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Cuando España cometió su error más brutal: la expulsión de los jesuitas y sus consecuencias
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El declive de la historia

Cuando España cometió su error más brutal: la expulsión de los jesuitas y sus consecuencias

Ocurrió en pleno auge ilustrado, cuando una decisión inesperada desmanteló siglos de saber, ciencia y cultura. Lo que parecía una maniobra estratégica terminó desangrando al mayor poder de su tiempo

Foto: Carlos III (Fuente: Wikimedia)
Carlos III (Fuente: Wikimedia)

Quizás haya algo peor que los sueños perdidos...perder el deseo de soñar otra vez.

Sigmund Freud.

A lo largo de la historia del cristianismo, han sido muchos los movimientos contestatarios que han propugnado volver a las esencias de la doctrina inicial propuesta por Jesús el Cristo. Los primeros en padecer el rigor de los dogmáticos, corruptos y verdaderos herejes fueron los clérigos oropelados de la Iglesia de Pedro, instalados en el dolce far niente y sus acomodaticias periferias. Los purpurados vivían como Dios mientras el común de los mortales no daba crédito a la interpretación que se hacía de aquel extraordinario mensaje de compasión y amor al prójimo.

La filósofa Hipatia vivió en sus propias carnes su “desviación” del rancio e inextricable dogma cristiano adulterado a conveniencia de los prebostes de turno, impuesto tras el Concilio de Nicea (325 d. C.), que iba fundamentalmente contra el muy razonable arrianismo y su reivindicación de volver a los orígenes de la palabra del profeta Jesús. Años más tarde, la cruzada contra los albigenses acabó como el rosario de la aurora. La Santa Sede, a través del papa Inocencio III, pretendía imponer el poder de la Iglesia sobre el terrenal de los reyes. Por las mismas, el cruel Simón de Monfort llevó a cabo una de las matanzas más brutales que se recuerdan en la historia militar, focalizada en la población de Bézier, en la Occitania francesa.

No quedó vivo ni el tato. Contestar a los dogmas, la infalibilidad del papa o cuestionar la utilidad de ciertos sacramentos suponía desatar las iras de un Dios distante y, mayormente, ausente. Luego vinieron los husitas en Bohemia, los maniqueos con su pataleo dualista, los bogomilos con su propósito de una vuelta a las raíces, valdenses, y así; un suma y sigue interminable. Mientras, en Roma se prostituía al enorme predicador Jesús de Nazaret sin ningún rubor y con la esquizofrenia moral por bandera. Ciertamente, una cosa es predicar y otra dar trigo. Y a todo esto, ¿qué tienen que ver los jesuitas con esta “movida”?...

Los jesuitas eran el espolón de proa de una revolución silenciosa que, con el paso de los siglos, extendería su influencia por todo el orbe

Pues, tras la fundación en el año 1534 de esta orden por un militar convaleciente, Ignacio de Loyola, una serie de entregados intelectuales, médicos, filántropos y gentes de un alto nivel académico configuraron los pilares de esta famosa congregación eclesial en torno a su fundador. Mientras la Iglesia de Roma se peleaba contra sus propios fantasmas y muchos díscolos creyentes se revolvían contra la carencia de moralidad de aquella representación de Cristo, todas las rebeliones se habían producido en los extramuros de la institución romana. Pero esta vez, el “enemigo” entraba como caballo de Troya discretamente para reformar la anquilosada estructura vaticana. Los jesuitas eran el espolón de proa de una revolución silenciosa que, con el paso de los siglos, extendería su influencia por todo el orbe, siendo sin duda alguna la más digna representación de la palabra de Cristo en este atribulado planeta u orfanato ambulante.

Filósofos y científicos cartesianos

Eran una élite –y todavía lo son–. Envidiados por otras facciones del clero, el síndrome de Procusto y su envidia igualadora a la baja los convertiría en objetivo de las iras de la ignorancia. Atacados sin piedad. Esta atávica envidia, básicamente generada por su sabiduría y preparación, despertaba recelos en aquellos que argumentaban que para creer en Dios solo bastaba con tener fe. Los jesuitas eran esencialmente filósofos y científicos cartesianos que daban un plácet a la fe, pero no muy entregado; esto es, con una convicción ajustada.

placeholder Retrato del Marqués de Esquilache, obra del italiano Giuseppe Bonito (1759).
Retrato del Marqués de Esquilache, obra del italiano Giuseppe Bonito (1759).

