Jean de Bethencourt, el colonizador de las Islas Canarias que no consiguió conquistar Tenerife
En 1401, Jean de Bethencourt partió rumbo a unas islas donde la magia, el silencio y la resistencia indígena marcarían el inicio de una feroz conquista
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"Tienes que aprender a levantarte de la mesa cuando ya no se sirve amor", Nina Simone.
Desde las naves normandas al servicio del rey castellano, conforme se acercaban a costa, se veía un paisaje mágico a la par que desolador. De día, una temperatura muy agradable con una brisa amable; de noche, un cielo estrellado con miles y miles de candelarias navegando por el espacio. La profundidad del cosmos era asombrosa. Y del asombro, se pasó al silencio, al silencio más absoluto. Cuando desembarcaron aquellos hombres hasta los grillos callaron; algo intuían...
Siglos antes que la expedición del faraón egipcio Necao (610—595 a.C.), en su periplo africano de este a oeste bordeando el sur de África, siguiendo la corriente de Benguela, se estima que, carenó naves en la Bahía de Arguin, en Mauritania, y tras ello, contorneó las costas del Magreb atlántico; es probable que desembarcara para hacer aguada y llevarse algunas docenas de cabras en Fuerteventura (isla en la que, por cierto, hay más cabras que habitantes autóctonos y residentes juntos). Hasta entonces las islas Canarias vivían en el silencio del anonimato geográfico. Pero aquel ecosistema de paz y relajada existencia se vería comprometido por la eterna ambición de conquista del ser humano.
Durante un viaje a Génova a petición de esta república mediterránea en su lucha contra los inasequibles piratas de Berbería, se enteró de la existencia de unas tierras lejanas próximas a la costa oeste de los berberiscos
Jean de Bethencourt, en su niñez, fue despojado de toda la dignidad aristocrática acumulada tras generaciones. Una rebelión normanda contra la mano de hierro del rey de Francia, Carlos VI; le había desposeído de su castillo, propiedades, muebles e inmuebles. Vamos, que además de matar a su padre, lo había dejado desnudo y sin futuro. Durante un viaje a Génova a petición de esta república mediterránea en su lucha contra los inasequibles piratas de Berbería, se enteró de la existencia de unas tierras lejanas próximas a la costa oeste de los berberiscos. Y ahí, es donde empieza esta historia...
Rumbo a Canarias
Era el año de 1401 y para armar la expedición a Canarias, había vendido todos sus bienes y creado un club de accionistas ante la previsión de futuros beneficios, de paso, se había fundido la dote de su mujer, la cual, obviamente, tenía muchas ganas de perderlo de vista. Su buen amigo, el conde Braquemont, un gentilhombre de la corte del rey francés, se financió sus gastos para acompañar a su compinche en esta extravagante tarea, y así, pusieron rumbo a un hecho que cambió la apacible historia de un formidable pueblo de gentes valientes, irreductibles y orgullosas.
Le Canarien, es un famoso texto escrito por dos monjes franciscanos insertos en la expedición normanda; es una crónica de los acontecimientos sucedidos a partir de la toma a tierra de aquellas gentes europeas estupefactas ante lo que decididamente parecía otro planeta. Bethencourt y La Salle vivían pasmados ante su descubrimiento. La primera isla en la que se detuvieron fue en la Graciosa; hubo un conato de motín, pues la magia de la isla atrapó a los tripulantes, aplacado el levantamiento con algunas monedas extra, siguieron hacia Lanzarote.
El 22 de enero de 1403, el antipapa residente en Aviñón, Benedicto XIII, declara una bula para someter a los irredentos “Majos” de Fuerteventura y que, en el caso de no pasar por el aro, sean ejecutados. Obviamente, el tema se comienza a complicar. Mientras, entre La Salle y Bethencourt surgen diferencias más que notables; el primero hizo una fuerte apuesta económica en la empresa de conquista y el segundo, fue el beneficiado por un laudo real en el que el monarca castellano falló a favor de Bethencourt; en estas, el ya otrora amigo del normando, decide abandonar la expedición y volver a Francia. Queda Bethencourt solo con una ligera guarnición en Fuerteventura.
Los dos reyes majos (apócope de majoreros, gentilicio de los habitantes de Fuerteventura) en aquel tiempo, estaban a la greña. Los pobladores de la isla maja no llegaban a los 400 habitantes en un territorio de aproximadamente 1660 Km² y, los normandos y castellanos ya incorporados a la segunda expedición, dieron el golpe de gracia a aquellos naturales que vivían de la pesca y derivados de las cabras, en un paraíso donde los haya.
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Con miras a dar un salto cualitativo a sus conquistas y a su ya consolidado e indiscutible prestigio, decide ir la isla de Gran Canaria, pero eso son palabras mayores. La isla estaba habitaba a la sazón por más de 10.000 nativos con malas pulgas y una excelente organización militar. Pero las circunstancias barométricas derivan a las tres naos hacia La Palma, donde, con la idea de capturar esclavos, se enfrentan con los palmeros en una formidable lucha por la supervivencia de ambos bandos. El mejor armamento castellano impone su ley. Los vientos siguen en contra de la idea de asaltar la isla por lo que son llevados hasta el Hierro donde no tienen un buen recibimiento; en la isla de Hierro la población numéricamente no tiene entidad por lo que o se convierten al cristianismo, plan A o, salen encadenados a los mercados de esclavos de Berberia. La elección está clara; los Bimbaches (Herreños) se rinden y los que no pasan por las Horcas Caudinas lo llevan crudo.
Hoy se sabe, antes se suponía, según las crónicas de Le Canarien, que Tenerife, la llamada Isla del Infierno, por la demostrada ferocidad de los guanches, nunca pudo ser invadida por Bethancourt; esta espina clavada en su historial militar se la llevaría a la tumba tras habitar durante 63 años este extraño planeta. Más tarde, Castilla remataría la faena tras una ardua lucha contra unos guerreros imposibles. Hoy, España goza de este lujo mágico llamado Canarias.
"Tienes que aprender a levantarte de la mesa cuando ya no se sirve amor", Nina Simone.