Un mal trago: la derrota de Cavite que selló el ocaso del Imperio español
La batalla de Cavite, librada en mayo de 1898, marcó el principio del fin del Imperio español. Frente a una flota norteamericana moderna y decidida, España mostró las grietas de un poder en decadencia
Un lienzo en el que se representa la batalla de Cavite (Wikimedia)
El objetivo expansionista de EE.UU. en el Caribe era apropiarse de Cuba sí o sí. La Doctrina Monroe latía de manera compulsiva en la política exterior norteamericana. El lema manido de “América para los americanos” –y todo lo demás también–, es una frase que resume la política exterior más rotunda de Estados Unidos, de la que se cumplen cerca de 200 años.
Si bien es cierto que los norteamericanos intentaron comprar Cuba al gobierno de España con cantidades muy jugosas, y que en su declive imperial la miopía de aquellos gobiernos rechazó lo que un estadista de talla habría visto meridianamente, lo cierto es que la herramienta última se impuso. Una buena paliza y arreglado, una filosofía propia de matones, pero, con buenos modales; primero una oferta razonable y si es rechazada, plan B.
Los primeros escarceos bélicos no se desarrollaron en Cuba sino en Filipinas. En el siglo XIX, a finales, el colosal imperio español de antaño tenía abundantes telarañas y un prestigio oxidado. La patente escasez de recursos hacía impracticable el mantenimiento de las posesiones tan alejadas de España. La Guerra de Independencia contra Francia había mermado enormes recursos y propiciado que los virreinatos –con los criollos al frente– buscaran la emancipación. Los británicos, como es obvio, habíanhecho una buena labor de zapa y financiación previamente. La profunda crisis social y, por consiguiente, económica, impedía enviar recursos a ultramar. Otras potencias, como es el caso de Gran Bretaña, siempre atenta a depredar, eran una amenaza latente en aquel escenario de incertidumbre.
En Cavite, en la bahía de Manila, se daría el escenario y su primer acto. La exigua y maltratada Armada Española adjudicada a la defensa de las islas Filipinas se enfrentaría a una excelente y moderna marina, una flota de vanguardia, la flota norteamericana. España se encontraba en una profunda crisis, no, lo siguiente. Y no podía mantener alejadas a otras potencias a través de una disuasión creíble, no era viable. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir. El domingo 1 de mayo de 1898 ambos contendientes se tanteaban posicionalmente en las aguas de la península de Cavite.
¿Pero, por qué se dio el primer combate a tanta distancia de EE.UU.? Mientras en Cuba había un fuerte contingente militar español –cerca de 300.000 hombres, la mitad de ellos enfermos–, en Filipinas los destacamentos no llegaban a la tercera parte y, además, logísticamente estaban pésimamente abastecidos. A esto hay que añadirle la enorme atomización de dichos destacamentos, pues el archipiélago tiene miles de islas. Asimismo, se asemejaba a una victoria fácil y rápida, era probablemente el eslabón más débil de nuestra estructura militar. Todo apuntaba a que sería una victoria por KO y expeditiva, y con el valor añadido del prestigio y la inyección moral para los rubicundos yanquis. Con estos ingredientes, parecía que todo el pescado estaba vendido.
Como siempre Washington, especialista en vender humo, difundió la idea de que se iba a socorrer a la población local ante la represión española. El mismo cuento de siempre. Ya en el tratado de Biak-na-Bató entre los españoles y los insurgentes locales se había llegado a un acuerdo de autogestión para estos últimos.
La flota norteamericana no era nada despreciable; cuatro enormes cruceros y un par de ágiles cañoneras de última generación, eran una buena mano de cartas para un enfrentamiento. Sin embargo, para el meticuloso almirante Dewey, un marino con visión de largo alcance, sabía que de no acertar con el primer golpe las iban a pasar canutas. La logística era determinante y no había margen de error, en una guerra es la clave o no de la victoria. A pesar de lo que se ha dicho sobre la obsolescencia de nuestra armada, el problema real radicaba en la falta de mantenimiento de los buques; la antigüedad de los mismos era similar a la de los norteamericanos, aunque el blindaje de estos era superior.
Patricio Montojo era a la sazón el almirante de la Armada Española y en contra de lo que se ha dicho, era un marino muy preparado, además de muy consciente de sus limitaciones. A sabiendas de las carencias limitantes que auguraban un mal pronóstico, él planteó una defensa a ultranza cercana a las baterías de costa, con lo cual se ponía en valor una artillería de soporte que igualaba la potencia de fuego española. También operaba en contra de la escuadra española la falta de entrenamiento; no es lo mismo perseguir piratas locales que enfrentarse a una potencia de esa magnitud. La coordinación era lamentable.
A todo esto, había que sumarle las diferencias entre primus inter pares dadas entre Fernando Primo de Rivera al mando de las fuerzas de tierra y Montojo, a su vez, de la marina. En adición, las minas que debían de proteger la entrada de la bahía, seguían en los arsenales peninsulares. Llovía sobre mojado.
Los prolegómenos de la batalla se iniciaban con nubarrones. El crucero Castilla se abrió en canal en un bajío con una vía de agua de proporciones considerables. A pesar de que se obturó con hormigón hidráulico, la vibración de los motores no garantizaba el buen funcionamiento de la nave. Las dificultades se acumulaban. Entre las diferencias que existían entre los mandos y la consecuente falta de coordinación, el almirante Montojo decidió desplazar sus efectivos a Cavite, en el suroeste de Manila.
Una ventaja táctica es que la flota española podía ver mejor los contornos de la americana, pues esta venía desde la dirección del amanecer por el este
Cavite era una pequeña península que bloqueaba los ataques de flancos adversarios, con lo cual, la concentración de fuego se focalizaba con más garantías; pero no existía el fundamental apoyo de las baterías de costa. Asimismo, la merma de las capacidades del crucero Castilla y de la cañonera Antonio de Ulloa, se tradujo en el uso de ambas plataformas como baterías flotantes. Una ventaja táctica es que la flota española podía ver mejor los contornos de la americana, pues esta venía desde la dirección del amanecer por el este. La batalla se inició hacia las cinco de la madrugada y un osado lance de los cruceros Don Juan de Austria y Reina Cristina acabaría de mala manera. Al intentar torpedear las naves del Dewey, fueron fulminados por potentes descargas de la artillería embarcada de los norteamericanos. Ambas naves quedaron para vestir santos.
Consciente Dewey del alto consumo de munición y sus escasos resultados, decidió retirarse prudentemente para no verse obligado a encontrarse en una situación de debilidad y alejado de sus bases de origen; pero el destino es extraordinariamente caprichoso. Ante la magnitud de los estropicios causados por la flota adversaria, a Montojo le entró una depresión de caballo, justamente cuando los yanquis abandonaban el escenario. En un repente, ordenó hundir todos los barcos. Aunque los historiadores no pueden explicar esta decisión, se considera que la flota española tenía todavía opciones, si bien es cierto que tanto en el Castilla como en el Reina Cristina el fuego había alcanzado los pañoles de munición haciéndolos estallar, no parecía razón de peso para abandonar.
Ya a la distancia y cuando Dewey se retiraba, observó las explosiones de ambos cruceros y volvió a la carga. Hacia las 14:00 horas de la tarde, se izó la bandera de parlamento. Se da la paradoja de que la artillería norteamericana tuvo un porcentaje de aciertos que no llegaba al 3% de impactos. Al parecer hicieron su puesta de largo aquel día con escasos resultados y algunas sorpresas. Manila caería tres meses después en un tórrido agosto con el monzón trabajando a destajo.