Ramiro Calle vuelve al debate público con un diagnóstico incómodo: hemos convertido la sabiduría en un producto y la autorrealización en un eslogan de ventas. Denuncia que Occidente ha “prostituido” viejas prácticas —del estoicismo al yoga, del zen al mindfulness— para adaptarlas a una sociedad que él describe como neurótica, ansiosa y atrapada en la reputación. “Si adaptas a una persona a una sociedad enferma, la enfermas más”, recuerda, para reclamar una auditoría sin complacencias sobre terapias, técnicas y discursos motivacionales que, bajo barniz científico o espiritual, refuerzan el ego y la competitividad antes que la transformación interior.
El reproche alcanza a lo que llama la “industria del coach”, a los gurús de fin de semana y a cierta edición que traduce la atención plena en promesas de rendimiento. Ese es, a su juicio, el síntoma de época: métodos que nacieron para ordenar la mente y templar el carácter se presentan hoy como atajos para hablar mejor en público, cerrar negocios o “ganar” al otro.
Calle no niega la utilidad de la ayuda profesional cuando uno no puede solo; lo que cuestiona es el “para qué” de tantas terapias y cursos: si alivian el sufrimiento o solo nos adiestran para sobrevivir en dinámicas tóxicas; si nos hacen más libres o nos vuelven dependientes del experto, del método y del siguiente vídeo inspiracional.
Su defensa del estoicismo desmonta el tópico del conformismo. Habla de una disciplina que no mortifica, sino que afina el gobierno de la palabra, del cuerpo y del pensamiento; de una serenidad que no es indiferencia, sino la capacidad de no vivir a merced del halago o del insulto; de un “soberano interior” que conduce la nave cuando impulsos y hábitos tiran cada uno hacia su lado. La actitud —resume con una imagen— es lo único que siempre queda bajo mando: como el general que, tras perder la guerra, descubre que solo controla su respuesta ante lo que ocurre.
Calle propone una gimnasia del carácter que se parece poco a la promesa exprés. Sugiere despertar con conciencia, tomar el día como un entrenamiento de atención y revisar la jornada sin flagelos, con voluntad de enmendar. Se rebela contra la “mente simio” que salta de novedad en novedad y confunde progreso con consumo de técnicas. Meditar, dice, es aprender a parar; transformar exige paciencia y disciplina. La autoestima de espejo —esa que repite “ya eres perfecto”— es, para él, una trampa más del narcisismo: con autoengaño no hay cambio.
La aceptación consciente ocupa un lugar central en su lectura de los clásicos. Si algo puede mejorarse, hay que hacerlo; si no, toca abrazarlo y aprender. No es pasividad, sino economía moral: ahorrar energía en lo imposible para invertirla donde sí hay margen. En esa lógica, los estoicos no eludían la muerte, la entendían como devolución de lo prestado. Vivir sin aferramiento, sugiere, es una forma exigente de libertad: menos “tener y poder”, más “ser”.
También arremete contra el ruido contemporáneo. En su diagnóstico, el mayor estrépito no está fuera, sino dentro: pensamientos que ocupan la escena, emociones que se erigen en gobierno. La tarea consiste en pasar de la película al espectador, del sobresalto a la lucidez que permite actuar en consecuencia. De poco sirve entender las ideas “en la cabeza” si no se metabolizan hasta que cambian hábitos, reacciones y decisiones. Esa es, dice, la frontera entre el manual de autoayuda y la filosofía vivida.
El punto más polémico es el que da título a esta pieza: “Habría que revisar todas las terapias occidentales y ver qué esconden detrás”. Calle no propone quemar manuales ni desconfiar del saber clínico; pide mirar sin romanticismo qué fines sirven esos dispositivos: si humanizan o adiestran; si construyen carácter o maquillan síntomas; si siembran serenidad, ecuanimidad y compasión o simplemente prometen rendimiento. La vara de medir no son los eslóganes, sino los efectos cotidianos: cómo hablas, cómo tratas a los tuyos, cómo respondes al conflicto, cómo usas tu atención.
Ramiro Calle vuelve al debate público con un diagnóstico incómodo: hemos convertido la sabiduría en un producto y la autorrealización en un eslogan de ventas. Denuncia que Occidente ha “prostituido” viejas prácticas —del estoicismo al yoga, del zen al mindfulness— para adaptarlas a una sociedad que él describe como neurótica, ansiosa y atrapada en la reputación. “Si adaptas a una persona a una sociedad enferma, la enfermas más”, recuerda, para reclamar una auditoría sin complacencias sobre terapias, técnicas y discursos motivacionales que, bajo barniz científico o espiritual, refuerzan el ego y la competitividad antes que la transformación interior.