redes sociales dieron a cada mujer un micrófono, pero también convirtieron el empoderamiento en contenido. El mensaje pasó de lo colectivo a lo individual: arréglate tú, no el sistema.
"La visibilidad puede parecer libertad, pero también es vigilancia"
En línea, el empoderamiento se ha estetizado: filtrado, subtitulado y vendido como estilo de vida. La visibilidad puede parecer libertad, pero también es vigilancia. Hemos cambiado parte del progreso estructural por la sensación de tener una marca personal, y eso resulta agotador. Tenemos más lenguaje, más representación, más campañas de "girl power" que nunca, pero menos claridad sobre qué significa realmente el poder.
La próxima fase del feminismo debe ir más allá de lo visual. No necesitamos versiones más brillantes de las mismas estructuras; necesitamos redistribución: de la atención, del trabajo y del cuidado.
P. ¿Notas diferencias generacionales en la relación con el cuerpo y la autoimagen?
R. Sí, pero son complejas. Las generaciones mayores se formaron con los medios tradicionales: revistas, televisión, cine. El ideal era lejano, pulido y relativamente fijo. Las más jóvenes crecen dentro de las redes, donde el ideal es infinito, editable y participativo. Eso puede hacerlo más democrático y a la vez más peligroso.
La Generación Z es muy consciente de los filtros, los algoritmos y la política del cuerpo; pueden nombrar los mecanismos. Pero la conciencia no siempre protege. Muchos jóvenes saben que la imagen es falsa y aun así se sienten obligados a perseguirla. Mientras tanto, muchas mujeres mayores se sienten atrapadas entre dos mundos: criadas en el silencio sobre su cuerpo y ahora presionadas para ser "body positive" en internet.
Aun así, veo esperanza. Cada generación es un poco menos temerosa de hablar sobre salud mental, cirugía, envejecimiento y presión. El lenguaje de la vergüenza se está suavizando, solo que el sistema aún no ha alcanzado ese cambio.
P. ¿Cómo explicas esta "colonización estética" en un mundo que presume de ser más diverso que nunca?
R. Ese es el gran paradoxo: hablamos el lenguaje de la diversidad, pero vivimos bajo una nueva uniformidad estética. Lo que llamo "colonización estética" es el proceso mediante el cual los estándares globales de belleza se exportan, editan y reempaquetan como elección. La tecnología ha cambiado, pero la jerarquía no. A menudo son las mujeres de piel más clara y cuerpos delgados quienes tienen más margen para "jugar" con el canon que sus pares de piel oscura o talla grande.
Las redes prometieron representación, pero entregaron repetición. Los mismos rostros, las mismas narices, las mismas texturas de piel, repetidos por continentes. No es que la diversidad no exista: es que se aplana en categorías estéticas. Incluso la diferencia se puede monetizar. Vivimos una monocultura global de la belleza que se vende como individualidad.
"La dictadura de la belleza prospera con el silencio y la obediencia"
P. ¿Qué papel tienen los hombres en esta conversación sobre la imagen corporal?
R. Los hombres son tanto sujetos como espectadores de este sistema. No están fuera: también están moldeados por él, aunque las consecuencias sean distintas. Cada vez sienten más presión por verse "en forma", "atractivos", "masculinos", pero su valor rara vez se define solo por la apariencia. Para las mujeres, el cuerpo sigue siendo el billete de entrada a la credibilidad; para los hombres, es un accesorio.
Dicho esto, los hombres tienen un papel enorme en cambiar la cultura: desaprendiendo el reflejo de juzgar visualmente a las mujeres, rechazando la idea de que atracción equivale a dominación y alzando la voz en su defensa. El silencio sostiene el sistema. Los hombres pueden mostrar a los niños que la belleza y la atracción son mucho más diversas de lo que los medios hacen creer.
P. ¿Qué podemos hacer, individual y colectivamente, para rebelarnos contra esta "dictadura de la belleza"?
R. A nivel individual, podemos empezar interrumpiendo los rituales de autoobservación: hacer una cosa menos que se sienta obligatoria, ya sea retocar una foto o disculparse por el aspecto. Cura tu 'feed' como un jardín, no como una galería: alimenta lo que te hace sentir viva, no lo que te encoge.
Colectivamente, la rebelión pasa por la negativa y el rediseño. Negarse a normalizar el agotamiento de la mejora constante. Rediseñar los sistemas —educación, publicidad, tecnología— para que el bienestar se mida en cuidado, no en control. También podemos usar nuestras plataformas, por pequeñas que sean, para mostrar imperfección públicamente: hacer que la imagen sin filtro sea lo normal, no lo excepcional.
La dictadura de la belleza prospera con el silencio y la obediencia. Cada vez que elegimos la honestidad sobre la actuación, debilitamos su poder.
