Ludwig Wittgenstein, el filósofo que repensó el lenguaje: "De lo que no se puede hablar, mejor es callarse"
Fue uno de los filósofos más influyentes del siglo XX. Su vida fue tan extrema como sus ideas: millonario, soldado, profesor, enfermero y asceta del conocimiento
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Wittgenstein nació en Viena en 1889, dentro de una familia multimillonaria del acero. Pero la riqueza no lo mantuvo a salvo del sufrimiento: varios de sus hermanos se suicidaron y él mismo vivió entre pensamientos depresivos y una continua insatisfacción con el mundo. Estudió ingeniería, construyó un motor para aviones y, tras conocer la filosofía de Schopenhauer y Bertrand Russell, se lanzó a Cambridge con una pregunta que resume su personalidad: “¿Cree que soy un idiota?”
Su necesidad de respuestas absolutas lo llevó a escribir, entre trincheras durante la Primera Guerra Mundial, el Tractatus Logico-Philosophicus, un texto breve, brillante y casi hermético que revolucionó la filosofía del lenguaje. Como recuerda el canal de YouTube La Travesía, “si entiendes el Tractatus, ya no lo necesitas: tienes que tirar la escalera después de haber subido”.
“Mi mundo se reduce a mi lenguaje”
En el Tractatus, Wittgenstein propone que el lenguaje es un espejo lógico del mundo, donde cada palabra crea una imagen mental que debe coincidir con un hecho real para tener sentido. Las palabras, según él, no deben ser vagas ni emocionales: deben ser precisas, formales, lógicas. El problema, dice, es que hablamos mucho sin saber qué estamos diciendo. Y por eso, cerró su libro con una sentencia que es ya un lema de la filosofía contemporánea: “De lo que no se puede hablar, mejor es callarse”.
Como explica el canal The School of Life, para Wittgenstein el lenguaje crea “modelos mentales” en quien escucha. Cuando la comunicación falla, es porque esas imágenes son distintas. Lo que él pedía no era más filosofía, sino más claridad: menos hablar, más pensar antes de hablar.
Abandonó su fortuna y vivió como un monje
Pese a haber heredado una gran fortuna, Wittgenstein lo regaló todo y se retiró a una cabaña en Noruega. Allí vivió con lo mínimo, sin calefacción, aislado del mundo, dedicado a la escritura y a la contemplación. Diseñó la casa de su hermana con obsesión por cada milímetro (llegó a ordenar subir el techo 3 centímetros porque “algo no cuadraba”) y más tarde trabajó como maestro rural y enfermero.
Pero su búsqueda no había terminado. En 1929 volvió a Cambridge convencido de que el Tractatus no bastaba. Había un nuevo Wittgenstein, uno que ya no confiaba tanto en la lógica.
El segundo Wittgenstein y los juegos del lenguaje
En su segunda etapa, reflejada en la obra Investigaciones Filosóficas, Wittgenstein rompió con su propia teoría anterior. Ahora afirmaba que el lenguaje no tiene sentido en abstracto, que las palabras significan según el “juego” en que se usen. Decir “te odio” en una obra de teatro no es igual que decirlo en medio de una discusión real. No todo son hechos: también hay consuelo, amenaza, ironía o cariño.
Así, cada frase es un movimiento dentro de un juego con reglas distintas, y el error está en no entender qué tipo de juego está jugando el otro. Una crítica puede ser un lamento, un dato puede esconder un deseo. La comunicación fracasa, dice, cuando no detectamos el tipo de juego lingüístico en marcha.
Como señala La Travesía, Wittgenstein marcó el nacimiento del análisis del lenguaje aplicado a la inteligencia artificial. Sus ideas sobre lógica, ambigüedad y significado influyeron incluso en Alan Turing, pionero de la informática y su amigo. ¿Cómo saber si una máquina piensa? ¿Qué significa realmente entender? Los lenguajes de programación, los bots conversacionales o las búsquedas de Google beben, aunque no lo sepamos, del pensamiento de Wittgenstein.
Películas como Ex Machina o Blade Runner también lo homenajean indirectamente: la empresa robótica de Ex Machina se llama “Blue Book”, como su célebre cuaderno filosófico.
Aislado, contradictorio, radical, Ludwig Wittgenstein nunca quiso ser popular, pero su legado vive en los debates sobre tecnología, lenguaje, ética y comunicación. Su objetivo no era ofrecer respuestas, sino, como él decía, “mostrar a la mosca la salida del frasco”. Ese frasco es el lenguaje. Y salir de él sigue siendo, un siglo después, nuestro mayor desafío.
Wittgenstein nació en Viena en 1889, dentro de una familia multimillonaria del acero. Pero la riqueza no lo mantuvo a salvo del sufrimiento: varios de sus hermanos se suicidaron y él mismo vivió entre pensamientos depresivos y una continua insatisfacción con el mundo. Estudió ingeniería, construyó un motor para aviones y, tras conocer la filosofía de Schopenhauer y Bertrand Russell, se lanzó a Cambridge con una pregunta que resume su personalidad: “¿Cree que soy un idiota?”