La historia olvidada de cómo España se convirtió en la tumba de Napoleón y su imperio
El choque en Vitoria marcó un giro decisivo: ejércitos agotados, guerrilleros implacables y un saqueo inesperado que desató caos entre aliados y vencidos, sellando el destino de una contienda feroz
Cuando se está en medio de las adversidades, ya es tarde para ser cauto.
Séneca.
Si bien es cierto que, como estratega, Bonaparte era un fenómeno, en el ámbito doméstico era más bien flojillo en presencia de la intensa y descocada Josefina; ahí sí que desfilaba muy marcialmente. Ahora bien, cuando escapaba a la influencia de este sargento sin galones, se venía para arriba. En estas líneas se ha hablado antes de las tribulaciones de Napoleón para someter a España. Es curioso constatar cómo dos pueblos de convicciones férreas en lo tocante al tratamiento de sus invasores —los rusos y los españoles— pudieron enterrar al ejército más poderoso de aquel tiempo. Cada uno de ellos, con sus mañas y tácticas dinámicas adaptadas constantemente a las exigencias del momento, se deshicieron de aquel colosal ejército (la Grande Armée).
Tras el durísimo golpe asestado por Castaños en Bailén, el acoso constante de más de un centenar de grupos guerrilleros de cierta entidad que erosionaban la moral de los galos, vendría el golpe definitivo en Vitoria para rematar la faena. Coyunturalmente, la acción combinada de un ejército español rehecho tras la artera invasión francesa, tal que un 21 de junio de 1813, se sumó a un ejército inglés al mando del duque de Wellington, derrotando contundentemente a los franceses conducidos por José Bonaparte —Pepe Botella— y recuperando buena parte del expolio de todo el arte que venían confiscando por la península. Lamentablemente, otra parte importante ya había cruzado los Pirineos. La batalla de Vitoria fue muy cruenta pues no dejaba de ser el último suspiro de un ejército bastante tocado por el acoso al que estaba siendo sometido. Aunque fue determinante para la retirada definitiva de las tropas galas, quizás fue más decisiva la batalla de Bailén.
Pero para entrar en detalle sobre la batalla de Vitoria, más allá de los aspectos estrictamente militares u operacionales, se hace necesario destacar que la fuerza motriz que detonó aquella crucial victoria fue el hambre de venganza de una marea humana desatada y con hambre de venganza atrasada. Hasta este escenario, las tropas francesas habían sido hostigadas sin piedad y de manera constante. El goteo de bajas galas era insostenible y nadie reparaba en el largo reguero de cadáveres y moribundos que poblaban el trayecto hasta el capital escenario de la sentencia a la Guerra de la Independencia. España —como Rusia— serían las dos tumbas de las tropas napoleónicas y del sobredimensionado sueño imperial del corso.
Las tropas aliadas, tras propinar una soberana paliza a los gabachos, cayeron en la más absoluta de las indisciplinas
El 21 de junio de 1813 comenzaría el epílogo de un sueño y la recuperación de un país devastado por los atropellos y abusos de la soldadesca gala. Abocados a la desesperación y con un goteo de bajas insostenible, los franceses no solo se veían hostigados por multitud de partidas guerrilleras, sino que, además, las tropas bajo el mando del duque de Wellington, con apoyo del ejército regular español y de nuestros hermanos portugueses, estaban estragando el antaño glorioso ejército napoleónico. La merma de grandes unidades extraídas para el ataque a Rusia en 1812, con el trágico resultado de la muerte de más de medio millón de soldados franceses en aquella aventura en las estepas orientales, aceleró el proceso de irreversible deterioro de las posiciones galas al norte del río Duero. Para acentuar el desastre, por la costa del País Vasco se acercaba un bien entrenado ejército español al mando del general Miró y, por el noreste (Navarra), venía Espoz y Mina con cerca de 8.000 guerrilleros a punto de cortar las precarias líneas de abastecimiento de los invasores. Todo pintaba muy feo.
Entre los Altos de la Puebla y el río Zadorra, un aterrorizado José Bonaparte solo pretendía proteger los objetos y obras de arte derivados del vaciado del Museo Josefino (hoy El Prado) y otras incautaciones hechas a lo largo de los años de invasión. Las tropas aliadas, tras propinar una soberana paliza a los gabachos, cayeron en la más absoluta de las indisciplinas. El íntegro ejército inglés se dedicó no solo al saqueo de la ciudad, sino que además las cogorzas que se agarraron fueron antológicas; no hay que olvidar que, a tiro de piedra, estaba la Rioja Alavesa y la incautación de enteras cubas de vino por los británicos había “enriquecido” la logística de este pueblo de borrachos (Wellington dixit).
Estas acciones de insubordinación permitieron que los franceses tuvieran tiempo de recibir dos varapalos accesorios en Tolosa y San Sebastián, ciudad que sufrió con gran intensidad saqueos y violaciones por parte de los británicos otra vez. Tras aplicarles estos correctivos a los arrogantes galos, el ejército aliado (españoles, británicos, algunos destacamentos alemanes y portugueses) se introdujo ya al norte del Bidasoa, convirtiéndose en perseguidor de los invasores. París estaba cada vez más cerca.
Cuando se está en medio de las adversidades, ya es tarde para ser cauto.