P. En el libro hablas del origen de Facebook y de cómo empezó clasificando los cuerpos de las mujeres. ¿Qué fue eso?
R. Sí, es una de esas historias de origen que lo explican todo. Antes de convertirse en la red social que conocemos, Mark Zuckerberg creó un sitio llamado Facemash en 2003, cuando estaba en Harvard. Extraía fotos de estudiantes mujeres de los directorios universitarios e invitaba a los usuarios —principalmente compañeros hombres— a clasificarlas entre sí, estilo "hot or not".
Ese ADN nunca desapareció; solo evolucionó. La misma lógica —visibilidad a través del juicio, conexión mediante la comparación— sostiene buena parte de las redes actuales. El sistema se construyó sobre la idea de que las imágenes de mujeres generan interacción, y la interacción equivale a valor. Hablamos del "me gusta" como si fuera neutral, pero sus raíces están en calificar los rostros de mujeres. Una vez que lo sabes, es difícil no verlo.
P. ¿Consumes contenido español en redes sociales? ¿Hay algo que te llame la atención?
R. No directamente —no pretendo tener una mirada interna—, pero por lo que llega a través de las plataformas globales, veo que los creadores españoles forman parte del mismo circuito internacional de estética. El algoritmo ya no reconoce fronteras; exporta un lenguaje dominante de belleza y lo localiza. Ves las mismas tendencias —filtros, poses, proporciones—, solo con un matiz regional.
Las presiones son las mismas en todas partes: la autoedición constante, la mercantilización de la personalidad, la necesidad de parecer despreocupada. De eso trata realmente Diva virtual: de cómo la promesa de individualidad se convierte en otra forma de uniformidad, sin importar el idioma.
P. ¿Es peligroso que tantas niñas quieran ser influencers cuando sean mayores?
R. No es peligroso porque quieran expresarse —eso es natural—. El peligro está en lo que las plataformas recompensan. Cuando las niñas aprenden que visibilidad equivale a valor, y que ser adulta significa tener madurez estética, empiezan a interpretar la feminidad antes de vivir la infancia.
"Ser influencer parece libertad —trabajar para ti, ser admirada—, pero suele ser una forma de servidumbre digital"
Ser influencer parece libertad —trabajar para ti, ser admirada—, pero suele ser una forma de servidumbre digital: vigilancia constante, competencia constante, exposición constante. Enseña a las niñas a convertir su vida en contenido antes de saber quiénes son fuera de la pantalla.
Lo que necesitan no es vergüenza ni restricción, sino alfabetización y tiempo: comprender que la atención no es afecto, y que ser vista no es lo mismo que estar a salvo.
P. ¿Está en declive el movimiento 'body positive'? Con la entrada de Ozempic y su consumo entre celebridades da esa sensación…
R. Creo que el 'body positive' ha sido absorbido por el mismo sistema que pretendía desafiar. Lo que empezó como un movimiento radical y de base sobre dignidad y representación se ha estetizado en una nueva identidad de marca: colores brillantes, lemas, una "imagen". Cuando el mensaje se volvió comercializable, perdió filo.
Ozempic representa perfectamente ese giro. Es un atajo farmacéutico al mismo ideal de delgadez del que supuestamente nos alejábamos, y se vende junto al lenguaje del "autocuidado" y el "bienestar". Así que sí, hay una reacción contra el 'body positive', pero no es un rechazo a sus principios, sino un recordatorio de lo rápido que el capitalismo reetiqueta la rebeldía.
Deberíamos avanzar hacia algo más honesto: la neutralidad o el realismo corporal. Menos "amar cada centímetro de ti misma" y más no tener que pensar todo el tiempo en tu cuerpo. Eso sería un verdadero progreso.
P. El contenido sobre fitness y vida saludable está de moda. ¿Son realmente sanos esos estilos de vida?
R. No necesariamente. Gran parte de lo que hoy se presenta como "bienestar" es cultura de belleza en un nuevo envoltorio: control disfrazado de cuidado. La obsesión por medir, rastrear y optimizar cada aspecto de nuestra vida ha convertido la salud en una actuación. Ya no solo haces ejercicio; lo transmites. No solo comes; lo curas.
No hay nada malo en moverse o alimentarse bien —son cosas vitales—. El problema es cuando se moralizan. "Saludable" empieza a significar "visiblemente disciplinada", y "en forma" se convierte en otro sinónimo de "delgada". La línea entre estilo de vida y obsesión se difumina.
La verdadera salud no es estética, es relacional. Es cómo duermes, cómo gestionas, cómo tratas a tu cuerpo cuando está cansado. La forma física y la fuerza se ven distintas en cada cuerpo. Una vida sana no debería parecer perfecta; debería parecer posible.
Responder a la pregunta de qué podemos hacer para cambiar un mundo que está obsesionado con la imagen y que, por esta obsesión, ha distorsionado el cuerpo de las mujeres, es muy complicado. Sin embargo, Ellen Atlanta lo hace en su libro Diva virtual (Deusto).