Un rey valiente, pero demasiado osado: ¿y si Aragón hubiera cruzado los Pirineos?
La imaginación del ser humano es increíblemente alambicada a la hora de maquillar las guerras, sean estas de religión o de otra índole, cuando son solamente expolios de los recursos ajenos sin más
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Detrás de cada hombre exitoso hay una mujer sorprendida.
Voltaire.
Hacia el año 1209/1244, un conflicto armado desarrollado a instancias del papa Inocencio III con el apoyo de la dinastía de los Capetos (reyes de Francia en la época), con el fin de reducir por la fuerza el catarismo, una herejía de la Iglesia católica asentada desde el siglo XII en los territorios feudales del Languedoc, que luchaba contra la ortopédica liaison hacia el sur de las posesiones de la monarquía capeta y sus vasallos. Un grupo de disidentes que se llamaban a sí mismos cristianos —y lo eran—, rechazaban la autoridad de la Iglesia católica de Roma y, a su vez, las alambicadas alusiones del Viejo Testamento. Eran los señalados como "los perfectos"; gentes de vida austera que tenían una pléyade de adeptos como resultado de un mensaje acorde con la doctrina original de Jesús el Cristo. Decían que Jesús nunca implantó diezmo ni tributos —solo hacía alusión a la ayuda mutua—, y que la corrupción de la Iglesia no era acorde con los principios cristianos; estos herejes eran los albigenses o cátaros. Ellos tenían una enorme cantidad de seguidores a la vista de la corrupción de la Iglesia de Roma, seguidores convencidos de que el mensaje cristiano primigenio era mucho más puro y desprovisto del oropel que veían a diario en las instituciones que representaban los supuestos delegados del Altísimo.
Lo que aparentaba ser un conflicto religioso tenía un trasunto geopolítico profundo. La aristocracia feudal francesa quería abarcar las zonas mediterráneas bajo el control de la Corona de Aragón. Ciudades plagadas de gremios de artesanos y con una clara proyección mercantil; tierras fértiles pobladas por una bulliciosa burguesía que pagaba impuestos a la Corona de Aragón, y un amplio territorio muy atractivo en recursos naturales, o lo que es lo mismo, una fértil huerta descomunal.
El rey de Francia veía que ese nicho de mercado podría ser suyo y hacer tributarios a los aristócratas de Carcasona, Toulouse y ciudades que poblaban la Occitania. Esta élite rendía pleitesía al rey de Aragón Pedro II y unas aportaciones económicas muy majas. Como es obvio, el monarca aragonés decidió apoyar a los alborotadores y aplicarles un buen correctivo a los seguidores del pontífice y del cruel asesino Simón de Monfort. Estando en estas, y viendo la que se les venía encima, embajadores de la aristocracia subversiva y clérigos de postín salieron descalzos —en señal de sumisión— de la localidad de Muret, en la cual estaban sitiados por el rey aragonés y su nutrida tropa. El ejército aragonés de la época no solo tenía un entrenamiento exhaustivo, sino que su variado armamento individual en la infantería (jabalinas, venablos cortos, espadas y arqueros) era complementario a su cara de pocos amigos.
Una buena parte de la comunidad templaria que consiguió huir de las garras de aquellos ambiciosos gobernantes pudo alojarse en Aragón
Simón de Monfort, el sádico asesino de civiles en Béziers, había abandonado la ciudad dándose a la fuga (o eso parecía). Cuando se inició la persecución de los cruzados franceses bendecidos por el pontífice Inocencio III, que quería una parte sustancial del pastel, estos ya habían cruzado el umbral del bosque, obligando a los aragoneses a extremar precauciones ante una supuesta emboscada. La emboscada se produjo, sí; pero justamente a la salida del bosque y al atisbar un enorme llano. En las proximidades, y cerrando el cuello de embudo, los franceses podían concentrar toda su fuerza en este cono parecido a una diana, mientras los sorprendidos aragoneses no tenían literalmente margen de maniobra.
Pedro II: un rey valiente, pero insensato
Con la idea de desbloquear aquel cerrojo, Pedro II afrontó, en una arriesgada maniobra, una épica carga de caballería. Una nube de flechas opacaba el cielo mientras embestía a los cruzados del siniestro Simón de Monfort, causando una inmensa carnicería; pero, en medio de aquella carga, tras abrir en canal a su caballo, lo desmontaron. Ahí, en medio del griterío del combate, el rey aragonés moriría de manera valiente, pero quizás insensata. Tenía una superioridad abrumadora y, si hubiera actuado con cierta prudencia, habría conquistado la Occitania del sur de Francia sin despeinarse, pudiendo ser los Pirineos la columna vertebral de un inmenso reino. No hay que olvidar que era un guerrero muy experimentado. En este punto, se hace necesario recordar que participó en la famosa Carga de los Tres Reyes en las Navas de Tolosa en 1212, cuyas resonancias trascendieron por toda Europa. Fue justamente un año después cuando este osado rey aragonés moriría por una decisión cuestionable.
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El azar siempre hace acto de presencia sin tocar la puerta. Y, asimismo, como quien no quiere la cosa, ese mismo azar se llevó la íntegra cabeza del gran asesino Simón de Monfort cuando una catapulta pedrera arrojaba un pedrusco justiciero desde las murallas de Toulouse por unas valientes mujeres. La bola de piedra lo mandó expeditivamente al más allá, pero a la parte de abajo. El enfrentamiento de la herejía cátara causó cerca de 1.000.000 de muertos en los treinta y cinco años que duró el levantamiento entre 1210 y 1243, y todo ello por la indisimulada codicia del rey de Francia, de un papa romano sin escrúpulos y de un asesino brutal.
Una buena parte de la comunidad templaria que consiguió huir de las garras de aquellos ambiciosos gobernantes pudo alojarse en Aragón e incluso, se cree por vestigios recientes, que también lo hicieron en la isla de los Monjes (Coelleira), cercana a Estaca de Bares y Vivero. Esta implacable persecución nos lleva a concluir que la imaginación del ser humano es increíblemente alambicada a la hora de maquillar las guerras, sean estas de religión o de cualquier otra índole, cuando, sin rascar mucho, son solamente expolios de los recursos ajenos sin más.
Detrás de cada hombre exitoso hay una mujer sorprendida.