Conforme avanzaba el tiempo, la monarquía evolucionaba hacia el laicismo lentamente, mientras la Inquisición declinaba entre estertores de su antaño e imperial poderío. Por ello, los jesuitas empezaron a ser vistos como invitados no deseados, pues proponían un modelo religioso todavía más abierto y fuera del control mancomunado Iglesia-Estado. A la chusma había que darle pasto y no caviar.

Cuando llegó Carlos III desde Nápoles, su madre, Isabel de Farnesio, pelín envenenada y con cierta inquina hacia la Compañía Negra, decidió nombrar un confesor más acorde con las indulgencias que le proporcionaba el mentor espiritual de turno; indulgencias, por otra parte, más generosas y que, a su vez, eran muy bien retribuidas por la reina madre. Mas aconteció un detonante imprevisto. La cosa se desmadró cuando, acontecido el Motín de Esquilache, Pedro Rodríguez de Campomanes, fiscal general del Consejo de Castilla, acérrimo antijesuita, se encargaría de abrir unas pesquisas con el objeto de averiguar quiénes eran los instigadores. Como en otros momentos históricos, había que buscar al malo y, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, los jesuitas estaban a tiro. Mediante delaciones, sobornos, violación de correspondencia, dimes y diretes engordados convenientemente y otras zarandajas, se llegó a la conclusión, en un informe elevado al rey, de que los malos malísimos eran, lógicamente, con premisas muy retocadas –falacia de composición–, los jesuitas estaban endemoniados.

Una decisión silenciosa

Pues bien, aquellos misioneros que habían abierto en Sudamérica docenas de misiones, revolucionado la agricultura, creado unas viviendas de fusión con lo mejor de “Occidente” y lo autóctono, que fomentaron el matrimonio de culturas y no la extinción de lo local, se veían ahora perseguidos por la codicia y las envidias desatadas por su savoir faire. Unos disfrutaban de los privilegios de sus cargos, otros daban lecciones de ejemplaridad y coherencia. Así estaban las cosas cuando Carlos III les señaló la puerta de salida. Esta, en apariencia, decisión profiláctica –la influencia de la orden era muy potente en el entramado eclesial con independencia de su coherencia cristiana– supuso un auténtico desastre para las misiones jesuíticas en todo el continente sudamericano. Una decisión silenciosa, sin cocinado previo, demoledora...

La trascendencia geopolítica del desalojo de los jesuitas generó consecuencias catastróficas al Imperio español

Aquella fertilización cultural hecha con libros, telescopios, semillas, violines y flautas, al cesar, sentenció la caída del imperio español. Eran el único freno entre las ambiciones de los encomenderos y una población indígena inerme ante estos. Al sur del Paraná estaban las más famosas misiones de esta orden; los portugueses, por unos litigios de lindes, hicieron un cambio de cromos con el rey español. Se juntaron el hambre con las ganas de comer. La Iglesia siempre fue un contrapoder para el absolutismo de la época. Los jesuitas estaban en la cúspide de esa pirámide. Su evolucionada radicalidad los ponía en la diana. Eran seguidores de la progresista Escuela de Salamanca, incubadora de una economía humanizada. Además de todo esto, sostenían que el rey no tenía vestigio alguno de divinidad y que, de gobernar, lo tenía que hacer para el bien común; de no ser así, el pueblo tenía derecho a rebelarse... Carlos III estaba hasta la coronilla...

Foto: Cuadro del pintor ruso Evgraf Sorokin que retrata a una familia gitana española (Wikimedia)

Asimismo, hay que poner el dedo en el trasunto del trampantojo, clave en aquel tremendo acabose. Las enormes tierras comunales de la orden y su economía dinámica y autosuficiente ponían los pelos de punta a los poderosos; no fuera a ser que a algún otro revoltoso se le encendiera una bombilla y arrojara luz sobre ideas innovadoras, con el consiguiente roto al sistema. Las universidades, hospitales, haciendas elaboradamente trabajadas y todo el patrimonio de la orden fueron incautados por el Estado. Más o menos era la misma tónica que se aplicó a los templarios a manos del rey de Francia. La trascendencia geopolítica del desalojo de los jesuitas generó consecuencias catastróficas al Imperio español; ingleses y franceses supieron aprovechar muy bien la coyuntura. Corría el año de 1767, un año infausto para la historia de España, y eso que estamos hablando de un Borbón ilustrado y decente; que si no...

Quizás haya algo peor que los sueños perdidos...perder el deseo de soñar otra vez.

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